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capítulo uno
UNA MADRE JOVEN

¡Cuñaaa! ¡Cuñaaa! Después de nueve meses de gestación, ese era el canto que se escuchaba en el pequeño rancho. ¡Cuñaaa! ¡Cuñaaa! lloraba la niña cuando la hamaca dejaba de mecerse, salía su madre Rosalba en carrera a verla, dejando sin atizar el fuego donde estaba la porra de nacatamales hirviendo, la mecía y se quedaba un rato con ella hasta que la volvía a dormir en eso llega doña Mercha:
—¡Idiay! ¿Y ese fuego casi apagado? No lo atizaste.
—Es que mi mamita se fue al mercado y la niña no me deja.
—Esa cipota la tenés amañada, hay dejala que llore.
—¡Pero mama, cómo la voy a dejar si está enfermita!
—Ya te dije que le dieras aceite de hígado de bacalao, y vas a ver que se compone, pero no hacés caso. Ya que saliste con la torta, ahora vas a ver lo lindo que es criar chavalos.
—Ya va a empezar usted con lo mismo.
—Pues sí. No sé cómo fuiste a salir pipona y tan chavala, sos una bruta; a ver ¿Dónde está el irresponsable ese? Tanto que te lo decía, pero por un oído te entra y por el otro te sale.
Doña Mercha aunque parecía arrecha y dura de corazón, en su adentro se derretía por su nieta y quería mucho a su hija.
—Mejor me voy a avisarle a doña Colacha que ya están los nacatamales —dijo Rosalba y se fue dejándole a cargo la niña a doña Mercha.
En el camino se encontró con Rufino montado en su elegante corcel.
—Adiós Rosal ¿Dónde vas? ¿Te puedo llevar? —le dijo muy gallardamente el jinete.
—No gracias, voy aquí nomasito.
Y Rosalba siguió su camino mostrándose no muy receptiva a las insinuaciones de Rufino.
Este Rufino era un medio galán que pretendía a Rosalba, se conocían desde chavalos, pero ella nunca le hizo caso pues su corazón pertenecía a José, el papá de su niña, que por mujeriego se fue lejos, quién sabe dónde, tras los encantos de otras mujeres.
—¡Buenas tardes! —dijo Rosalba al llegar a la casa de doña Colacha.
—Buenas Rosi, pasá.
— Doña Colacha, vine a avisarle que ya están los nacatamales.
—Bueno, hay mando a Ceferino a traer.
— ¿Y Jacinta? —preguntó Rosalba.
—Poray está, en la huerta.
Y se fue Rosalba a buscar a su amiga.
—¡Ohe Jacinta! —le pega el grito cuando la vio.
—¡Hey Rosi! ¿Qué me cuentas?
—Y tu primo, ¿has sabido algo de él?
—No, aunque lo supiera no te diría, es que no entendés que no te conviene, es mi primo pero; ya sabes lo que pienso de él.
—Sí, pero es que es el papá de mi niña y…
—Y eso qué —la interrumpió Jacinta—, un parrandero lo que es, y vos sabiéndolo te metiste con él.
—Ya estás como mi mama vos.
—¡Pues si es cierto mujer! Y ve, ya andate olvidando de él, porque ni con brujería vas a lograr que regrese. Viví tu vida tranquila y buscá a otro que te quiera y que quiera a tu hija, sos joven y bonita, vas a ver que te vas a encontrar a un buen hombre.
—A José es el único que quiero. Y ya me voy pues, sólo para regañar servís vos.
Así se despidió de su amiga, y se encaminó de vuelta para su casa, pero Jacinta sin quererlo le había dado una idea a Rosalba y ésta se desvió hacia la casa de su padrino don Clemente Pavón, muy conocidos por todo el pueblo como el brujo Pavón.
—Buenas, padrinito.
—¡Eh! Que milagro por estos lados Rosi, ¡ve, te llamé con el pensamiento!
—Vine a verlo ya que usted tiene bastante de no ir por aquellos lados.
—Si, en eso estaba pensando, en visitarlas. Pero contame ¿cómo está tu tierna?
—Bien, todo bien.
Después de unos segundos de silencio, ella titubeando le dijo:
—Padrino; quiero que me ayude en algo, si puede.
—¡Jmm! Ya sé de qué se trata. Es de ese fulano ¿verdad?
—Sí. Pero no tiene nada de malo, yo lo quiero y es el papá de mi hija.
—Pero él no te quiere. Y no metas a la inocente criatura en estos asuntos, tú eres una encaprichada. A mi entender, es mejor que estés sola que mal acompañada, mal ejemplo le estás dando a tu hija.
—Sí, pero ¿me puede ayudar o no?
—Y dale la mula al freno, de poder; puedo, pero no debo, con vos no.
—Ande hombre, no sea malo, nunca le he pedido nada, hasta ahora.
Don Clemente quedó pensativo por un instante, con la mano en la quijada, viendo para los hicacos y con mirada furtiva dijo:
—Está bien, mirá; bebete este jarabe y también dale al hombre, esto antes de que vayan… ¡Jmm! Ya sabes… lo que hacen las parejas, y listo, él no podrá hacer nada con otra mujer, sólo con vos —sonríe sarcásticamente don Pavón.
—¡Ah, padrino! Sólo es bromear conmigo, bien sabe que José y yo no estamos juntos, y lo pior que a saber donde está metido el pobre.
—¡Já! el pobre. No hay peor ciega que la que no quiere ver. Además sólo eso tengo, a menos que…
— ¿Qué cosa padrino?
—Que me traigás un calzoncillo de él… pero que esté cagado —¡ja ja ja! se tira la carcajada el tal brujo.
—Siga burlándose de mí, tá bien, el que se burla de las desgracias de los demás le va pior. Claro, como no tengo como pagarle, por eso es ¿verdad?
Puso la cara seria don Pavón y dijo:
—No hija, no es eso, es que conozco muy bien a tu mamá, y si se entera de que yo te ayudé con el fulano ese, la puedo agarrar del cuello con ella, ahí si yo no quiero agarrar al toro por los cuernos o mejor dicho a la vaca por los cuernos.
—¡Huy! No sabía que usted le tenía miedo a mi mama y ya le dijo vaca.
—¡ja, ja! Si. Pero no es miedo, es mejor prevenir que lamentar. Además, ese hombre nunca te va a dar buena vida y yo no quiero verte otra vez llorando como una Magdalena.
—Hay padrino, pero que le voy a hacer, yo lo quiero. Pero tá bien pue, gracias de todos modos.
—De nada Rosal y me saludas a tu mamá y a tu mamita.
Así se fue Rosalba para su casa con los ánimos por el suelo; como perro con la cola entre las piernas, pero siempre con cierta esperanza de que su único amor regrese a su lado.
—Ya vine mama —dijo Rosalba al entrar al rancho.
—Que frescura ¿Por qué te tardaste tanto? Como si no sabés que tenés una niña que alimentar —le dijo su madre mal humorada, lo cual no era raro, porque sólo así se mantenía la pobre señora, enojada desde que su hija salió embarazada. Se le veía contenta solamente cuando le hacía cariños su nietecita.
—Vino Rufino —continuó hablando doña Mercha mientras Rosalba le daba de mamar a su niña.
—¡Ah sí! Si yo lo vi. Me lo topé en el camino.
—Es un buen hombre, aquí estuvo platicando conmigo esperándote, pero como tardaste se fue, dijo que mañana iba a pasar.
— ¿Y para qué? Sólo que venga a verla a usted.
—Bien sabés que es por vos.
Rosalba no dijo nada, puso a la cipotita en la hamaca y en silencio madre e hija se pusieron a palmear tortillas para la cena, en el tapesco estaba una cuajada ahumada y en una pequeña tinaja leche agria que Rufino les había dejado.
Al día siguiente Rosalba fue al mercado, entre la multitud de gente pudo divisar un rostro conocido, no podía dar crédito a lo que sus ojos veían, ¡sí, era él!, ¡era su amado José!, su corazón latía a todo mamón como queriéndose salir de su pecho, sintió desfallecer cuando él se le acercaba; los dos quedaron mirándose como un par de tórtolos, ella con una mirada de chispas en los ojos, y él, bueno, no tanto así.
—Hola Rosal ¿Cómo estás?
Ella cambió su rostro de sorpresa, levemente suspiró y cuando pudo desatarse el nudo en su garganta dijo con aparente tranquilidad:
—¡Ve, hoy va a llover! Apareciste por fin. ¿Acaso no sabes que tenés una hija?
—Si, por eso vengo.
— ¿Aquí en el mercado? —le preguntó ella con desconfianza.
—Es que recién llegué, ya estaba por ir a buscarte.
— ¿Y te alegrás de verme?
Rosalba notó la mirada inquieta de José como quien buscaba a alguien.
¡José! Se escuchó a lo lejos la voz de una mujer, era una vendedora de mariscos que con entusiasmo agitaba su mano.
—Hay llego a ver a la niña —dijo él y se fue hacia donde estaba la hermosa joven mercadera, no sin antes escuchar a Rosalba decirle:
—Ve pues, tras esa jedionda a pescado, de seguro es por ella que estás aquí.
Dejó de hacer las compras y así enojada se fue nuevamente donde su padrino, don Pavón.
—¡Buenas!
—¡Eh! ¿Otra vez por estos rumbos, Rosi?
—Si padrino, es que estaba pensando de lo que me dijo ayer.
— ¿Lo del calzoncillo? —le preguntó don Pavón con su característica sonrisa sarcástica.
—No hombre… lo del jarabe ¿Es cierto?
— ¡Claro que si! Yo no soy un charlatán.
— ¿Y eso qué es padrino?
—Pues que no soy un mentiroso, pero yo sigo con lo que ya te dije. Así es que, te das la media vuelta, y regresa por donde viniste; si no le tendré que decir a tu mamá en qué anda metida su hijita.
—¡Huy! Que odioso este padrino, así lo voy a tratar cundo llegue allá.
—¡Vamole, vamole! Siga su camino y venga a visitarme cuando se le olvide ese asunto.
—Ta bien pue, ya no vuelvo a venir a pedirle favores, es más, ya no vuelvo a poner un sólo pie en éste su rancho feo.
Se fue otra vez cabizbaja, pero lejos de quedarse tranquila esta vez fue a visitar a una vieja amiga o mejor dicho a una amiga vieja; una rosquillera llamada Lourdes, quien le debía favores y algunos nacatamales, armó un plan que consistía simplemente en que la vieja vaya como cliente donde su padrino, para conseguir el famoso brebaje, el jarabe atrapa hombres, así es que la vieja fue.
—¡Buenas don Pavón!
—¡Buenas doña Lourdes! Pase adelante.
—Estamos adelante, gracias. —dijo y se sentó en un banco.
— ¿Para qué soy bueno?
—Pues, verá ¿no tendrá usted algo que me pueda servir para retener a mi lado un noviecito que tengo por hay? Es que el muy bandidito se me quiere escapar e irse lejos de mí.
—No lo culpo —dijo para sí mismo don Pavón, pues la doña, además de vieja era fea, tenía un ojo opacado y unos cuatros dientes que se le salían, no era la cegua pero se le parecía.
— ¿Cómo? ¿Qué dijo? —preguntó la doña, esforzándose en levantar más la cabeza pues también tenía una pequeña joroba.
—No, nada. Le tengo… —El brujo quedó pensativo por un instante y le preguntó:
—¡Mmm! ¿Doña Lourdes? ¿No será que la mandó Rosalba?
— ¿Rosalba? ¿Qué Rosalba?
—Pues Rosalba, mi ahijada, la hija de doña Mercha, nieta de doña Rosario.
—No, no la conozco ¿Y cuánto vale esa pócima? —le preguntó sacándose de entre sus caídos guacales, un rollito de billetes de diez córdobas, como para llamarle la atención al brujo y que no siguiera con su interrogatorio.
— ¿Pócima? ¿A caso yo le he hablado de pócima?
Doña Lourdes se sintió descubierta, no sabía que decir.
—No, pero… pero eso fue lo que vine a buscar, porque sólo pócimas es lo que usted receta, ¿o no? es como la otra vez que se me vino aquella infernal cagadera, ¿Se acuerda?
—¡Guacala! Si, ni me lo siga recordando —dijo él, arrugando su cara, que de por sí ya estaba arrugada por los años a tuto que llevaba— mire tengo algo mejor; usted me trae una foto de su novio y me deja hacer a mí el trabajo, va a ver usted los buenos resultados en pocos días.
A Don pavón no se le quitaba la idea de que su ahijada era la que estaba detrás de todo esto.
—¡Huy no! Eso sale más caro y tendría que ir a la ciudad a buscar al fotógrafista —dijo la vieja con su español no muy refinado pensando al mismo tiempo que eso sería un gran inconveniente para el plan— no, no, mejor deme ese tal frasco y listo.
Estiró el brazo con el rollo de reales dándoselos al brujo y continuó diciendo:
—Tome esto, que es lo único que tengo, y si le falta, otro día se lo pago.
—El brujo tomó el dinero, los contó y dijo que estaba bien, se agachó y por debajo del mesón en donde tenía un montón de chunches y chereques, sacó el tan mencionado frasco de jarabe.
—Aquí tiene, péguele un trago y le da a él antes de… ¡Jmm! Ya sabe, antes del cuchi cuchi, tómelo por varios días hasta que se acabe, y listo, vivirán juntos para siempre.
La misión estaba cumplida, el resto le tocaba a Rosalba.
Mientras tanto, Rufino, el eterno enamorado de Rosalba, llegaba a verla una y otra vez dejándole como regalo su infaltable porción de leche agria y a veces algunas cuajadas ahumadas, pero era a José el que ella esperaba con ansias, hasta que éste por fin apareció.
—¡Buenos días! —saludó José al arrimar al rancho.
—Buenas —le contestó con cara seria y de pocos amigos doña Mercha.
—Señora ¿Cómo está usted?
—Bien.
— ¿Y Rosalba?
—¡Rosal, hay te buscan! —gritó la señora.
Sale Rosalba desde el fondo de la choza toda empericuetada, ya había visto al fulano y brincaba de alegría, pero al llegar ante él, contuvo su euforia al saludarlo.
—¡Hola José! Yo pensaba que ya no ibas a venir.
— ¿Y la niña? —preguntó él.
—Ahí está, acostadita en la maca.
Pasó adelante, se acercó a la niña y la tomó en brazos sacándola de la hamaca; ¡Cuñaaa! Comienza a llorar la criatura y hasta un pedo se tiró.
—¡Eh! Y es una pedorra y resabida —dijo José.
—Resabida como su mama y pedorra como su papa—. Dijo ella y ambos se pusieron a reír.
—Ha estado un poco malita —dijo Rosalba.
— ¿Y qué es lo que tiene?
—Mi mama me dice que son parásitos.
—Tomá para que le comprés medicamentos y la lleves donde un curandero —dijo él despues de darle la niña, luego así por así dio la media vuelta.
— ¿Ya te vas? ¿No quieres tomar un pinolillo que ya está hecho?
—No, gracias. Hay vengo otro día —y se fue.
No se pudo hacer efectivo el plan jarabe atrapa hombre, por lo menos no ese día.
Aunque José la visitaba esporádicamente llevándoles víveres, nunca aceptó tomar ni comer nada de lo que le ofrecían, pues a como todos por ahí, él era conocedor de los trabajos brujeriles que abundaban por la zona. Hasta que desapareció, no se le vio más por esos lados, dicen que una cegua lo atrapó y lo jugó, quedó dundo y perdido en algún rincón olvidado del Norte, quien sabe qué tipo de cegua fue esa, pero bueno, así Sara, que era el nombre de la niña, creció sin padre a como muchas otros niños.
A los días doña Rosario enfermó, no pudo con la vejez y se doblegó ante la muerte al darle neumonía, que el Señor la guarde, los vecinos se unieron para apoyar en el velorio aportando lo que sea necesario; cocinando, haciendo café y repartiendo a los familiares y amigos que llegaban a dar el pésame. La enterraron en un terreno santo montoso y rodeado por un cerco de alambres de púas a poca distancia del rancho.
Las penas hay que dejarlas atrás y seguir con la vida, eso fue precisamente lo que hizo Doña Mercha, algunos meses después se consiguió un viejón, y es la señora no estaba tan vieja y a los pocos días los dos se juntaron, “al fin atrapó a alguien y de seguro lo hizo con brujería”, murmuraban las malas lenguas, lenguas de gentes envidiosas y de mala fe, la verdad es que doña Mercha después de su primer marido, nunca anduvo buscando a otro, ni pretendía volverse a juntar con nadie más, sólo que el destino le puso en su camino a don Medardo, un buen hombre, que aunque entrado en años y jugado por la vida, -no por una cegua-, era fuerte y trabajador; hay pasaba ofreciéndole a doña mercha lo que vendía: trabajos de cuero, sus palabras siempre iban adornadas con piropos para ella, y así fue como la enamoró.


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capítulo dos
LA LLEGADA DE HORACIO

Gracias a las influencias de su madre, Rosalba trabajará para don Sebastián en la finca El Jicaral en la ciudad de León, en el mismo lugar que por años doña Mercha había trabajado como empleada doméstica. Don Sebastián era un español que hizo su buen futuro trabajando fuertemente con ayuda de las bondades de éstas fértiles tierras y de sus habitantes y más por la gran suerte que tuvo de encontrar oro en su propiedad, muchos afirmaban que el viejo encontró mucho más oro de lo que él decía y que lo había escondido en algún lugar quién sabe dónde, tal parece que dicho secreto se lo llevaría consigo a la tumba, eso decía la gente, pues se le veía a don Sebastián hacer pozos en diferentes lugares de la finca, al lo que él decía que andaba en busca de una buena vertiente de agua subterránea. Siendo un cuarentón decidió sembrar raíces en estas tierras y se casó con una mujer descendiente de españoles, Gertrudis se llamaba, que en paz descanse, con la que estuvo casado por mucho tiempo, pero nunca tuvieron hijos.
Aunque don Sebas había quedado viudo, no se sentía solo, pues siempre estaba rodeado de algunos trabajadores de confianza, como la cocinera Dulcinea y un negro cortador de caña llamado Samuel que a raíz de sufrir una lesión en su pierna derecha lo que le hacía cojear, su trabajo pasó a ser mano derecha de su amo don Sebastián y estaba siempre disponible para cualquier cosa que éste necesitara.
—Samuel, sois como un hijo para mí, ya que aquí no tengo familia estoy contento de tenerte —le decía don Sebastián al negro Samuel.
—Gracias señor, igual son mis respetos y cariño hacia usted.
—Recibí un telegrama de mi sobrino Horacio —continuó diciendo don Sebas—, dentro de poco lo vamos a tener por estos lados, quiero lo atendáis bien.
—Por eso no se preocupe, señor, así será.
Horacio estaba a pocos días de llegar desde España, desembarcó en el puerto Greytown en San Juan del Norte en el Caribe nicaragüense, al día siguiente se volvió a embarca esta vez en El Vanderville; un gran barco de vapor y surcó el río San Juan adentrándose cada vez más al corazón del país. Siguiendo su travesía, llegó al gran lago Cocibolca, pasando por el archipiélago de Solentiname donde vivían numerosos indígenas, horas después estaba llegando a la isla de ?metep?tl la que se destaca por sus dos imponentes volcanes. Horas más tarde el barco entraba a otras numerosas isletas, ya en Granada, recorrido final sobre agua, de ahora en adelante la odisea será por tierra. No había ni terminado de desembarcar cuando se le acercaron dos lugareños de apariencia humilde, para ofrecerle al visitante sus servicios:
—Señor, señor; ¿necesita muleros? ¿transporte? Mi compañero y yo tenemos cuatro mulas jóvenes y fuertes, muy dóciles ¿para dónde va?
—A León Santiago de los Caballeros —dijo Horacio con su acento español.
—¡Huy! ¡Qué largo!
—Sí pero os doy buena paga.
—Va, si es así pues, mañana mismo, cuando el Sol esté saliendo, nosotros también. Por ahorita le vamos a mostrar donde se va quedar.
Los dos aldeanos tomaron los bolsos de Horacio y las pusieron y una mula que allí nomás tenían, se fueron con él en dirección a la posada La Mojarra.
—Entre y pregunte por el capitán Roberts él es el dueño.
Eso hizo, pero antes arregló precio con los muleros y les dijo que mañana sin falta saldrían del lugar.
Por la mañana muy de mañanita, oscuro todavía, se aparecieron los dos hombres con sus cuatro mulas, uno de ellos tocó la puerta con golpes suaves, pero no hubo respuestas, luego tocó el otro con golpes más fuertes, al rato la puerta se entreabrió rechinando como tapa un viejo ataúd, las caras de los indios se veían asustadas como esperando ver algún muerto, se asomó un rostro de aspecto severo, se podía distinguir también la figura de un hombre muy alto, era el capitán Roberts.
La puerta se volvió a cerrar sin que nadie dijera algo, rato después la puerta se volvía a abrir y apareció Horacio, los baqueanos le cogieron los bolsos y los pusieron en una de las mulas, luego cada quién montó una y se fueron rumbo a Managua. Viaje agotador y más cuando el Sol ardía en sus fretes, iban rellenado sus nambiras por cada pozo de agua que encontraban, por cada hacienda que pasaban. Llegaron a Masaya pero no se detuvieron, pues querían llegar antes del anochecer a una conocida posada a orillas de Managua para encaminarse al día siguiente hacia el occidente del país.
Llegaron a pueblo de Nagarote, el que se distingue principalmente por un inmenso palo de Genízaro a orilla del camino, sus extensas ramas todo el año están frondosas, los viajeros, tropas o muleros que pasan por ahí, se detienen a descansar bajo su enorme sombra y hasta lo ocupan de posada en verano.
Luego llegaron a León, ahí estaba Rosalba ante la mirada de Horacio quien se sorprendió al ver tan linda indita, estaba lavando en el río, tenía puesto no más que uno cuantos harapos, los que poco le cubrían su esbelta y muy femenina figura, su cabello negro y largo escurría sobre sus pechos no dando lugar a que se asomaran, estaba acompañada por otras dos mujeres jóvenes y bonitas también que restregaban con afán prendas de vestir ajenas. Siguiendo a los guías el extranjero se dispuso cruzar el pequeño río montado en su mula, las lavanderas lo miraban con curiosidad siguiendo sus pasos, al pasar frente a Rosalba se quitó el sombrero haciéndole una reverencia de saludo, ella le sonrió, su humildad era evidente en sus lindos y hermosos ojos marrones, luego bajó su cabeza, reflejando de esta manera su extrema timidez que la hacía ver más adorable. Horacio continuó su andar con la imagen de Rosalba en su mente. Siguieron el camino de “La Barranca de las Lavadoras”, continuaron hacia la “Calle Real”, calle principal que corre desde Sutiaba hasta la plaza y gran catedral de León.
Los muleros lo dejaron en una posada que tenía por nombre El Pulguero, los que ahí se quedaban descubrían tarde o temprano del por qué tal nombre. Los dos guías luego de su paga se marcharon agradeciendo al extranjero.
Horacio buscó por dos días a su pariente, pero parecía que la tierra se lo había tragado. Hasta que por fin dio con el tan buscado señor, gracias a la persistencia y ayuda de algunos militares y pobladores de León. Así Llegó a la finca de El Jicaral y allí se encontró con su tío; don Sebastián, pero, ¡valla sorpresa! también se encontró a Rosalba, nuevamente ella le obsequió al extranjero su tímida sonrisa.
Bajó de su caballo, una vez más con su sombrero saludó con reverencia a Rosalba y le dijo:
—Dichosos los ojos que os vuelven ver linda criatura, estoy buscando a don Sebastián.
Del interior de la casa salió Samuel, de su cara seria se le vio una forzada sonrisa, y dijo:
—Señor, su tío lo espera, pase adelante —le dijo al recién llegado.
Horacio miró nuevamente a Rosalba sonriéndole y sin decir una palabra subió los escalones de la entrada, pasaron a la sala, donde estaba el viejo con una pipa sentada en una mecedora.
— ¿Hola tío? —le saludó.
— ¡Bendito Dios que habéis llegado, Horacio, pasad y sentaos que os estaba esperando.
Conversaron por largo rato recordando la ciudad española donde ambos habían vivido y poniéndose don Sebastián, al tanto de cómo estaba allá la familia.
Ya acomodado a los pocos días Horacio estaba haciendo la función de administrador de la finca. De esa manera también tuvo la oportunidad de conocer más a Rosalba.
Ahora la conquista del español se centraba en un solo objetivo: en el corazón de una mujer. Su primera oportunidad de galanteo la tuvo cuando ella cortaba flores, en su cabellera lucía una flor de avispa carmesí y en sus manos cargaba un moño de las mismas.
—¡Que hermosa eres! —le dijo él y ella se puso del mismo color que sus flores.
—No sea mentiroso, hermosas son las flores, no yo.
—Vuestra belleza es sin par, al ver vuestros ojos también pude ver la belleza que traéis dentro, la belleza de vuestra alma.
Así los elogios continuaron por días, cada vez que había oportunidad Horacio le hablaba como un poeta le habla a su musa y Rosalba veía en él lo que nunca pudo ver en José: verdaderos sentimientos hacia ella y muchas otras cosas bonitas.
Llegó el día que ella le habló de su hija, y él le dijo:
—No importa cuántos hijos tengáis, uno o cien; os aseguro que mi amor por vos seguirá igual, sería desgracia si vuestro corazón perteneciera a otro, y que estuvierais inalcanzable como la luna con sus estrellas que esta noche nos ilumina.
Rosalba se sentía desvanecer cada vez que lo escuchaba hablar así, en un momento de confianza y romance, le agarró su mano esperando que ella le ofreciera sus labios, lo que no ocurrió, pues ella no estaba acostumbrada a tan refinado galanteo. El tal Romeo estaba logrando obtenerlo el amor de su Julieta, por lo menos eso pensaba él, hasta que apareció Rufino, el eterno enamorado de Rosalba, llegó al Naranjal buscando al amor que nunca pudo conquistar, pero que seguía intentándolo.
—Hola Rosal —la saludó cuando la vio.
—¡Eh Rufino! —dijo ella con asombro.
—¡¿Qué hacés por estos lados, hombre?!
—Pues, buscándote.
—¿Y, para qué?
—Es que yo no te he olvidado. Quiero casarme contigo.
—Pero yo no puedo… y será mejor que no me molestés más porque estoy con alguien.
—¡Ah sí! ¿Con quién? —preguntó irónicamente.
—Pues con alguien poray.
—¡Ja! No te creo, eso lo dices para alejarme, nada más.
—No, Rufino. Si es cierto.
—A ver ¿Quién es? ¿Cómo se llama?
—Y ándale con saber, ya te dije lo que te dije, ahí verás vos si me crees o no. —ella se retiró del lugar, dando por finalizada la conversación y de seguro hasta la amistad.
Rufino se dirigió a su caballo y de su alforja sacó un pequeño frasco que contenía un famoso brebaje ya conocido por todos nosotros y por los que visitaban a don Clemente Pavón, ahora era un brebaje atrapa mujeres.
—Tú me vas a ayudar— le decía a la botellita como si esta escuchara y la volvió a guardar pensando cómo iba a hacer para darle la primera dosis a Rosalba.
Una y otra vez sus intentos de darle la pócima a Rosal fracasaron porque ella era escurridiza, nunca aceptó sus regalos de lecheagria y cuajada ahumada, mucho menos ahora que andaba jalando con el español y a lo mejor sabía que podría ser víctima de lo que ella misma trató de hacer con José, además ya que no pretendía nada con él, no era recomendable aceptarle ningún regalo.
A Rufino se le quitó la idea de andar tras ella y de querer tenerla a la fuerza cundo vio a los dos en una sola… muy enamorados.
Pero por ahí dicen que dicen que Horacio se dio cuenta de sus pretensiones y lo enfrentó cara a cara, fue por miedo que éste tuvo que irse del lugar desapareciendo de la vida de Rosalba, ojalas esta vez sea para siempre pues el galán nunca tuvo no tendrá la más mínima oportunidad.
Al poco tiempo Horacio le propuso matrimonio, pero pasaban los meses y Rosalba nada que se decidía en aceptarlo, esto debido a gran parte por doña Mercha que se oponía a dicha relación pues decía que Rufino era el indicado, ya que por él no faltaba nada en la casa, por lo menos no faltaban las cuajadas y la lecheagria, pero le dio un patatú en el corazón cuando se enteró de que la boda iba viento en popa, su hija había aceptado la propuesta matrimonial, al poco tiempo se recuperó y de a poco aceptó al chele como su futuro yerno.
De todas las iglesias, más de veinte en León, fue en la iglesia principal, La Catedral de San Pedro, que eligieron para tal evento. Entró la pareja al templo acompañada nada más que de la familia de la novia que tenía regada por toda Sutiaba y León, la pareja se dirigió al inmenso altar de plata, finamente grabado debajo de la elevada cúpula y aunque la catedral en algún tiempo llegó a poseer extraordinarias riquezas de alto costo y variedad en su ornamentación, tiene ahora muy poco para mostrar que no sea su gran tamaño y diseño arquitectónico.
La catedral se encuentra rodeada por manzanas enteras de lo que alguna vez fueron palacios; calles enteras, casi desiertas y cubiertas de malezas, están bordeadas por los vestigios de grandes y hermosas construcciones. En sus patios se erigen rústicas chozas de paja. Algunos que la visitaban ese día, subieron al techo, contemplando una de las mejores vistas del mundo, desde ahí, se puede ver las aguas del Pacífico. Hacia el Norte y el Este se divisan, como si fuesen las pirámides de Egipto, los nueve volcanes de la gran cordillera de los Maribios.
Horacio y Rosalba vivirían en una pequeña choza que el generoso de don Sebastián hizo construir para ellos allí mismo en el Naranjal, eso fue su regalo de boda.

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capítulo tres
EL DIARIO

La salud de don Sebastián comenzó a decaer, sus mejillas lucían grises, su corazón ya cansado se resistía a seguir latiendo, doctores y curanderos lo visitaban, pero nada se podía hacer, sólo esperar. Los papeles de la herencia ya estaban arreglados y días después se realizaba el funeral.
Rostros de dolor se veían a consecuencia del viejo don Sebastián que por durante una prolongada estadía en este mundo, endureció su espíritu y las pasiones le debilitaron su corazón.
— “Pobre hombre, doña Gertrudis al fin se lo llevó” —se oía comentarios susurrantes entre dos ancianas al final del tumulto de gente que iban en la procesión luctuosa.
El cortejo del funeral, que más bien parecía otra boda, se formó en medio de la calle; marchaban primero los músicos que ejecutaban un alegre son, pues el espíritu se ha marchado al cielo y esto debe ser motivo de felicidad más que de tristeza, seguidos por curas que entonaban un himno de gloria, y a pocos pasos, unos jóvenes cargaban sobre sus hombros el camastro cubierto con tela de satín blanco, circundada por ramas de azahar, en la cual iba el cuerpo del viejo muerto. Le seguían Horacio y Rosalba, atrás iban Samuel y Dulcinea y un grupo reducido de pobladores y trabajadores de la finca.
Lo enterraron a la par de su esposa, doña Gertrudis; en los predios de una de las tantas iglesias, como era costumbre enterrar a los muertos en León. Ya se le había pagado una buena suma de dinero al sacerdote para poder enterrarlo en ese lugar, difícil fue encontrar un lugarcito allí, pues el terreno dentro y fuera del templo estaba saturado de tumbas, con la cantidad que se pagó, don Sebastián estará allí por lo menos veinticinco años, al final del cual, se venderán sus huesos y la tierra a los fabricantes de nitro, para hacer petardos.
Depositaron el cuerpo en el fondo de la fosa, poco se usaban los féretros, luego le echaron tierra apisonándola con una pala y así quedó el montículo lleno de flores.
Horacio recibió como herencia unas cuantas manzanas de tierras fértiles; la finca El Naranjal con todo y casa, la que estaba construida de armazón de madera y paredes de adobe. Se decía, y muchos aseguraban, que en esa finca asustaban, pues habían visto pasearse por las noches, el fantasma de doña Gertrudis.
— ¡Ella quiere llevarse a su esposo! —Decían algunos leoneses.
Pero otras personas aseguraban que era por un castigo de Dios, pues ella en vida, decían que practicaba la brujería. Hasta la tildaban de cegua.
— ¡Yo también lo creo —decía doña Nacha, una anciana que le gustaba meterse en la vida de todo el mundo y que también sospechaban de que ésta era medio bruja.
Algún tiempo después Horacio, buscando mejores oportunidades para hacer negocio y huyendo de los conflictos que se armaban entre partidos políticos, vendió la finca, la pareja se fue a vivir a Chinandega, pero la pequeña hija de Rosalba, Sarita, acostumbrada a estar con su abuela, no hubo medios para despegarla de ella, igual hizo todo lo posible doña Mercha para que se la dejaran, pues prácticamente ella la ha criado, se fueron sin Sarita al pueblo grande de Chinandega a como le decían los viajeros, situado a ocho leguas de León, sobre el camino que conduce al bien conocido puerto de El Realejo.
La ciudad de Chinandega cubre un área bastante extensa, con vivienda usualmente construida con cañas y paja, pero se veían también construcciones de adobe con techo de teja, era las casas de lujo para ese tiempo. El mercado estaba junto a la gran plaza y era compacto bien construido. En general, Chinandega tiene un espíritu emprendedor y ahorrativo poco visto en otras partes de Nicaragua.
Ya instalados en su nueva casa de lujo, la pareja se veía contenta, Rosalba había aprendido a leer y a escribir, gracias a las influencias de su marido pudo recibir clases en un convento de León. Ya no parecía la misma indita de antes, ahora era letrada y señora de español.
Pero acostumbrada a estar junto a su familia, se sentía triste al estar lejos de ella, aunque tuvo la dicha de que su hermanastra Cándida los acompañara, también lo hizo la fiel Dulcinea. Y aunque Rosalba era muy dada a guardarse secretitos, a su hermana le contaba todo, bueno casi todo, porque en caso de intimidades era en extremo reservada, es así que le platicaba lo que ella había encontrado en la casa de don Sebastián allá en León:
—Fíjate Cándida que un día, después que murió don Sebas, arreglado su cuarto, encontré adentro de un gran baúl que él tenía a la par de su cama, una pequeña caja de madera, adentro había un libro viejo y feo, como yo estaba aprendiendo a leer quise practicar leyéndolo, se miraba que alguien lo había escrito así a pura mano y algunas letras no las entendía pero pude leer un montón de cosas raras, yo estaba seguro que fue doña Gertrudis la que escribió todo eso, ¡pero ve! me entró terror al leer, hasta se puso la carne de gallina y sentí que allí mismísimo estaba doña Gertrudis viéndome, pues, ¡Decía unas cosas...! ¡Feo todo aquello! Hasta me acordé del viejo muerto también. ¡Huy! ¡mirá! hasta se me puso la piel de gallina otra vez.
Tal parece que Rosalba había encontrado el diario de doña Gertrudis, si don Sebastián lo leyó, seguramente le habrá parecido fantasioso, dándole poca o nada de importancia, pero para Rosalba y Cándida, que se habían criado en un mundo lleno de supersticiones y creencias, esas cosas eran muy reales.
— ¿Pero que decía? —preguntó Cándida intrigada.
—Cosas que dan miedo, como te dije, yo no lo seguí leyendo, pero te lo voy a enseñar, vamos.
—Vos sos una loca, si decís que te da miedo ¿por qué caminás con él?
— Hay se vino con todas nuestras pertenencias, además se lo pensaba dar a Horacio pues es parte de su herencia, hay verá que hace con él, ojalas y lo queme.
Se dirigieron a la casa y entraron, no vieron a Horacio que a lo lejos venía acompañado por don Omar, el dueño de esas tierras, andaban recorriéndolas, pues Horacio se las iba a comprar.
Don Omar le había prometido a don Sebastián, venderle esa finca llamada El Jícaro. La noticia de la muerte de su amigo lo entristeció mucho, y como acto de buena fe, dejó que Horacio y su familia ocuparan la casa inmediatamente a su llegada y les puso a la orden algunas vacas lecheras y todo lo que esas tierras pudieran ofrecerles.
—Lo de las vacas no es necesario —le decía Horacio al amable señor, previendo que luego éste se pudiera cobrar los favores— con las que trajimos es suficiente, tenemos todo lo necesario, hasta aves de corral trajimos, pero de todas manera muchas gracias don Omar.
—No seas orgulloso hijo —le dijo éste por no decirle mal agradecido— yo les ayudo de buena voluntad mientras pueda, ya que, vendiendo El Jícaro, me iré para otras tierras que tengo al Norte, donde produciré café para exportación.
Mientras ellos estaban por llegar, las hermanas estaban en el cuarto y Rosalba del ropero sacó la caja de madera que contenía el libro, la puso en la cama, sacó una llave de entre sus pechos, una llave pequeña y redondeada de acero que colgaba de un cordón puesto al rededor de su cuello, abrió la caja dejando al descubierto el diario, éste estaba forrado de cuero de cabra, sus páginas estaban cocidas con una tira del mismo cuero. Las hermanas escucharon unas voces en la sala, se oía a Horacio despidiéndose de don Omar y luego sus pasos se escucharon más cerca dirigiéndose hacia el cuarto donde ellas estaban, al entrar las encontró sentadas en la cama con el libro abierto.
— Esto es tuyo —le dijo Rosalba señalándole el manuscrito.
— ¿Ha, sí? Y que libro más raro.
— Era de tu tía Gertrudis.
Horacio se dirigió hacia Rosalba y dándole un fugaz beso dijo sin tomar importancia lo del libro:
—Mi amor, ¿Habréis preparado algo de comer? Tengo mucho apetito.
—Hay Vaho —contestó ella.
— ¿Y eso, cómo es? —dijo con extrañeza el español.
—Ya probarás —y se dirigieron a la mesa.
No era necesario que tanto Rosalba como Cándida hicieran todos los quehaceres de la casa, pero ambas tenían costumbres de ser bien hogareñas y trabajadoras, así es que ellas mismas se encargaron de hacer el vaho con ayuda de Dulcinea, la cocinera.
Adoptando las costumbres de Horacio comían todos juntos en la mesa y las dos hermanas se acostumbraron a usar siempre cucharas o tenedores, aunque ellas decían que algunas comidas se comen sin esos utensilios como el vigorón.
Toda la tarde las dos estuvieron en el río lavando ropa, mientras Horacio seguía con los arreglos para la compra de las tierras.
El río que estaba cerca era ancho, no tenía mucho caudal, en algunas partes era de poca profundidad y sus aguas cristalinas corría sobre arena y a veces entre barrancos hechos por las crecidas e inundaciones en tiempos de lluvia, a su alrededor se elevaban grandes árboles de Genízaros, Guapinol, Cedros, y otros de madera preciosa.
Las mujeres hicieron una posa apartando la abundante arena con una pala, ahí pusieron una piedra plana de dura consistencia, golpeaban la ropa en ella, mientras en otra piedra reposaba una batea de madera y se resguardaban del inclemente Sol debajo de una improvisada ramada que hicieron con varas y hojas de palma.
Al caer la tarde, llegaron a la casa justo para la cena, ya Horacio las esperaba. Nuevamente compartieron el alimento, esta vez comieron gallopinto, tamales pisques, cuajadas ahumadas y el infaltable café negro, aunque había lecheagria.
Horacio se levantó y tomando la lámpara de queroseno dijo:
—Vamos a descansar Rosal.
Eso hicieron y todos se fueron a dormir. Ya Horacio roncaba, cuando Rosalba escuchó unos murmullos fuera de la casa, escuchaba risas de mujer que creía que eran de su hermana, luego de un silencio se volvían a escuchar, hasta que ya no se escucharon más por el resto de la noche, o por lo menos hasta que ella se durmió, pensó preguntarle por la mañana a Cándida sobre ese asunto.
Con el alba se levantaban todos, patrones y trabajadores, los ordeñadores eran los primeros con su ¡Jooh! ¡Jooh! arreando las vacas con sus crías de los prados hacia el corral, mugían éstas ayudando a los gallos a despertar a los que pudieran estar aún dormidos, era un concierto todo aquello, hasta los chompipes hacían alboroto junto con las gallinas. El trinar de los innumerables y coloridos pájaros no se quedaba atrás, se oían las urracas cuando hacían banquete con el papayal y entre los árboles de marañón, nísperos, guayabas y muchos otros más, se veían guardabarrancos, gorriones, colibrís y zanates.
Dentro de la casa se sentía el aroma del café que estaba hirviendo en el fogón, esta vez se lo tomarían con leche recién ordeñada, aunque los mozos preferían beberla salida directa de la teta al guacal.
—Buenos días —se decían con una sonrisa unos a otros al verse.
Dulcinea servía el desayuno en la mesa, mientras las hermanas estaban en la cocina conversando y Rosalba vio la oportunidad hacer la pregunta:
— ¿Dormiste bien Cándida?
—Sí —le contestó ésta.
—Pero te acostaste muy tarde.
—¡No!, a la misma hora que ustedes. ¿Por qué lo dices?
—Porque te escuché que estabas afuera con alguien muy anoche.
—¡Yooo...! —dijo Cándida sorprendida, —yo no era, si del cuarto no salí para nada, quien sabe quién era, pero yo no.
—Acuérdate Cándida que una vez nos prometimos contarnos todo, si te estás viendo con alguien ten cuidado, sólo eres una niña.
—¡Ve! La olla le dice al comal, yo no te guardo secretos, te digo la verdad —le dijo Cándida.
—Bueno, pues, sólo eso te digo, no quiero entregar malas cuentas —le dijo Rosalba, con tono amenazante y no quiso seguir con lo que se podría convertir en pleito.
Al rato, después del desayuno, Cándida le preguntaba a Rosalba:
— ¿Podemos curiosear el libro?
—No, ni debí traerlo, esas cosas son de brujas y puede desgraciarnos la vida.
—Si tanto miedo tienes, quémalo o dáselo a Horacio para que lo haga, al fin a él le pertenece.
—Él se va a enojar conmigo por andar creyendo en eso y los demás van a decir que yo ando metida en esas cosas —dijo Rosalba.
—Entonces ¿qué hacemos?
—No sé, Horacio también me ha dicho que la escritura es una forma muy importante de transmitir ideas y que gracias a ella se han desarrollado grandes civilizaciones y que un libro es casi sagrado.
—Sólo tonteras hablás, ya ni te entiendo lo que decís. A lo mejor él habla de esos libros de su tierra, no los de aquí como éste —dijo Cándida haciendo honor a su nombre—. Si lo quemás, —continuó diciendo— me decís que fue lo que leíste, porque si yo supiera leer…
—No has aprendido porque no has querido. Hoy mismo comenzamos las clases, vas a aprender a leer y a escribir en vez de estar con eso.
—¡Eh! y para qué me contaste pues.


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capítulo cuatro
CÁNDIDA VA DE REGRESO

Dos semanas pasaron, Cándida había progresado en sus clases de lectura. Por las noches las risas se oían afuera casi a diario, muchas veces se escucharon muy cerca de la puerta de enfrente, extrañamente Horacio nunca las escuchó, la verdad es que nadie las escuchaba aparte de Rosalba. Una de esas noche, cuando las risas y murmullos se tornaron en carcajadas gritonas, Rosalba se armó de valor y con candil en mano fue a ver, cuando llegó a la puerta hubo un silencio total, con una mano lentamente comenzó a levantar la tranca, mientras que con la otra sostenía temblorosa el candil, entreabrió asomando un ojo, luego asomó la cabeza, una ventisca hizo abrir en pampa la vieja puerta de madera y casi le apaga el candil, aunque se asustó aún tenía valor para salir, así lo hizo, mientras buscaba entre los arbustos bajo esa luna llena a ver si encontraba a alguien, distinguió una sombra que se desplazaba de un lado a otro ¿quién andaba por allí?, preguntó en voz alta sin obtener repuesta, la mancha oscura se desplazó con rapidez hacia unos árboles donde desapareció entre sus sombras, Rosalba sintió un aire muy helado que llegó hasta los tuétanos de sus huesos de la ya asustada mujer.
—¡Huuuy! parecen vientos de diciembre —dijo encogiendo los hombros como dándose valor a sí misma, y se fue a acostar, tratando de no pensar mucho en espantos, aparecidos y cosas similares.
—¿Qué andáis haciendo levantada Rosal? —le preguntó Horacio que se había despertado.
—Nada. —le contestó ella.
Y acurrucándose a las costillas de él, le dio un beso en el cuello y lo apachurró fuertemente.
—Pareces un tempano de hielo, duerme ya –le dijo y ambos se durmieron.
Por la mañana Horacio, se disponía a viajar al puerto de El Realejo, acompañaría a don Omar a recibir unos productos que venían del extranjero, los que le ayudarían en su hacienda cafetalera. Pero antes, Horacio llamó a Cándida para conversar a solas con ella. Esto le pareció raro a Rosalba quien al rato fue donde ellos estaban. Al verla llegar, ambos callaron.
—De qué hablaban —preguntó Rosalba.
—Os aseguro querida mía, que no tiene importancia —le dijo Horacio.
Éste se despidió dejando a las dos hermanas solas. Rosalba intrigada le preguntó lo mismo a Cándida y la misma respuesta obtuvo.
Tratando de no demorarse más, Horacio y don Omar salieron rumbo a El Realejo, dos leguas tendrían que cabalgar. En El Realejo la mayoría de sus habitantes trabajaban en el puerto pero vivían en un pequeño pueblo ubicado en la ribera del estero que desemboca en la bahía situada cuatro millas de dicho puerto, al cual se accede solamente en bongos o botes durante la marea alta.
El poblado original se erigió cerca del fondeadero pero luego fue trasladado debido a los ataques de piratas en el pasado. Mil habitantes trabajan cargando o descargando barcos y abasteciéndolos, éste era uno de los mejores puertos de América en la costa del Pacífico.
Entraban y salían barcos en sus dos entradas, una a cada lado de la isla del Cardón, que lo protege de las marejadas. En el interior se extiende una magnífica bahía, de la que se dice que unas doscientas naves pueden anclar con total seguridad.
Regresaron los dos amigos después de hacer sus diligencias en El Realejo. Se despidieron en el gancho de camino. Ya estaba anocheciendo cuando Horacio regresó a su casa, la jauría de perros flacos fueron los primeros en recibirlo, saludándolo con mucho frenesí y alegría, adentro de la vivienda su esposa lo esperaba con los brazos abiertos, luego de los saludos y besos él dijo:
—Rosal, quisiera hablar de algo.
Y los dos entraron al cuarto cerrando tras de sí la puerta.
—Quiero que habléis con tu hermana para que se vaya. —dijo Horacio.
—¡¿Pero por qué?! —se sorprendió ella.
—Pues no es necesario que esté aquí, le sería más útil a vuestros padres.
—Pero ella me hace compañía, además necesitaré su ayuda para cuando nazca el niño.
—¡¿Estáis embarazada?!
Tremendo susto que se llevó el chele.
—Si —dijo Rosalba.
—Te lo iba a decir cuando estuviera bien segura, pero bueno... ya estoy segura.
—De todos modos si necesitáis ayuda, está la servidumbre y estoy yo, y de compañía ni hablemos estáis rodeada de muchas personas.
—Pero no son nada mío, ella es mi hermana.
— ¿Y eso qué? —dijo Horacio que por primera vez se le veía enojado.
Rosalba quedó callada, no comprendía el por qué esa actitud de su marido, suspiró profundo y dijo:
—Si eso es lo tú quieres, pues se tendrá que hacer, ya veo que ella te cae mal.
—No, no es eso. No penséis tal cosa, no discutamos por algo tan sencillo.
— ¿Y qué es, entonces? —preguntó ella.
—Bueno, te voy a decir, es mejor que vuestra hermana se enoje conmigo y no tú, pues la verdad es que me he enterado de que anda alborotada con un muchachito.
—¡¿Qué muchachito, Horacio?!
—No sé, un mocito.
—Pero Cándida es amiga de muchos y yo no le he visto nada raro.
—Yo tampoco, pero desde hace días lo supe por el viejo Filiberto y le dije que no anduviera haciendo eso. Varias veces le aconsejé y siempre me decía que iba a dejar al fulano ese, y me suplicó que no te dijera nada, pero como no me hizo caso por eso ahora te lo digo.
Aclarada la situación Rosalba se sintió, por un lado, aliviada, ya que su mente comenzaba a maquinar erróneos pensamientos. Pero por otro lado se sentía defraudada de Cándida por haberle ocultado esas cosas. Horacio salió del cuarto, Cándida estaba en la pequeña sala.
—Cándida vení ve.
Se escuchó a Rosalba decir con voz fuerte desde adentro del cuarto.
Entró la muchacha con la mirada un poco gacha y mordiéndose los labios, imaginándose de qué se trataba el asunto.
—Será mejor que te vayas por un tiempo a Sutiaba, —le dijo Rosalba.
—Yo no he hecho nada malo.
—Yo sé, pero es mejor que vayas allá, ya te dije que no quiero entregar malas cuentas, y es mejor evitar y así me traes noticias de cómo están todos por allá.
Bueno, pues me voy mañana mismo —dijo Cándida sin resabios y su hermana no tuvo ninguna objeción. En sus rostros se notaba la tristeza, pues ambas sabían que éste era un viaje sin retorno.
Al día siguiente, muy de madrugada, estaba lista la carreta con su arriero; el viejo Filiberto, a sus sesenta y pico años de edad era un señor fuerte y robusto como los bueyes que guiaba, se hacía acompañar por Chico; un mulato adolescente nacido allí, en El Jícaro. Así, la carreta iba con su triste pasajera, atravesando senderos con sus grandes ruedas de sólida madera y su techo elaborado con palma de pita, adentro sobre las tablas se veían varios petates y motetes de ropa que servían como cama, en el centro colgaba una lámpara de kerosén y en sus paredes unas jícaras grandes que los campesinos llaman calabazos, llenos de agua y tapados con olote, pero los que llevaba el viejo Filiberto, iban llenos; uno de chicha bruja y el otro de cuzusa. Llevaban también plátanos verdes, papayas, hicacos y algunas otras frutas que pudieron encontrar en el camino como naranjas y zapotes, además de cuajadas, leche, frijoles blancos los que estaban cocidos y luego fritos con manteca de cerdo, todo eso y más llevaban para el camino y para la familia de Sutiaba.
Les tomaría día y medio llegar a su destino, a la humilde choza de doña Mercha. Sorpresa que se llevaron al ver a Cándida bajarse de la carreta.
—¡Ideay hija! ¿Qué haces aquí? —preguntó doña Mercha con mucha alegría.
—Pues aquí estoy de vuelta —dijo Cándida abrazando fuertemente a todos sus seres queridos.


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capítulo cinco
ALEGRÍA Y TRAGEDIA

El viejo Filiberto y el joven Chico ya estaban de regreso. Rosalba estaba desgranando mazorcas de maíz, cuando vio la carreta caminó de prisa hacia el viejo Filiberto preguntándole:
—Filiberto, ¿y Cándida?
—Ella quiso quedarse.
—Ya me lo imaginaba y ¿Cómo está mi mama y todos por allá?
—Todos están bien, gracias a Dios, sólo don Medardo que mucho está tosiendo.
—¡Ve! eso es porque no deja ese puro, ¿se ve mal?
—No, él está bien, le manda saludos y su mamá también, me preguntaron que cuando iban a llegar, les dije que para la purísima a como usted me había dicho.
—Si Dios quiere ya habré salido de esta panza y estaré en condiciones para el viaje —dijo Rosalba.
—Bueno, voy a soltar y darles agua a los bueyes que están bien cansados —dijo el viejo Filiberto y se retiró.
Los meses pasaron volando, Rosalba pareciera estar a punto de reventar con su gran panza y los antojos estaban a la orden del día.
—Horacio tengo ganas de comer mango celeque.
—Pero si eso no alimenta nada y da dentera.
—Pero eso es lo que quiero.
Y salía el buen marido a resolver la crisis de antojos de su mujer.
El día esperado por fin llegó, los dolores de parto comenzaron pero Rosalba se veía tranquila, corrían de un lado para otro con cara de preocupación la comadrona que mandaron a llamar y Dulcinea que estaba de ayudante, Rosalba no quiso ser asistida por un médico que Horacio ya tenía previsto, ella confiaba más en las comadronas.
Otro parto de Rosalba, los chillidos indicaban que estaba bien y ahí nomás como ternero se pegó a la teta de la mamá, le pusieron por nombre Fermín. Todo era alegría en la casa y se hizo una fiesta en honor al recién llegado. Horacio y Rosalba acostados en la cama se preparaban para dormir o por lo menos intentar hacerlo ya que el chiquillo sí que los desvelaba a diario, ellos conversaban:
—Si queréis podemos contratar a una niñera —le dijo Horacio a Rosalba.
—¡Una nana! ¿Para qué quiero una? Si yo puedo con el niño, ni que fueran un montón. Vos estás acostumbrado a estar rodeado de sirvientes como si fueran esclavos.
—Pero no son esclavos; se les paga.
—Está bien, pero no necesitamos a muchos, por lo menos no en la casa, yo sólo necesitaba a Cándida —dijo ella como nostálgica por la partida de su hermana—, además no tenemos tantos reales y deberías ahorrar para mandarle a mi mama que está con Sarita.
—De dinero no hay por qué preocuparse, tenemos bastante —dijo Horacio con mucha seguridad.
— ¿Cómo es eso Horacio? ¿Qué secreto tenés?
—Bien, te diré, pero no debéis contar a nadie, promételo.
— ¿Pero, qué es? cuenta ya de una sola vez.
—Tengo a mi haber cierta cantidad de oro —le dijo él susurrante al oído.
—¡¿Qué...?! —gritó Rosalba pero no porque no haya escuchado; sino por la sorpresa que se llevó.
—¡Shsss! Callad mujer, no hagáis escándalo.
—Pero, ¿cómo? ¿De dónde lo sacaste? ¿Es el oro de don Sebastián? —dijo ella con tono más suave.
—Sí, mi tío antes de partir me rebeló donde lo tenía. No era mucho pero os aseguro que es lo suficiente para vivir bien.
— ¿Te lo trajiste?
Rosalba en vez de alegría, mostró preocupación y dijo:
— Mis mama y mi abuela siempre me dijeron que el oro no trae la felicidad, muy por lo contrario, trae desgracia y que los hombres, especialmente los blancos, se vuelven locos y hasta matan por tenerlo.
—Sí Rosal, tenéis razón, no preocupéis por eso, no soy ambicioso, sólo quiero que vivamos bien.
— Acuérdate que hay que compartir con el necesitado.
— ¡A no, eso no! –dijo el hombre que decía no ser ambicioso.
—¡Pero Horacio!, soy católica al igual que vos, pero parece que nos enseñaron de diferente manera.
—Sí, bueno —dijo Horacio notando cambios de su esposa de cuando la conoció, — pero recuerda mantener tu boquita bien cerrada con éste asunto. Ahora dormid que el niño se puede despertar.
Rosalba no podía conciliar el sueño, y horas después escuchó nuevamente las risas y voces cerca de la casa.
—Horacio despertá, andá ve quienes andan por ahí.
Horacio sólo dijo: “¡mmm!” como renegando, se embozó con la colcha y se acomodó para seguir durmiendo. Rosalba se levantó, encendió el candil, fue a abrir la puerta de afuera, en donde aún se escuchaban las risas de mujer, pero antes preguntó con voz temblorosa:
— ¿Quién anda por ahí?
Silencio absoluto, sólo los grillos se escuchaban.
Esta vez no tuvo el valor de asomarse, ni tan siquiera abrió la puerta y se fue casi corriendo a la relativa seguridad que le brindaba su cama, no sin antes cerrar la pequeña ventana que estaba en la cabecera de su cama y rezó en voz bien baja un padre nuestro.
Al siguiente día Rosalba se acordó del libro y lo fue a buscar, se lo quería entregar a Horacio. Así es que sacó la llave de donde la tenía guardada y abrió una vez más la caja de madera; pero el libro ya no estaba.
—Esta fue la Cándida que se lo llevó —dijo con seguridad.
Ella con sus preocupaciones y Horacio con lo suyo, preocupado también, pero por los cultivos ya que la plaga de chapulines estaban haciendo mucho daño y las vacas lecheras que recién habían comprado, estaban secas.
El día pasó y por la noche antes de dormir, Horacio preguntó:
— ¿Qué hay en esa caja de madera que está en el ropero?
—Nada, está vacía, ¿la abriste?
—No, está con llave.
Rosalba se levantó y fue al ropero.
—¿Qué buscas Rosal?, Vas a pegarle fuego a la ropa con ese candil, ven a acostarte —decía Horacio estirándose y bostezando.
En la parte de arriba, dentro del ropero, Rosalba haló una ropa que estaba doblada y se le viene encima la caja de madera, pegándole en la cabeza y cayendo la caja abierta al piso viéndose en su interior el libro que buscaba.
—¡Auch! —exclamó ella por el golpe recibido, mientras volteaba a ver hacia abajo buscando lo que le había golpeado.
—Allí está —dijo—, mañana lo quemamos.
— ¿Qué vamos a quemar? —preguntó Horacio.
—Un libro —y lo guardó Rosalba, luego subió a la cama acurrucándose una vez más a las costillas de Horacio diciendo:
Mañana te daré ese libro para que lo quemes, o a lo mejor lo podes hacer ahorita mismo, el es el que está ocasionando los males en la finca, es un libro que trae maldiciones, no es nada bueno tenerlo —decía Rosalba como hablando sola, porque Horacio estaba más dormido que despierto, y él comenzó a roncar, el niño Fermín acostumbrado a tales ronquidos también dormía profundamente, al rato Rosalba también se durmió, pero a media noche se despertó exaltada cuando escuchó decir con claridad su nombre.
— ¿Qué pasa Rosal? —le preguntó Horacio que también se había despertado, pero por el sobresalto de su mujer.
Estaba pálida y muy asustada, las palabras que quería emitir no les salían de su boca, hasta que pudo hablar dijo:
— ¿La escuchaste?
— ¿A quién?
—Pues a la mujer.
—¿Qué mujer Rosal? Tuvisteis un mal sueño, también yo.
Ya un poco calmada, Rosalba respiró profundo y preguntó:
— ¿Qué estabas soñando vos Horacio?
—Algo feo, una pesadilla, mañana os digo, dormid ya.
—Si no me cuentas no voy a poder dormir tranquila.
—Bueno, soñaba que... pues, que estabais muerta.
—¿Que yo me había muerto? Pues yo también estaba soñando con una muerta, con doña Gertrudis y que me llamaba.
— ¡¿Quéee?! Tú y vuestras locuras, pero no os aflijáis Rosal, pues soñar con muertos augura casamiento en la familia, eso es lo que dicen. A lo mejor se casa vuestra hermana —dijo Horacio tratando de tranquilizar a Rosalba.
Pero ella seguía asustada y dijo:
—Es ese libro maldito.
—Y seguís con eso, ¿Pero de qué libro habláis? Pareces una loca.
—Ya te dije que...
¡Ñaaaa! Los chillidos de Fermín interrumpieron la conversación, y corre Rosalba hacia la cuna donde estaba el niño para contentarlo, pero por más que lo arrullaba, el niño no paraba de llorar, lo mecía en una vieja silla mecedora que rechinaba al compás de “arrurruuuu dormite mi niño....”
Ya amanecía y los dos padres se veían desvelados y preocupados por la criatura, Rosalba con lágrimas en sus cachetes se afligió aún más al sentir que el niño ardía en fiebre.
—Tenemos que ir donde el médico —dijo ella.
—Dadle cocimientos medicinales —dijo Horacio.
—No. Vamos al médico, o mejor andá traelo.
Se fue Horacio a decirle a un mozo que le ensillara un caballo y luego partió galopando, directo a la casa del doctor que ya tenía por referencia; el doctor Hector Campuzano que también era espiritista, curandero le decían la gente, y sin mucha demora ya estaban rumbo de vuelta a la finca.
Llegaron, desmontaron, el doctor entró corriendo al cuarto siguiendo a Horacio.
Al entrar vio a Rosalba llorando y en sus brazos sostenía al pequeño Fermín que estaba pálido e inmóvil, todo flácido, parecía no respirar.
Rápidamente el doctor tomó al niño y lo puso en la cama y con un estetoscopio que sacó de su maletín, comenzó a examinar su pecho buscando señales de vida.
En el cuarto estaban algunos criados preocupados por el bienestar de la criatura, Dulcinea había hecho un cocimiento de tizana, pero no pudo hacer que el infante tomara, entonces mandó a traer más plantas medicinales, para ponerle trapos empapados de ese cocimiento con agua tibia en la frente del pequeño enfermo.
—Háganme el favor de salir los que no son los padres de la criatura, por favor, —dijo el doctor temiendo lo peor y poniendo su oído cerca de la boca del niño e insistiendo con el estetoscopio.
El doctor se enderezó e inclinó su cabeza, suspiró y luego dirigió la mirada hacia los padres que permanecían abrazados con lágrimas que corrían a mares por sus mejillas y con esa mirada de pánico extremo les dijo:
—Ya no hay nada que podamos hacer, lo lamento tanto.
Son las palabras que unos amorosos padres nunca quisieran escuchar. Los gritos desgarradores de Rosalba se escucharon por toda la casa, su dolor era inmenso. Horacio tampoco se podía contener. Ella corrió a abrazar a su bebé, lo besaba, lo mecía con sus brazos como queriendo revivirlo, pero todo era en vano. El doctor tuvo que salir del cuarto, pues la escena espeluznante de tal tragedia no lo podía soportar más, se levantaba sus lentes al enjuagarse los ojos. Luego despejando la mente, se preguntaba qué podría haber pasado con el infortunado infante.
Minutos más tarde salió Horacio destrozado recibiendo miradas de pesar de los que estaban en la sala, los que luego acudieron al cuarto a consolar a la desesperada madre.
Horacio cayó de rodillas a llanto partido, el doctor se inclinó para levantarlo y consolarlo diciéndole que sea fuerte, que su esposa lo necesita más que nunca y que tratara de controlarse. Así lo hizo, y poniéndose de pies suspiró profundo poniendo su mano temblorosa en su frente cabizbaja, pudo decir:
—Gracias por venir tan rápido doctor, aunque la tragedia no se pudo evitar, y ved que estoy sorprendido, mi hijo no parecía que estuviese tan mal, aún no lo puedo creer, se me hace difícil aceptar, ayer yo jugaba con él.
—Más sorprendido estoy yo, créalo —dijo el doctor—, si ayer el niño estaba sano, como pudo pasarle esto ahora. Yo le aconsejaría que me permitiera hacerle unos exámenes más detallados.
— ¿Y ahora para qué? Si ya está como un angelito a la diestra de nuestro Señor.
—Pues, para averiguar qué fue lo que le pasó, si se trata de una enfermedad se podría combatir antes de que suceda otra tragedia.
—No, doctor, sería demasiado para mí y mi esposa, sólo dejadnos con vuestro dolor. No quiero retenedlo más y tampoco ser descortés; decidme cuanto os debo por vuestros servicios.
—No, no me debe nada, al fin y al cabo nada se pudo hacer. Que Dios me los bendiga, mi amigo; y resignación, ya que estamos en las manos de Dios —le decía el doctor mientras le daba de palmadas a Horacio sobre su hombro, los llantos de Rosalba retumbaban desde la habitación.
El doctor dio media vuelta para dirigirse a la salida, pero se detuvo y se volvió diciendo:
—Otra cosa, en esta casa se siente la presencia de espíritus y no son amistosos, debería hacer una limpia.
— ¿Limpia? No creo en eso. ¿Es médico o brujo?
—Brujo no. Pero bien, allá usted, sólo es una recomendación.
Y el doctor espiritista se puso su sombrerito y con su maletín se dirigió a montar su caballo.

***

capítulo seis
CELEBRACIÓN DE LA PURÍSIMA

Llegó Diciembre, mes de celebración de la “purísima” y la Navidad. En León y Chinandega la devoción hacia la Virgen María se hace evidente en esta época. Aunque faltaban unos pocos días, la gente ya tenía sus limones dulces con banderitas ensartadas, cañas, indios, alfiñiques y gofios. También Rosalba quiso hacer unas compras en el mercado de Chinandega, como queriendo despejar su mente y fortalecer su espíritu a través de la fe, comprando algunas cosas que llevaría a su madre para repartirlas en la purísima.
Vendedores de muchas cosas como ollas, frutas, carnes, y artículos de uso y para comer que se elaboran en la ciudad de Chinandega y sus alrededores, se reunían en la plaza central donde exponen su mercancía. El lugar se atiborraba de personas alegres y animadas, se encontraban amigos que se saludaban con gran alegría. Por un lado se veía una viejita con un comal lleno de semillas de cacao; más allá, una sonriente muchacha arrodillada sobre un petate con una pila de cajetas; otra vendedora tenía un estante donde colgaban chorizos, tenía también chicharrones, pepenas, moronga que vendía con tortilla o yuca cocida, “el frito” gritaba; a la par otra joven vendía ollas de barro pintadas con alegres dibujos y elegante forma: “¡Cántaros! ¡Cántaros nuevos! ¿Quién quiere comprar?”
Y más atrás, una esbelta morena con su cabello largo adornado de flores, que exhibiendo una docena de canastas repletas de deliciosas frutas maduras, entona su voz musical: “¡Tengo naranjas, papayas, jocotes, sandías, melones, zapotes! ¿Quiere comprar?”
Por todos lados se veían sombreros con diferentes diseños, hamacas, mecates de algodón, hilos de pita, sábanas, petates, y una inmensa variedad de baratijas. Por allá un talabartero presentaba trabajos rústicos de cuero, al mismo tiempo que el zapatero anuncia su producto, el herrero, sus machetes, bridas para caballos y otros artículos de hierro. No faltaban los productos que más se venden en esta época para ofrecerlos a los que celebran la purísima, muchos venidos desde Masaya, como juguetes de madera y muñecas de trapo.
Llegó cargada la carreta a El Jícaro, de tantas compras que hicieron Horacio y su esposa.
—Rosal, de nuevo iré al Realejo, recibí el telegrama notificando que ya vino lo que estaba esperando, estaré de regreso antes del anochecer —dijo Horacio y se fue con un mozo, ambos montaban los mejores caballos que habían en la finca.
Llegaron al Realejo, se hizo el papeleo correspondiente y Horacio recibió su pedido: Un bonito carruaje al estilo berlina londinense, con sus cuatros ruedas y parecido a una diligencia del lejano Oeste norteamericano, aunque descubierto a los costados. Les puso arnés a los dos caballos y ya estaba listo para conducirlo.
Su vistoso y elegante carruaje se veía transitar hacia el gran pueblo de Chinandega. Ya tenían transporte para ir a Sutiaba, justo a tiempo. Al llegar a El Jícaro aquel muy elegante transporte atrajo la atención de algunos niños que corrían a la par gritando y riéndose con los perros que ladraban y corrían juntos a ellos, ante la mirada curiosa de los peones que por un momento dejaron su faena para observar también el paso del carruaje.
Por fin llegó el siete de Diciembre, doña Mercha tenía una gran pana llena de gofios, y caña partida y le habían ayudado a hacer el altar en las afueras del humilde rancho, adornado con ramas de madroño florecidas y en el centro se veía una pequeña imagen de madera de la Virgen María listos para celebrar a la Inmaculada Concepción de María, dogma que dieron a conocer los sacerdotes franciscano a los devotos religiosos de estas tierras, dogma que dicta que María fue concebida por Santa Ana, madre de ella, sin manchas, sin pecado original.
Una Purísima más, toda la familia a se reunía al igual que en Navidad y año nuevo, sólo faltaba Rosalba, que ya estaba por llegar, le había dicho tantas veces a Horacio sobre el viaje, que ya al pobre lo tenía por enloquecer.
—¡Ya séeee! —le decía el hombre entre dientes y pelando los ojos.
—Es para que no te comprometas a nada ese día, ya que no pudimos ir antes por tus quehaceres, y por tu culpa tenemos que ir el propio día de la gritería, haber si llegamos a tiempo —le decía Rosalba reprochándole.
—Ya os dije que llegaremos más rápido en carruaje, —decía con seguridad Horacio.
Y así fue, llegaron cuando se oían sonar las campanas de las iglesias y los primeros cohetes, anunciando de esta manera que comenzaba la festividad de la Purísima o Gritería. Se acercaron los primeros cantores al altar de doña Mercha, con sus salbeques aún vacíos, estirando su mano para recibir “la gorra” que les daban.
El carruaje parqueándose frente al rancho, se veía más extraño con sus dos lámparas de kerosén colgadas a ambos lados de Filiberto, el chofer, esta vez no vino Chico.
Abrazos, risas y hasta llantos no faltaron ante la alegría por la llegada de la pareja, doña Mercha y su viejito don Medardo, la saludaban con gran entusiasmo, al igual que al español que reía mientras recibía los santitos de los pequeños y apretón de manos de los adultos, hasta hubieron quienes le dieron también algunos fuertes abrazos al español.
Ya dentro del rancho, acomodaron los paquetes y Rosalba tomó en brazos a su hija Sara y apretándola fuertemente comenzaron sus lágrimas a salir, se sentó en una pata de gallina, banco que aunque no muy cómodo, fue lo primero que encontró para acomodarse con su niña.
—Hija, sentate en esta mecedora para que estés más cómoda —le dijo doña Mercha.
Así lo hizo Rosalba aún con su niña en brazos, se acomodó mejor diciendo quejosa: “¡Hay! Estoy hecho paste.”
Y Horacio la quedó viendo con extrañeza, como tantas veces que la había escuchado decir cosas raras a su esposa que él no entendía.
Se apareció Cándida saliendo de un cuartito.
—¡Hola hermana! ¿Cómo estás? —le dijo Rosalba al verla, limpiándose las lágrimas de sus mejillas.
—Que te cuente cómo está —dijo doña Mercha poniendo la cara seria.
— ¿Qué pasa Cándida?
Ella permanecía en silencio, comiéndose las uñas con la vista hacia abajo.
—No le ves la panza que ya le viene creciendo, dentro de algunos meses la vas a ver bien pipona —continuó diciendo doña Mercha para culminar con la noticia, el viejito Medardo ni se metía en nada.
—¡¿Ah?! —se sorprendió Rosalba, al igual que Horacio.
— ¿Y cómo es eso? ¿Y quién...?
Entró Rosalba con su hermana al cuartito de donde ésta momentos antes había salido, y continuó con el interrogatorio:
—Dime Cándida, ¿quién fue?
—Chico —dijo ella con una voz muy baja.
— ¿Chico? ¿El chavalo ese de la finca? ¿El negrito?
—Sí —respondió Cándida—, nos queremos mucho, él ha venido a visitarme hasta aquí y dice que me quiere mucho, también me dijo que iba a venir con ustedes.
—Pero no vino porque no quisimos y nosotros no sabíamos nada, lo que decís es una locura. Tanto que Horacio y yo te lo advertimos, y de todos modos salístes con la torta. Pero bueno, lo hecho, hecho está, ahora debemos pensar en la criatura, porque no creo que Chico se vaya a ser responsable, ni que quisiera, pues es muy chavalo igual a vos. Hablaré con Horacio para ayudarte.
La bulla de las personas afuera a consecuencia de Purísima, se puso más intensa, unos que iban, otros que venían, cantaban y hacían alboroto en la repartición y que de seguro en la mera ciudad era peor. A las doce de la noche se escuchaban de nuevo las campanadas y la tiradera de cohetes y bombas, anunciando esta vez la culminación de la celebración religiosa.
A poner las hamacas y a sacar las viejas tijeras para tenderlas y arreglar donde las visitas iban a dormir, los mosquiteros eran útiles y no podían faltar para descansar con toda tranquilidad, las epidemias de malaria eran frecuentes y esos mosquiteros eran verdaderos salva vidas.
Al día siguiente, Rosalba sacó barios regalos y comenzó a repartirlos a algunos miembros de la familia: caites, zapatos y botas de cuero les regalaba a los hombres y a las mujeres; vestidos, pulseras panameñas y collares de carey. Así comenzó la repartidera de los regalos antes de Navidad.
—Esto es un anticipo, no crean que el propio veinticuatro no les voy a dar nada, también vendré con más regalos —decía Rosalba y todos estaban muy contentos.

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capítulo siete
AL FIN DE REGRESO

Días después regresaron a El Jícaro y al ver la desolada casa marido y mujer sintieron nostalgia del niño que no estaba, en cada rincón de la vivienda había recuerdos que entristecían los corazones de quienes conocieron a Fermín.
Rosalba sin siquiera haber desempacado, se dirigió al ropero y se fue a sacar “el libro maldito.” Murciélagos revolotearon por el lugar escapándose en las rendijas entre la solera y el techo.
—¡Eh! animaluchos —dijo Rosalba que con sus brazos había espantando a los quirópteros.
Cuando Rosalba abrió la caja, pegó un tremendo grito dejando caer el libro al suelo.
—¡¿Ahora qué pasada?! —dijo Horacio corriendo hacia el cuarto.
—¡Ah! Qué susto —dijo ella con ambas manos en su pecho, su corazón retumbaba como un tambor.
—Un montón de arañas salieron de la caja y me asustaron —dijo ella con nerviosismo—, Horacio, hazme el favor de recoger ese libro y quemarlo.
— ¿De quién es eso? —preguntó él.
—Es el libro de tu tía Gertrudis, del que te había contado, lo tenés que quemar porque está maldito.
—¡¿Cómo es eso!? Esas son tonterías —decía Horacio mientras recogía el libro y lo hojeaba—, no andes creyendo en estas cosas que te alejan de Dios.
—No. Más bien me acercan a Él —dijo Rosalba como filosofando.
—Bien, si es esto lo que os ha estado angustiando tanto, más de lo que ya estáis, pues lo quemo y se acabó.
Horacio salió de la casa con el libro maldito en sus manos con intención de quemarlo, pero en vez de eso comenzó a leer. Puso la lámpara de querosín sobre un poste del corral e iluminando las páginas comenzó a leerlas, queriendo enterarse de lo qué se trataba ese misterioso y feo libro:

«Abril 16. Esa noche no pude resistirme a salir a espantar, no había luna y todo era oscuro muy apropiada para no ser atrapada por algún caza brujas que pudiera andar por aquí. Tengo en la mira a Lencho Peña, a ese hay que quitarle lo mujeriego y borracho, gusto que me voy a dar tarde o temprano. Tengo todo listo en la vieja choza del bosque, allí está mi gran guacal e hiervas que echo al fuego para los conjuros a mi señor. Salí transformada sintiéndome libre y con mucha energía, fui en busca de Lencho a la cantina donde él frecuenta, andaba de suerte, lo vi saliendo, caminaba cruzando los pies como todo un borracho que era, dirigiéndose a su caballo, sosteniendo la albarda con ambas manos y buscando el estribo. Me le acerqué sin hacer ruido, pero el panzón volteó a ver y de puro reflejo se apartó rápidamente de mí y me tiró granos de mostaza que siempre caminaba en sus bolsillos y tuve que empezar a recogerlos, corrió y de un salto se montó a su bestia y salió a todo galope como quien se lo llevaba el diablo. Al desgraciado no lo pude dejar jugado, será para en otra, -me dije entre dientes, estos dientes de cascara de plátanos- por lo menos me di el gustazo de ver como se puso pálido y chirizo, que susto le di, llegará la noche en que me lo volveré a encontrar y le regresaré sus granos».

—Y para qué habrán escrito esta tontera —pensaba Horacio, serrando el libro. Ya la curiosidad se había apoderado de él, abrió de nuevo el manuscrito comenzando a leer otra parte:

«Octubre 31. Unas amigas de Masaya me vinieron a visitar, estuvimos guarecidas en mi escondrijo y nos contamos todo lo que sabíamos de personas aparentemente muy santas, secretos que se guardaban como si fueran mansas palomas los muy distinguidos señores y señoras, como el caso de Comendador Sacarías que una vez lo atrapé cuando éste venía de visitar a su querida; la Juanita, a este Sacarías muchos lo confundían con el fantasma del coronel Arrechavala por trasnochador, su forma de vestir y por su elegante caballo. Esa vez esperé que saliera de la casa de la Juanita y antes que llegara hasta su corcel le salí al paso, cuando me vio tremendo brinco pegó, lo agarré y quedó todo dundo por barios días, se lo merecía el cochino ese.
«Mis amigas y yo queríamos salir esa noche a divertirnos convertidas todas, pero el momento no era apropiado, muchos de nuestros enemigos andaban cazando brujas y podíamos caer en sus redes».

—¡Ah!, Estos cuentos. —dijo Horacio con mucha ironía, pero no dejaba de leer y así continuó con la lectura:

«Diciembre 31. No fue buen fin de año, comencé año nuevo con el pies izquierdo, alguien me descubrió, conoce mi secreto y la choza escondida, creo que fue Lencho que llegó con agua bendita y me fregó la vida, bendijo toda la choza con mis pertenencias y no pude entrar, anduve de un lado para otro transformada por casi toda la noche, con el riesgo de que amaneciera, pero el muy tonto parece que no llevó suficiente agua, porque tras barios intentos para entrar, al fin pude hacerlo. Allí estaba el gran guacal que contenía mi piel, tenía algunas gotas de esa agua pero la pude quitar con algunas ramas de albahaca y pude recuperar mi forma humana, evitando así que los pobladores me lincharan bajo al amanecer y regresé sin más percances a mi casa, pero desde entonces aunque cambié de guarida ya no era lo mismo, muchas veces tuve dificultad para la transformación, y es que ya estaba medio bendecida por culpa de este Lencho?».

—¡Ba...! —dijo Horacio y volvió a serrar el libro y se lo llevó de nuevo a la casa, no tomando importancia a los deseos de Rosalba, pensaba que esos cuentos no le harían daño a nadie. se sentó en la cama y puso el libro en el suelo, lo quedó viendo, lo alzó nuevamente, lo puso entre sus piernas, sentado allí mismo y mientras Rosalba yacía dormía, le volvió a dar otra lectura:

«Era otra noche oscura, no habían sombras que los árboles pudieran reflejar, solo se miraban algunas pocas quiebraplatas parpadear esporádicamente. Había ruido, mucho ruido, ruido de las ramas de los árboles meciéndose por las repentinas ráfagas de viento, ruidos orquestales de ranas en un estanque, chirridos, grillos, extraños sonidos quizás de insectos ocultos entre la maleza cobijados por la niebla y por la oscuridad, ruidos de mis pasos cuando mis pies descalzos pisaban hojas y ramas secas y otras cosas que no podía ver aunque tuviera estos ojos habilidosos, estos ojos sobrenaturales, estos ojos grandes de cegua. Pero esa noche era otra noche apropiada para mis andanzas, pues rápido podía escabullirme y desaparecer de la vista de las personas evitando vapuleadas que algunos hombres podrían propinarme con gusto, hombres que saben defenderse de cualquier fantasma o espíritus burlones, de chanchas encaitadas, de cadejos, de monas, duendes, en fin, de cualquier espanto que les pudiera salir a su paso.

Salí del escaso follaje siguiendo con la vista una tenue lumbre que a los lejos divisé, ya cerca vi un pequeño ranchito que entre sus paredes de caña se veía encendido un fogón y ajetreada una joven mujer que con una cuchara removía lo que en el perol cocinaba. Los perros comenzaron a aullar, uno, de color blanco, comenzó a ladrar en dirección mía, esta casa está resguardada por el cadejo, lo reconocí al instante, tuve que dar la media vuelta y entrar de nuevo a la zona boscosa a buscar otro objetivo, ¿pero cuál?, ¿dónde ir?, me preguntaba. Aunque siempre había evitado ir al pueblo, esa noche me arriesgué, después de dos horas caminando llegué a la primera casucha, adentro se veía titilar luces tenues de algún candil o fogón encendido, y como siempre había perros que me fastidiaban, solo los escuché dar unos cuantos aullidos y pasé de largo, pues mi objetivo principal era algún mal hombre, mujeriego, borracho y trasnochador que vaya solo, alborotar a todo el pueblo era una acción nada sabía, pero eso fue precisamente lo que sucedió y no sé ni cómo. Escuché unas voces gritar “ahí va la cegua” y luego vi una multitud de pobladores dirigiéndose hacia mí armados de palos, llevaban con sigo unas cuantas antorchas. El espanto espantado, la ironía de mi destino, y ahora a correr. Corría dejando pedazos de mí por los senderos y alambrados donde pasaba casi volando, no sé en cuanto tiempo hice el maratón desde el poblado hasta mi guarida, pero lo que sí estoy segura es que solo el colazo me vieron mis perseguidores y al instante me les perdí. Llegué sin mi hermosa cabellera de cabuya y sin algunas capas de cepa, pero por lo demás, bien.
Ya amanecía, recordando lo sucedido soltaba tremendas carcajadas silenciando los demás ruidos del pequeño bosque maldito. Hice mi conjuro revertido y de nuevo humana, una señora como cualquier otra, los mirlos anunciaban que el bosquecillo ya no pertenecía a las tinieblas mientras el astro rey domine el paisaje».
—Baya, por lo menos esta parte es medio poética —pensó el intrigado lector, cerrando una vez más el libro y finalizando con su espeluznante lectura.
Otra vez puso el escrito esta vez bajo la cama, apagó la luz de la lámpara y se echó a dormir junto a Rosalba que había caído como una piedra.
Más noche, Horacio se despertó a consecuencia de la misma pesadilla que había tenido días antes, la de su esposa muerta, al rato escuchó unas risas de mujer en el corredor. Él se levantó al escuchar que desde afuera lo llamaban, en eso Rosalba, aún dormida, comenzó a quejarse, Horacio fue donde ella, ve que estaba sudando y ardía en fiebre, pero la mayor impresión fue verla pálida con apariencia mortuoria, le invadió una sensación de terror. Salió a buscar a los mozos, estaba muy asustado, pues imágenes de la pesadilla estaban fija en su mente, pensó que la tragedia del niño se repetiría esta vez con su esposa y que su pasadía era una premonición.
Primero fue a buscar a Dulcinea que dormía en un pequeño cuartito cerca de la casa, le dijo que cuidara a Rosal, mientras él iba por el doctor. Al final mandó a un mozo a traerlo, pues no quería separarse de su esposa temiendo lo peor al verla en ese estado agonizante.
Aún fuera de la casa lleno de angustia alzó la mirada al cielo y contemplando las estrellas sintió la mirada de Dios, entonces hizo un ruego al creador:
—Señor ya os llevasteis a mi hijo, os suplico no la llevéis a ella, no sé qué haría sin mi indita querida, ella es mi vida, es mi todo, si os he ofendido; no me castiguéis así ¿a caso me trajisteis hasta aquí para sufrir de esa manera? Os suplico: no te la llevéis. Guardad a mi hijito en tus brazos, a ella aun no, escuchadme Señor.
Y cayó una vez más de rodillas, sus manos empuñaban la tierra humedecida por sus lágrimas, sus llanto quejoso alarmaron a Dulcinea quien lo veía desde cierta distancia, ella también lloraba a cantaros.
Regresó al cuarto junto a su amada y escuchó que balbuceaba algunas palabras, acercó el oído a su boca: “¿Quemaste el libro?” —la escuchó peguntar débilmente.
Rápidamente tomó los fósforo, y fue a sacar de debajo de la cama el mentado libro maldito, salió de la casa y comenzó a quemarlo, las hojas se desintegraron y la carátula se chicharroneó dejando un olor desagradable a cuero quemado, mientras tanto a lo lejos se escuchaban extraños lamentos, los perros aullaban, sopló un viento fuerte e hizo un torbellino llevándose consigo las cenizas y los trozos del libro carbonizado, los lamentos cesaron y hubo un silencio sepulcral. En eso se escuchó un galopar y entre la penumbra se veía venir a dos jinetes con sus caballos relinchando, era el mozo con el doctor curandero.
—Pasad doctor, lo estábamos esperando; es Rosal, está muy mal —le dijo Horacio, los dos entraron de prisa a la casa.
En el cuarto estaba Dulcinea con la mujer enferma, en una de las esquinas de la habitación se miraba un pequeño altar sobre una mesita con una veladora encendida y una imagen del corazón de Jesús. El doctor examinó con mucho cuidado a su paciente, esta vez los resultados de su diagnóstico fueron diferentes.
—A su señora la encuentro en muy buenas condiciones, ni calenturas tiene —dijo el doctor sonriente.
Esta vez el doctor Campuzano si cobró, lucía muy contento sin tragedia que lamentar, se despidió no sin antes recordándole a Horacio lo de la limpia.
Adentro en el cuarto a Rosalba se le veía con muy buena salud, su linda sonrisa volvió a su rostro que ya no lucía pálido, el Sol que se asomaba entre el horizonte dirigió un rayo de luz a su ventana iluminando el cuarto apartando la tiniebla y vislumbrando un bello renacer.
Más tarde, Horacio que ya no era ajeno a las creencias de su esposa, llamó al cura para que bendijera toda la casa y a sus ocupantes, así lo hizo y hasta se celebró un ritual religioso en el lugar.
—Las cicatrices sanan, aunque sean del alma que son las más difíciles. Las personas que fortalecen su fe y buscan el camino que llega hacia Dios, podrán continuar sus vidas de una mejor manera —decía el cura en su sermón.
La finca El Jícaro se recuperó en poco tiempo. Ya sus tierras lucían fértiles como antes y el ganado, aunque se murieron muchas reces, creció en cantidad y calidad.
Una buena vida tuvo la pareja por el resto de sus días, Cándida llegó a pasar una temporada con ellos hasta que nació su hijo. Y como era de esperarse, el papá adolescente; el tal Chico, se desapareció y nunca más supieron de él, mientras tanto la joven madre, Cándida, aprendió a leer y a escribir y a los años se casó con un buen hombre, un nieto de don Omar, cuya familia ya era conocida por ser exitosos cafetaleros. Las dos parejas de matrimonio tuvieron muchos hijos, marimba de chavalos habían, pero con la suerte de tener padres capaces y muy responsables.
Al transcurrir el tiempo, lo sucedido en El Jícaro se convirtió en leyenda. Algunos aseguraban que era el espíritu de doña Gertrudis el que llegaba por las noches a la casa de la pareja buscando sus manuscritos y con su presencia maligna, trajo consigo desgracia a la familia. Otros decían que la verdadera culpable era Dulcinea que también la acusaban de practicar ritos extraños y que pretendía el amor de Horacio. Muchas cosas de decían, algunas pudieran ser ciertas, otras solo eran habladurías de la gente. Al fin y al cabo, nadie sabe con certeza el motivo de tanta desgracia en El Jícaro solo que coincidieron con la lectura del diario de una cegua, nadie quiso seguir indagando porque esas cosas ocultas es mejor dejarlas así. Tenga cuidado apreciado lector, una vez que haya leído, aunque sean fragmentos del diario, le sucederán cosa malas y extrañas. Rece, rece mucho para librarse de la maldición de la cegua.

FIN

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Email: valdezmauricio95@yahoo.com
www.cuentosnicaragua.blogspot.com

Texto agregado el 30-07-2014, y leído por 134 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
31-07-2014 Debo confesar que al iniciar la lectura no me pareció cautivante, bien que no me fui con la primera impresión, porque fue cuestión de seguir leyendo y sumergirme en la historia. Me gusta como línea a línea vas dejando en la mente del lector una grabación de imágenes en tono gris, como una cinta antigua. Y compartes de manera nada egoísta el conocimiento de otro país y la forma de vida de otras personas. Una cultura con la que al menos, yo, me logré identificar gracias a los detalles que narras. m14
30-07-2014 esplendido, la maldicion de la cegua, me gusto mucho, saludos harlen
 
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