Con esos ojos bien azules como un mar de misterios, o si no de preguntas, exiguos cabellos amarillosos y enmarañados, y la cómplice risotada del que oye las graciosas voces de innumerables duendes clonazepamicos: “la loca del hospital”, según todos la conocíamos, deambulaba a paso lento y meticuloso como si tuviese algún sitio más lejano donde ir. Hizo un alto en la garita del colectivo porque entre tantas, encontró en la Providencia el amparo a tiempo de cada día: la anhelada colilla que albergaba todavía un poco de tabaco húmedo; y entonces pidió fuego hasta que alguien le hizo caso. Yo vi cómo, después de dos o tres suficientes pitadas, envolvió el puchito con la lengua y se lo tragó. Se me revolvió el estómago y busque en la cartera un cigarrillo de los míos.
-Doñita…- le dije agitando el tesoro y de un manotazo se lo guardo en un bolsillo, después me quiso agarrar el codo.
-¿No tene un porro mejor vos?
-Yo no fumo eso. Es veneno…- le dije y refunfuñó.
-Yo sé bien lo que envenena.- evocó a Larralde y amagó a irse para volver con más delicadeza – ¿Vos cómo te llamas vos nena?
-Mirta…- no sé porque le mentí, y se rió para adentro como si se hubiese dado cuenta. Mi cara se incendió.
-A vos te han hecho un daño, Mirta. Alguien no te quiere ver bien a vos- me agarró la mano y sentí las tétricas yemas de sus dedos descubriendo el jeroglífico de mi palma. Se la saque enseguida.-Te queda un minuto de vida-
-Raja de acá, vieja loca…- le grité y se despatarró de risa dándome la razón; justo a tiempo frenó el colectivo. Me subí corriendo casi sin pagar y me senté en el último asiento. Entonces la vi, su mirada fue lucida por un momento y explotó en la mía.
-Vos Eras la Mirta…- escuché clarito entre carcajadas que se hacían cada vez más potentes, poseyéndome, hasta ocupar todo mi efímero ser y el colectivo entero transformándose en un etéreo fantasma se perdió, como en un remolino de polvo y aliento, en esa mirada de ojos bien azules como un mar de misterios.