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Según le recordó la fecha del despertador que hasta hacía unos minutos no paraba de sonar: hoy se cumplía un año desde que, otra vez, la Tierra hubo recuperado la paz. Era sábado, pero ya no trabajaba los sábados, y mejor se quedó esperando a que la invasora luz del sol le diera de lleno en la cara.
Los nuevos días parecían pasar más lentos que antes. Sorbió una taza de café tibio apoyado en el balcón de su nueva casa y admiró los vestigios de la vieja plaza San Martin, que tiempo atrás perdiera la estatua del prócer en una explosión de granada. Poca gente caminando por las inmediaciones. Los sábados se habían vuelto más tranquilos que antes.
Cuando comenzaba la reconstrucción de la capital pampeana todos los sobrevivientes ocuparon las casas del centro. Fueron tantas las pérdidas, que Santa Rosa terminó reducida a no más de veinte cuadras de población; y Víctor Serafini, quien supo convertirse en héroe local, tuvo la oportunidad de escoger su nuevo domicilio en uno de los pocos inmuebles que quedaron en pie. Así fue como la siguiente dirección postal a su nombre sería en el segundo piso del edificio vecino a la Universidad.
Le gustaba la vista desde el departamento medio inclinado hacia adelante. En su interior, el orden natural de quien no tiene mucho y no desea más. Sin fotos a la vista y decorando una sola pared colgaba un viejo rifle con mira telescópica. En la puerta de la heladera vacía una nota recordatorio: “comprar más café” y un calendario con los casilleros tachados hasta el presente. La tele que nunca dormía quedó sintonizada en un canal western de películas en blanco y negro, y sobre la mesa el traje rugoso de su reciente ocupación como seguridad en Casa de Gobierno.
Muchas cosas eran distintas en los nuevos días pero, al igual que todos, buscaba enfocarse en otra realidad. Solo que mientras la mayoría miraban al futuro, ocupados en la restauración de la ciudad, él prefería sumergirse en su pasado; su pasado lleno de Claudia.
La misma Claudia que le dijera “esto también pasará” cuando ocurrió aquel maldito accidente, cazando en el campo, donde perdería el uso de sus genitales; mucho antes que la raza humana tuviese que enfrentarse al virus que convirtió a la gente en bestias rabiosas. “Esto también pasará” le había dicho, aun sabiendo que su amor se limitaría al dolor de no poder complacerle totalmente. “Hacer el amor es más que el sexo. Es cada día, en una caricia, una palabra. Hacer el amor es hacer sentir a la otra persona amada” continuó animándolo, y aunque sabía que el amor de Claudia era verdadero jamás pudo sentirse de nuevo bien.
Pero el recuerdo de su voz en aquella frase -“esto también pasará”- fue la brasa encendida que mantuvo la esperanza de sobrevivir en su hora más crítica, junto a un puñado de personas guarecidas en el sótano de una farmacia. Luego se uniría a un precario grupo de rescate hasta que llegó la ayuda militar.
Afortunadamente Claudia no tuvo que vivir aquella locura. Falleció siete meses antes por culpa de un cáncer que mientras la vencía, a Víctor le enseñó a luchar contra sí mismo. Al final se quedó solo y, trágicamente, fueron los sucesos futuros quienes le recordaron que todavía estaba vivo.
Igual ya nada de eso importaba. En su mente, en el sitio que inventó para reencontrarse con el recuerdo de Claudia, el tiempo dejó de correr. Accidentes, enfermedades, guerras y muerte no eran cosa de ese mundo y los buenos momentos vividos a su lado ahora no encerraban principio ni fin. Vino a ser un océano sin orillas donde naufragar se transformaba en el único consuelo dentro de los nuevos días. Quizá por eso todo parecía transcurrir más lentamente en la extraña cotidianeidad reinante y sin despegarse del balcón quiso dejar irse la tarde.
Ahí mismo, pasado el mediodía, avistó la efigie que formaba una mujer en silla de ruedas guiada por otra de menos edad.
La lisiada había perdido sus dos extremidades desde las rodillas pero fue la joven quien llamó su atención. El nombre Melisa instantáneamente cruzó su pensamiento cuando el rostro fue más claro. La rubia pecosa que no desistía de intentar comunicarse por celular con su novio y repetía la palabra “carajo” como si no supiera un insulto mejor.
La última vez que la vio tenía la ropa empapada de sangre y abrazaba fuerte a la niña parricida descubierta en la vieja estación de trenes. Melisa era valiente o debió serlo dadas las circunstancias. Antes se quedó cuidando a esa nena mientras Víctor y los otros tomaban posesión de la farmacia que los albergaría casi dos meses. Melisa, dadas las circunstancias, era su única amiga y aquella última vez que se vieron le prometió que al encontrar a su madre volvería a visitarlo, y tal vez le contaría sobre la batalla en la plaza San Martin que comenzó con el estallido del monumento.
Apresurándose por la emoción derramó el poco contenido de la taza y llegó hasta ellas antes que cruzaran la calle. Se detuvo un instante y en silencio observó a Melisa, notando que era más joven de lo que recordaba. Entonces la abrazó como a una hermana, como a una hija.
-Te presento a mi mamá… Claudia.- dijo con una sonrisa satisfecha; y frente al recuerdo de ese nombre maravilloso para Víctor, el hombre buscó la mirada de la mujer. Se saludaron cortésmente y las invitó un café, mientras se fue pensando que quizás “algo había pasado” y no sería solo su imaginación aquel océano codiciablemente profundo que advirtió en los ojos de otra Claudia.

Texto agregado el 08-08-2014, y leído por 102 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-08-2014 bien narrada 5* pichiciego
08-08-2014 que interesante tu historia****** yosoyasi2
 
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