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CAPÍTULO X DEL CUENTO ENTRE LA PIEDRA Y EL ARCOIRIS.


X-MIEDO

La tarde avanza y ellos en silencio también.
Cabizbajos, con la tierra viéndoles el rostro, van tratando de desenredar la madeja de circunstancias fortuitas que confluyeron en el espacio y momento precisos para que el universo trocara sus leyes. Cada quien se cuestiona y se responde, hablan para sí, buscan respuestas en el resquicio de cordura que permanece con ellos y no hayan nada; ansían por lo menos una respuesta, cualquiera. Ahora aceptarían hasta esa que raya en la insensatez.
No cabe duda que el ánimo se arrastra. Los niños que salieron sonrientes de sus casas, con la felicidad desbordando sus pechos, se quedaron al llegar al puente. Los que cruzaron son tres fantasmas de espíritu indolente.
La vitalidad de Jorge, su agilidad, su imprudente algarabía, las dejó enterradas en aquel orificio que antes fuera ocupado por el objeto origen de su desasosiego.
El orden, la prudencia, la paciencia y el raciocinio de Darío quedó olvidado en el camino, la distancia se hizo nudo con el tiempo y se perdió.
La boca de José que sólo risas y canturreos conocía, únicamente mueca amarga refleja; tal parece que las aves canoras terminaron ahogadas en la mancha roja que engulló arcoiris y que, glotona, terminó masticando sus sentidos.

Los pies mandándose solos siguen un camino que no conocen pero fingen saber, lo demás del cuerpo, indiferente, va arrastrado en una marcha de miembros sueltos.
Sin darse cuenta, el cielo se pintó de naranja y naranja es ahora todo, y en ese mundo anaranjado la totalidad parece calma. No sienten la calma porque los sentidos huyeron desde antes. Sólo intuyen, creen, suponen. Ya nada es seguro, cualquier cosa es o no, según desde donde y desde quien lo vea.
Mientras los pájaros mudos revolotean dentro de sus cabezas, el sol adormilado cae y una oscuridad apresurada en el oriente empuja un cúmulo de nubes grises, casi negras, que a mordiscos van comiéndose la luz que queda en el horizonte opuesto.
José marcha detrás de Jorge con el cuerpo encorvado resistiendo el peso de la cabeza que como badajo se mece en concordancia cinética con la mirada, pues sus ojos van pendientes de lo que hay a un lado y otro del camino en búsqueda de algo que sólo él sabe, o que tal vez ni lo sepa y el movimiento sea nada más intento por desentumir el cuello.
Hace rato que la mochila se arrastra como apéndice de su mano derecha.
Darío, al final de la marcha, no se da cuenta que se rezaga. Sus ojos ven el polvo, las piedras, las hojas perdidas de los árboles impulsadas por un soplo que no siente; un pelotón de hormigas se cruza intentando detener su paso y el pie de Darío las aplasta sin remordimiento, porque el pie es parte de un cuerpo que todo aquello ve, pero no lo observa como siempre. Lo que está en su cabeza son las preguntas amontonadas que insiste en organizar para después someter al propio cerebro a profuso interrogatorio hasta conseguir algunas respuestas; se empeña en hallar respuestas lógicas, lo ha hecho desde el principio, porque es de esperar que la lógica venga acompañada de la razón, pero quizás el tiempo no le alcance.
En tanto, Jorge da pasos con la monotonía que tiene el reloj al marcar cada segundo. Se encuentra muy por delante de José y ha doblado en un recodo. Sintiendo que se alejó demasiado de sus amigos se detiene para esperarlos. Reposa su vieja compañera a un lado de sus pies, la siente cada vez más gorda y pesada, puede ser resultado de la carga que lleva ella o por el miedo que jala él. Suelta las correas y seca el sudor de la frente con la camisa sucia y salpicada de lo que siempre ha creído es sangre. Mira el trecho de camino que acaba de dejar atrás esperando ver dos cuerpos cansados acercándose y sólo escucha pasos. A ellos no los ve. Dirige la vista hacia el cielo por pura tentación de encontrar un descanso a los ojos pero se topa con un abigarrado montón de nubes, esas que querían ser negras, pues ya lo eran y están a un palmo de tenerlo debajo.
Ocasionalmente, algunas de aquellas nubes alcanzan a tapar los rayos de un sol que va despidiéndose pero no termina por irse, son los momentos que aprovecha el viento para lanzar ráfagas repentinas que arrojan polvo y hojas a las caras y que en remolinillos de múltiples brazos se dispersan por el camino hasta volver a ser impasibles.
Cada pequeño suceso aparece como producto de un maleficio que va llenando la atmósfera de augurios funestos.
Jorge se dirige hasta el tronco de un árbol corpulento que echó raíces a un lado del camino, el follaje ralo de poco serviría si el sol aún estuviera en el cenit. Sus ojos reparan entonces en la mochila que quedó en medio de la vereda polvosa y sintió tristeza por su soledad, soledad suya, quizás también de la mochila, y no supo por qué.
A punto de llamar con un grito a sus compañeros para que apuraran el paso, la memoria vuelve a jugar con su cordura. El rostro de antes, el que apareció en el puente como creación de un delirio, está ahí, plasmado en la corteza agrietada del tronco de este árbol que gime y le reclama algo en un idioma que no comprende, asustado hace entonces el intento de alejarse, pero el ser del árbol, o acaso el árbol con la apariencia del rostro de aquel ser, lo pesca de la camisa a la altura del hombro, Jorge alcanza a zafarse y grita, en uno de esos gritos que abren el estómago en dos a quien los oye y deja la garganta en hilachos a quien lo emite. Darío lo escucha y se detiene en el acto como si sus nervios fueran riendas tiradas de improviso. En ese momento cae en la cuenta que el cielo se ha pintado de rojo y la sangre que era propia del río ahora la tiene también el cielo. Suelta por instinto la mochila que se ha vuelto lastre y por un segundo queda sin reaccionar viendo el techo entintado que cae sobre él, sobre todos, sobre todo lo que allí hay. Luego otro grito, este más cercano, tan cercano que sus oídos zumban y la garganta siente deshilacharse… El grito es suyo.
José envuelto en gritos que vienen del norte y del sur no ve lo que tal vez debiera, ni el árbol con las entrañas trastocadas por un ente manipulador, ni el cielo vomitando sangre sobre la tierra, pero eso sí, su cuerpo lo siente. Cada uno de sus pelos se eriza. Y la piel. Y el estómago asumiendo su papel se retuerce y revuelca, se parte en cuatro por los gritos de ambas latitudes. La garganta se le hace bolas, y es así porque éstas han trepado hasta allí.
Ahora sí, la fuerza interna que anima a hacer locuras cuando uno no lo piensa, moviliza al instante los tres pares de piernas habilitando la huida. Corren tratando de salvar sus pertenencias de mochilas y cuerpos, en un alboroto que los pájaros acompañan con estridentes chillidos como gritos de niños.

La única mochila rescatada fue la de José, nunca la soltó, estuvo pegada a su mano como si fuera un dedo más, comparación bastante desatinada, pero por alguna razón imprecisa José así la sentía. Darío quiso asir la suya pero no le alcanzó el esfuerzo y seguro pudo más el miedo que el amor al libro de hojas muertas; la prudencia todavía de su lado fue piadosa consejera.
Jorge que sí tuvo la oportunidad de tomar por las correas su preciado amuleto, sintió un horrible sentimiento de abandono, como si el padre abandonara al hijo, o viceversa, cuando en lo brusco de la acción, se arrancaron las hebras que la sostenían cayendo tras él con un golpe seco, igual al bulto que carga piedras. Eso era después de todo. Pero lo que Jorge dejaba eran sueños con el peso de la esperanza, los que fueron levantados en el camino y que se habían convertido en la cuerda que lo unía a su padre.

Texto agregado el 11-08-2014, y leído por 133 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
27-08-2014 Llevas y llevan un camino a lo deconocido, que alimentas con letras a cada paso. No puedo dejar de ir con ellos, aún contra mi voluntad. Cinco aullidos secuenciales yar
11-08-2014 Leído, pero haré el comentario en el capítulo final de la obra. Un abrazo. SOFIAMA
 
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