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Pasadas las siete de la tarde, ya entraba la noche en el frío valle de Kalabrastra. La carretera era una línea negra delante de los faros de mi auto. Más allá, se perdía como una larga cinta en la espesa niebla que había cubierto el horizonte de tonos violáceos y rojizos bajo la caída del sol. Estaba cansado, había hecho más de doscientos kilómetros a puro desierto desde Cantaguré, donde había asistido a una conferencia sobre Defensa del Medio Ambiente. La charla, por supuesto bien elaborada, fue muy interesante. Pero sentí realmente una fuerte impresión al ver a aquellas personas que ya habían comenzado a sufrir las consecuencias de la ignorancia, y en cuyos cuerpos y rostros se hacían visibles el deterioro y la descomposición. La mayoría ocultaba estos signos bajo sus ropas, pañuelos o vendajes. Los otros, los que recién comenzaban a sufrirlo mostraban las aún pequeñas, pero desagradables marcas de lo que seguiría luego acrecentándose con el correr de los días. Luego de varias horas de haberme retirado de allí, aún rondaban en mi cabeza las negligencias que habíamos cometido durante años y años, que de forma asidua se exponían allí como para que tomáramos conciencia del daño hecho. Daño del que éramos culpables y por el cual hoy era demasiado tarde pensar que podríamos detener este avance desmedido de destrucción hacia la raza humana y a todo ser viviente que habita en nuestro planeta. Lo vergonzoso fue darnos cuenta que la mayoría, aún sabiendo que nos dirigíamos con ello al exterminio, hicieron caso omiso de toda advertencia. Fábricas pululando en el aire sus contaminaciones sin el más mínimo resguardo, automotores de consumo naftero y gasolero con escapes liberando monóxido de carbono libremente al aire. Basurales y mineras a cielo abierto expandiendo también partículas de plomo, gases tóxicos y olores desagradables. Hasta las simples pilas de nuestros aparatos hogareños como teléfonos inalámbricos, Wolkies Tokys, juguetes, radios, grabadores, cámaras de fotos, más un sinfín de cosas que terminábamos tirando simplemente a la basura, cuando no las arrojamos al agua de algún río o arroyo, o las enterramos en nuestros propios jardines junto a los desperdicios, que erradamente nos habían enseñado “engordaban” la tierra para nuestras plantas y que, sin embargo, son un veneno pues siguen su contaminación por más de doscientos años hasta eliminarse. La lista es tan larga que de seguir detallando la cantidad de cosas que fomentaron día a día esta masiva destrucción, este envenenamiento, terminaría sin dormir por varios días.

Luego de aquella reunión que nos hizo a varios tomar conciencia del desastre que se nos venía encima, estaba exhausto. Por esto y sumando el cansancio acumulado durante el viaje, comenzaba a sentir en mis ojos un ardor insoportable. Había llegado la hora de detener mi marcha y descansar. Sabía que luego de esta sensación de ardor, seguiría la pesadez en los párpados y el sueño, por lo que iría perdiendo el control de mis actos, poniendo en riesgo, no sólo mi vida, sino también la del desafortunado viajante que se deslizara por este mismo camino.

Miré hacia ambos lados de la ruta, la noche se extendía hasta el límite que enmarcaba la luz de mis faros. Detuve el coche y tomé la linterna de largo alcance que llevo conmigo en estos viajes donde el campo ó el desierto pasan a ser compañeros por horas interminables de marcha. Enfoqué la luz hacia todas direcciones, parecía no haber más que campo y campo, solo algunas sombras muy lejanas se proyectaban sobre el oscuro cielo y daban la impresión de ser elevados cerros, aunque bien sabía yo que eran el espectro triste de arboledas secas. Me metí en el auto otra vez. Bebí el resto del agua que me quedaba en la botella y a punto de arrojarla, recordé la charla y tomé conciencia del error que estaba por cometer. Guardé la botella vacía en la parte trasera, para tirarla luego cuando hallase por el camino algún cesto, aunque esto ya no cambiaba nada, y me puse en marcha nuevamente, pues el fresco de la noche y el agua habían logrado por el momento despabilarme. Seguí adelante con la esperanza de hallar pronto un lugar donde pudiera pasar la noche y evitar el riesgo de accidentes innecesarios.

La noche llegaba a su punto máximo, la temperatura había descendido notoriamente y la calefacción de mi auto no funcionaba. No la había reparado por no perder tiempo. Deseaba llegar a casa lo más pronto posible. Otro de mis errores que ahora lamentaba. Mis pies y rodillas estaban helados. Estiré la mano y tomé del asiento trasero un suéter que llevaba y lo puse sobre ellos, metiendo las mangas bajo mis muslos para evitar se enredasen a los pedales. Así continué largo rato hasta que por fin, a un lado de la ruta pude divisar gracias a mi linterna, un largo sendero que daba a una construcción bastante lejana y perdida en medio del campo. Frené y enfilé el auto derecho a los portones de altas y gruesas rejas, para ver mejor dónde me hallaba. Comprobé que estaban cerrados por un gran candado. Dudé un minuto, luego bajé del auto y trepé por ellos hasta caer dentro de la propiedad de la que podía ver que a lo lejos se hallaban algunas luces encendidas. Caminé en dirección a ellas. No sin miedo. La oscuridad era a mi alrededor total. El pasto bastante alto dificultaba mis pasos. Debo de haber andado al menos un kilómetro.
De pronto, me encontré frente a una gran construcción, que por su estilo parecía un viejo monasterio. Dos inmensos portones de madera cerraban la entrada. Bajo la luz mortecina golpeé a la puerta. Sabía que era muy tarde. Las tres de la mañana, no era hora para andar molestando, pero no encontraba otra salida y el sueño nuevamente estaba a punto de vencerme. Ya no podía conducir más. Al cabo de un largo rato y bajo repetidas insistencias de mi parte, una de las mirillas de los portones se descorrió y pude ver entre el enrejado de hierro, el rostro delgado de una mujer. Al explicar lo que me estaba sucediendo, la mujer, que luego comprobé era muy anciana, abrió el portón dándome paso. Al entrar, tuve una horrible sensación. La anciana, cuyos cabellos se hallaban bastante desordenados, clavó sus ojos, diría desorbitados, en mí y con una extraña sonrisa me invitó a pasar a la gran sala. Allí me señaló una butaca de madera y cuero e hizo un ademán para que me sentase. Luego, dejándome ahí, sin decir ni una sola palabra se perdió en un oscuro corredor para volver al cabo de casi media hora con una bandeja provista de un gran tazón de aromático caldo caliente, un trozo de pan y un buen vaso de vino. Yo no podía dar crédito a lo que veía, parecía ser el intérprete de una de esas viejas películas de suspenso de Hitchcock. No me faltaba, creo, ningún ingrediente. Hasta la noche se había puesto de acuerdo en ello, pues a través del gran ventanal, observé algunos nubarrones ennegrecidos que arrastrados por un fuerte viento, comenzaban a tapar la luna. Sólo me faltaba, pensándolo bien, el grito de una lechuza, de un búho ó el maullido espeluznante de un gato negro y estaría dispuesto a salir de allí lo más rápido que dieran mis piernas. Pero por suerte nada de eso ocurrió. Aunque observé, debo ser sincero, con algo de desconfianza el caldo que se hallaba dentro del tazón, pero luego su exquisito aroma me sedujo y lo devoré completamente bajo la mirada insistente de la anciana, que terminó dándome un par de palmaditas en la espalda como señal de aprobación. Tras las palmaditas, me tomó del hombro e hizo que la mirase, entonces comprendí que era muda. No sé por qué, esto, sumado a su apariencia produjo en mí una extraña sensación de inquietud, que no me atrevería a decir que era miedo, pero que producía en mí cierta turbación. Por lo tanto, me levanté de la butaca inmediatamente con la idea de seguir mi camino, pero muy lejos se hallaba en la anciana ese pensamiento. Se paró frente a mí y con pequeños empujones me obligó a ir hacia la escalera que bajaba a un lado de la sala, mientras me señalaba el ventanal para que tomara conciencia de la fuerte tormenta que se avecinaba. La verdad yo aún no lo había notado, estaba obsesionado con el fuerte deseo de marcharme. Al darme cuenta, la seguí sin más remedio escalera arriba, en dónde me mostró una amplia habitación con un inmenso ventanal protegido por una fuerte reja.

La tormenta ya estaba encima, por lo que le agradecí su insistencia para que me quedase a pasar la noche allí. Luego me dio unas mantas y con una rara sonrisa, que me llenó de pavor pues su rostro se me figuró más siniestro y desubicado que antes, dio la vuelta y desapareció a través de la angosta negrura que se veía del otro lado de la puerta, pues había dejado la vela en la que sería desde ahora mi habitación. Luego de dar varias vueltas, al fin me dormí. Entonces, recuerdo que tras un fuerte relámpago, salté de la cama y corrí por la escalera hacia la sala, en el piso de abajo. Allí estaban todos reunidos. Pude ver que eran unas cincuenta personas entre hombres y mujeres. Todos vestían uniformemente, una especie de bata gris y murmuraban palabras ininteligibles, incoherentes, mirando hacia el amplio ventanal. Sonreían algunos y otros se atemorizaban señalando la gran nube negra que cubría el cielo por completo y a la que la luz que irradiaban los fuertes relámpagos teñía cada tanto de un violeta azulado brillante. Entonces comprendí que aquellas personas no estaban dentro de sus cabales, su actitud mostraba la locura. Sí, estaban locos y por ello ninguno podía entender que se acercaba el final. Varias mariposas, negras todas, ya bailaban su danza macabra a nuestro alrededor. No había escapatoria. El destino estaba marcado. Según parecía este sería el final de nuestra existencia.
El mundo estaba condenado, pero no había lugar para el rencor, todos fuimos culpables. Algunos por ignorantes, otros por avaricia y los más, por uno de los peores mandamientos, el egoísmo. En ese afán desmedido de poseerlo todo. De pensar sólo para sí. Sin importar que en este mundo pequeño como un grano de arróz ante el universo, existen otras naciones, otros pueblos. Y ninguno es dueño de esta tierra. Somos en ella, simples aves de paso. Pero no nos conformamos con ello. Nos creemos eternos. Cuando sólo somos seres mezquinos, atrapados bajo una oscura nube de codicia y maldad tal, que nos olvidamos que existían reglas para vivir aquí. Reglas simples, sencillas. Pero tan fuertes y verdaderas como el mismo aire que respirábamos y al que destruimos contaminándolo día a día, sin hacer caso de las advertencias, a las señales que este planeta nos daba cuando aún estábamos a tiempo de salvarlo. Por ello, ahora no valen las lágrimas. Ya no es tiempo de llorar. Aunque es lo único que podemos hacer si es que no creemos en Dios. Y si creemos, ¿valdrá la pena rezar ahora? Creo que no. Ya pasó la hora de las lamentaciones, es demasiado tarde.

Sumergido en mis pensamientos, casi olvido el lugar en el cual me hallaba, un manicomio. Miré a mi alrededor, el deseo de marcharme se acrecentaba ante el infortunio de aquella mala noche. Entonces, caí en la conclusión que el verdadero manicomio era el mundo, y nosotros, sus habitantes, los locos de remate que lo habíamos destruido sin piedad. De pronto, el cielo empezó a cambiar, segundo tras segundo. Un viento huracanado comenzó a soplar, produciendo un extraño zumbido sobre el tejado, a la vez que arrasaba todo a su paso. A través del ventanal, podíamos ver cómo el suelo, segundos antes cubierto de hierba y árboles, se convertía en un páramo desértico. De súbito, la extraña anciana riendo abrió la inmensa puerta de par en par y un polvo fino y grisáceo se coló por doquier. Supe de inmediato que se acercaba el final. Contemplé boquiabierto la horrorosa transformación que experimentaba quien la nube de polvo alcanzaba. Poco a poco, los vi decomponerse hasta convertirse en despojos, en sangrientos esqueletos que alzaban sus manos pidiendo ayuda para luego terminar solo en cenizas.

La nube de polvo estaba a punto de alcanzarme. Bajo ese cielo de tempestades y destrucción, el pánico hizo presa de mí, por lo que salí corriendo hacia otra habitación. Pero pocos segundos después, la polvorienta nube comenzó a colarse por debajo de la puerta y comencé a sentir que me quemaba. En medio de una de las paredes se hallaba un gran espejo. Horrorizado vi mi imagen en él. Mis ojos ya no tenían párpados. La mejilla izquierda de mi cara se había caído dejando el maxilar al descubierto y mi labio inferior colgaba desde un jirón de mi carne. Había comenzado la horrorosa desintegración de mi cuerpo. Me sorprendió que en lugar de romper en llanto ante el final, una fuerte carcajada desde lo más profundo de mis adentros, resonara en la noche silenciosa.



FIN

Texto agregado el 13-08-2014, y leído por 160 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
13-08-2014 Parece cuento de terror, pero es una posible realidad no muy lejana. siemprearena
 
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