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Desvaríos y confesiones


Or, aunque sólo sean “desvaríos míos”, como ya vamos teniendo bastante confianza, quiero que los compartas conmigo y los interiorices en tu cerebro. Quizá, dentro de muchos años, el Ordenador Inteligente que pueda rescatar de tu disco duro estas páginas, crea que, ya a comienzos del siglo XXI, los ordenadores tenían imaginación.




I


--¡Carmen! ¿Qué haces por aquí?
Me dirigí a ella con el saludo habitual a una persona conocida cuya presencia no es habitual en tu vida, aunque lo fue tiempo atrás.
La sorpresa no era tanta teniendo en cuenta que Carmen había pasado antes por la oficina con intención de solucionar unos problemas de su padre.
Venía en esta ocasión con su hija menor, Juanita, y su novio para firmar el contrato de compraventa de su piso. La acompañaba también su hija mayor, Noelia, abogada que quería estar al lado de su hermana durante el trámite.
Carmen llevaba con toda dignidad sus cincuenta años: se conservaba delgada, más de lo que nunca había estado; su cara se mantenía redondita todavía, aunque las ojeras y las patas de gallo iban ganándole lentamente la partida; y sus labios (aquellos labios a los que tantas pajas había dedicado en mi adolescencia) conservaban su abultado trazado, como los que hoy se ponen las señoras del PP, aunque bien sabe Dios y yo también, que eran absolutamente naturales, tanto que hacían pensar que unas gotas de sangre africana corrían por sus venas.
Estaba la vendedora con ella como una convidada de piedra en la conversación, algo más que formal, que manteníamos Carmen y yo en la antesala de mi despacho.
--¡Que bien estás! Mejor dicho, ¡Que guapa estás!
No sé porqué estaba en ese momento intentando tontear con Carmen, pero ella recibió el piropo con halago y siguió el juego.
--Nunca he sido guapa, ya lo sabes.
Me vi obligado a contestar mientras la vendedora seguía con curiosidad la conversación. En ese momento no la hubiera apartado de allí ni una apisonadora.
--Carmen, no eras una belleza clásica, pero eras la chica más atractiva del pueblo.
Sonreía, dando por buena mi apreciación de su atractivo, pero cambiando de tema con sutileza.
--Tenemos que poner en claro lo de las sociedades de mi padre, que, si lo dejamos, nos va a ser muy difícil desliarlo todo cuando él falte.
Juanita estaba exultante tras firmar la compra de su primer piso con su novio, un chico guapetón como ella y despierto.
Su madre trataba de justificar que su hija ya independiente se fuese a vivir con su novio.
--Son otros tiempos. Y, pensándolo bien, no es ninguna tontería probar la convivencia antes de casarse. Ojalá en nuestros tiempos hubiéramos podido hacerlo.
Había llegado a mis oídos que su matrimonio no marchó nunca bien. Aquel chico tan guapo, militar, no había respondido a las expectativas familiares. Bebía demasiado, pero ella nunca se atrevió a dar el paso de la separación. Eran otros tiempos.
Las hijas de Carmen habían perdido el barniz de chicas de pueblo que, sin saber exactamente en qué consistía, las singularizaba y distinguía de las de ciudad. Aunque iban al pueblo con frecuencia, sus vidas se habían desarrollado en nuestra pequeña capital de provincia que también empezaba a perder su envoltura pueblerina y abrirse al desarrollo económico y social, al turismo y a la emigración, a los negocios y a la cultura.
Su madre, antes chica de pueblo, hoy era señora de capital.
Las “niñas” llamaban la atención. Eran realmente espectaculares sin nada que envidiar a modelos de pasarela o actrices de cine.
Noelia había aportado sus puntos de vista sobre la compraventa, trasladando a su hermana y a su madre mis explicaciones con un vocabulario menos técnico pero mucho más comprensible que el que yo utilizaba. No cabía duda de que era una mujer inteligente y preparada. Aprovechó la ocasión para pedirme opinión sobre una fusión de sociedades que le habían encargado en el bufete y que no acababa de enfocar. Puede decirse que el cambio de impresiones sobre el tema nos apartó a los dos de su madre y de su hermana aislándonos en una burbuja transparente y etérea, aunque permaneciéramos juntos los cuatro. Ellas hablaban de futuras obras y el novio asentía a los proyectos de su novia y de su futura suegra. La vendedora por fin tomó conciencia de que no pintaba nada allí y se despidió cortésmente de todos.
--¿Y tú, Noelia, como te va, tienes novio?
No se descompuso ante mi impertinente pregunta, limitándose a sonreír.
--Todavía no he encontrado al hombre de mi vida-- respondió.
Su madre terció en la conversación como si tuviera que justificar ese aparente fracaso de su hija, sólo patente en los residuos de su antigua mentalidad pueblerina.
--Noelia no ha hecho otra cosa que estudiar y ha tenido poco tiempo para salir y disfrutar como otras chicas de su edad. Tuvo lo que dicen los jóvenes algún “amigo fuerte” que no estuvo a su altura, y no lo digo con pasión de madre.
Noelia se sentía el centro de la conversación que discurría por unos derroteros que la hacían sentirse incómoda y se dirigió a su madre (y obviamente a los demás también), tratando de cortar de raíz el tema que espontáneamente había surgido.
--Mamá, corta el rollo que mi vida amorosa no interesa a nadie.
Nos despedimos y, cuando acerqué la cara a Carmen para darle ese beso formal de antiguos conocidos, me tocó, me frotó el brazo cuando yo la cogía por los hombros, queriéndome trasmitir algo que en ese momento no alcanzaba a comprender.
Los acompañé hasta la puerta de mi estudio y seguí atendiendo a los demás clientes ya impacientes ante el retraso en recibirles.
El resto de la mañana discurrió normalmente, inmerso en la vorágine del trabajo, pero en los escasos momentos de intimidad que tuve a lo largo de la jornada, no pude evitar que las imágenes de aquellas tres bellas mujeres se hicieran presentes en mi mente.



II


Había transcurrido un mes desde aquel encuentro y tras algunos contactos telefónicos, tenía a Carmen de nuevo en mi despacho. Me dio la impresión de que se había arreglado especialmente para la ocasión, aunque quizá fuera sólo eso, una impresión mía.
--Sabes, Jesús, que mi padre era un hombre trabajador y un buen empresario, pero todo lo llevaba a su manera, sin el más mínimo control. Firmaba contratos de compraventa en hojas de periódico, guardaba en el bolsillo, sin contabilizar, los millones obtenidos. Qué te voy a contar que tú no sepas.
Efectivamente Joaquín había recurrido a mí en diversas ocasiones pero nunca me había hecho ni puñetero caso. En fin, ya estaba mayor, casi perdiendo el sentido de la realidad, y era preocupante la situación.
Nos pusimos a buscar solución a todos esos problemas. Ella me enseñaba verdaderos contratos en los más inimaginables soportes: hasta en un paquete de ducados se podía leer: “Recibo 300.000 pts por la compra de 5.000 metros de tierra en el Estanque”.
La concentración en la tarea que habíamos emprendido nos impidió darnos cuenta siquiera de que los empleados se habían ido despidiendo, de que eran las nueve de la noche y estábamos solos en aquellas estancias, horas antes llenas de gente, y, ahora, vacías y silenciosas. Carmen, dando la vuelta a la mesa de despacho, se acercó hasta ponerse detrás de mí, que continuaba sentado en mi sillón, con la intención de ver un contrato manuscrito que no acababa de descifrar. No quería volver la cabeza hacia ella, pero su olor a chanel y a algo más me invadió de arriba abajo. Podía oír su respiración e imaginar su pecho, casi rozándome la espalda, mientras hablábamos de aquel comprador desconocido que por fin resultó ser un conocido de los dos. Quién nos iba a decir que el pobre tío Juan, a través de un papel amarillento, nos había puesto, muchos años después, en aquella situación tan embarazosa y, al mismo tiempo, tan agradable.
--¡Juan Agüero! ¡El tío Juan Agüero!
El hallazgo desencadenó en Carmen una explosión de risa que me hizo volver la cabeza, quedando nuestras caras enfrentadas. Aquellos labios, siempre tan deseados, los tenía a no más de cinco centímetros de los míos. Y ella, desde su atalaya, ya podía contemplar, y contemplaba, el abultamiento de mi pantalón que delataba toda la excitación que sentía. Podía ver, y veía, las gotas de sudor que resbalaban por mi frente, el nudo en mi garganta que se manifestaba en el movimiento involuntario de mi nuez, y podía oír mi voz empezando a balbucear no sé qué sobre el tío Juan. En una décima de segundo, nuestros ojos se dijeron todo lo que teníamos que decirnos y me besó suavemente, apenas un leve roce de sus labios gordezuelos. No tenía que esperar más. La senté sobre mis rodillas y mi lengua perforó su boca. Ella respondió a mi beso, como si en ello le fuera la vida, y se abandonó dejando salir de su cuerpo todos los demonios que la represión, la insatisfacción y el recuerdo de aquel primer amor habían mantenido prisioneros en su interior durante tantos años.
La aparté de mí con un rápido movimiento, poniéndola de espaldas sobre el escritorio; le subí la falda…. Lo demás fue la eclosión de la naturaleza.
--¡Que hemos hecho Jesús!
--Lo que teníamos que haber hecho hace muchos años, Carmen.

Texto agregado el 16-08-2014, y leído por 131 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-08-2014 Tu relato me atrapó y,de repente,me dejó colgando al borde del abismo.Bueno.UN ABRAZO. gafer
 
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