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Centurión

La Suburra era un barrio romano que parecía concebido por Baco en el transcurso de alguno de sus innombrables excesos, famoso por sus prostíbulos y sus bandas de maleantes, se decía que ningún ciudadano respetable podía acudir a él sin dejar de serlo, y que de él jamás saldría alguno honesto.
Sin importar esa consigna Publio Curio Severo se había incrustado en un mísero habitáculo de una ruinoso conglomerado de viviendas en la calle de Argileto para sucumbir de placer bajo el cuerpo de Alypia, una fornicatriz capaz de convocar hombres de toda laya que llegaban a formar fila sobre el corredor y la escalera de la segunda planta donde estaba su cuchitril en espera de comprar sus favores. No eran las finuras de las líneas que definían sus rasgos o la voluptuosidad del cuerpo lo que provocaba el deseo, su mayor atractivo radicaba en el placer que suscitaba con tan solo montarse en el órgano viril, tensaba los músculos pélvicos para que el hombre estupefacto concibiera las sensaciones que produce una constrictor al contraer sus anillos para esquilmar hasta los efluvios más obstinados que cedían al placer más intenso.
De modo que a Alypia solo le había bastado un par de sesiones para atenazar la voluntad del centurión quien se había convertido en pilus prior de la primera cohorte de la IX Legión tras capturar a Boddo, miembro de una de las once tribus de los cántabros quien comandaba a su propia hueste, quienes por vivir en las colinas boscosas, vestir con pieles de lobos y adoptar la forma de vida de esas bestias se llegó a pensar que eran licántropos que se habían convertido en una pesadilla al desbaratar una y otra vez las líneas de aprovisionamiento del ejército imperial en el norte de Hispania. Es así que a cada regreso de Publio a la ciudad prefería visitarla antes de llegar con su pareja que sin la formalidad conyugal solo asumía su rol de esposa cuando el legionario estaba presente.
Momentos después de haber alcanzado el clímax Publio se levantó del lecho aún con el miembro erecto que cubrió con el calzón cinctus para caminar hacia la ventana desprovista de vidrios, deslizó la cortina que contenía a todo un clan de moscos enardecidos por la transpiración seductora de Alypia, para exponer al viento el torso desnudo donde las líneas profundas que delimitaban los músculos se confundían con las cicatrices que valoraba más que los torques de condecoración recibidos. No buscaba la frescura del viento que sacudía unos sarmientos que amenazaban con surcar aún más la piel, le nacía el deseo de compartir con las potestades cardinales su experiencia venérea con la joven de dotes de Afrodita.
El patio forjaba una imagen deplorable, estaba invadido de sombras que se iniciaban en el callejón oscuro de acceso, las fachadas estaban atiborradas de pintadas obscenas, hedía merced a la orina y heces que los romanos vaciaban a diario con total despreocupación. De manera que no fue extraño que desde un piso superior volcaran una palangana de agua sucia que cayó sobre su cabeza. Tan pronto el fluido resbaló por el cuerpo resonó un coro de carcajadas, en el balcón de enfrente una caterva de proxenetas de aspecto infame con jarra de vino en mano festejaban socarronamente la escena. Publio con el pelo pegado al cráneo, el cuerpo rezumando un olor a orines y el rostro congestionado por la ira, deambuló su vista de un punto a otro hasta chocar con las de los bromistas.
El centurión iracundo entró al tabuco en busca de su gladius para lavar la afrenta. Al entrar fue recibido por la mirada de Alypia que por bálsamo sosegó su furia. Para terminar de diluir el enojo le lavaba el cabello remojando una esponja en un recipiente de agua aromatizada con cilantro. El roce de los pechos inhiestos en la espalda, la esponja recorriendo su pecho y la mano izquierda reptando por la ingle volvió a enardecer al guerrero quien en recompensa recibió otro momento de placer.
Fue hasta una hora después, antes de que cayera la noche y la Suburra mostrara su peor aspecto que Publio bajaba las escaleras hasta la calle espantando un cuervo que temeroso desplegó sus alas para alejarse del alimento que picoteaba, el cuervo obstinado regresaba con pasos cautelosos, la cabeza inclinada mostrando su pupila negra circundada por un rojo intenso para mirar al intruso, no estaba dispuesto a abandonar la tripamenta que también acechaba un par de ratas mofletudas de pelaje gris dispuestas a clavarle el diente. El legionario se embutió entre la gente que regateaba entre la mercancía desperdigada sobre el suelo, o comía sentada en los soportales, mientras los perros merodeaban para disputarse los restos. Los artesanos desempeñaban su oficio allí mismo, en plena calle; los esclavos acarreaban cántaros para llenarlos en las fuentes; una legión de mozos de carga transportaba a la espalda toda clase de mercancías.
Tres miembros de una banda decidieron cortarle el paso atraídos por la talega de piel que Publio traía atada al cíngulo donde seguramente guardaba los sestercios que recibió de salario como pilus prior.
Él permaneció inmóvil, estudiándolos.
Para doblegar una banda debía identificar al líder, tras reconocerlo se plantó frente a él, quien de inmediato se lanzó al ataque. El guerrero encogió una pierna para bloquear con la espinilla una patada dirigida hacia los testículos y después la estiró golpeando con fuerza la rodilla de la pierna que soportaba el peso de su oponente, un chasquido sonó como un haz de leña al partirse y el asaltante cayó de bruces berreando con el rostro expuesto a Publio quien no dudó en propinar el golpe definitivo con el talón de su pie para que las tachuelas de su cáliga dejaran surcos sangrientos en el mentón del arrepentido ladrón. Al ver la facilidad con que fue vencido su líder los otros dos malhechores huyeron a la carrera sin atestiguar que un esclavo aprovechó el desfallecimiento de su compinche para cortarle de un tajo el dedo donde portaba el anillo que lo identificaba como hombre libre.
El centurión continuó abriéndose paso por la calle Argileto, que a esa altura estaba repleta de librerías, para ascender al Quirinal donde había adquirido su casa gracias a la recompensa obtenida por dar muerte a Boddo. Fue antes de llegar a su hogar que bajó la mano derecha para calar en la entrepierna si podía cumplir con su bella pareja o tendría que apelar al cansancio del viaje, en ese mismo momento un griego vividor de melena oscura atada con una cinta a la altura del cuello que se desparramaba en olas por su espalda, al que las mujeres sonrían sin motivo, chocó con su hombrera izquierda mellada y oxidada, lo primero por un golpe de gladius mal intencionado y lo segundo por ser la parte más expuesta a las lluvias y el sol.
Las tachuelas de sus cáligas rechinaban rítmicamente sobre el suelo pedregoso a cada paso que lo acercaba a su hogar. Su figura gallarda y su orgullo austero no habían sido socavados por su incursión en la Suburra ni por los despropósitos de su compañera quien pretextó dolor de cabeza para evitar el contacto sexual pues sus deseos ya habían sido apaciguados por el joven griego de manos de seda.

Texto agregado el 26-08-2014, y leído por 321 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
25-10-2014 Me parece excesivo el esfuerzo de situar al personaje que desarrolla una historia perfectamente ubicable en cualquier otro contexto. Interesante el texto. Egon
30-08-2014 1. Empiezas hablando de la Suburra; y nada más y nada menos declaras que fue un barrio que parece haber sido concebido por Baco. Uno, como lector, ya sabe que te refieres al joven dios Baco que como lo señala la historia, “era poseedor de múltiples capacidades, entre ellas: liberar a un ser normal mediante la locura, el éxtasis y el vino”. SOFIAMA
30-08-2014 2. Lógicamente, la pintura del barrio que señalas y que existe, no necesita más descripciones (en palabras) porque con ese recurso discursivo, lo dices todo. Durante el desarrollo de la intriga, introduces una serie de elementos y situaciones que le dan fuerza al contenido del relato. SOFIAMA
30-08-2014 3. Nombras a una variedad de personajes pertenecientes a la historia; y como uno de los sujeto-actores más destacados, seleccionas a Alypia quien mediante sus artes eróticas seduce a Publio Curio Severo quien, tal vez, esté substituyendo, en este relato, a la casta de los emperadores Severo que existió en Roma y que fueron famosos por sus innumerables virtudes y defectos, y que por ello fueron vencedores y vencidos. SOFIAMA
30-08-2014 4. Llego a la conclusión, entonces, que toda esta compilación la has elaborado para alimentar una trama fuerte y profunda; y para cristalizar una lección de vida, dejando ver entre líneas que a pesar de todo lo fuerte que alguien pueda ser, en este caso el Centurión Publio, SOFIAMA
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