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En nuestro penúltimo encuentro de toda la intensidad que nos acercó hasta el abismo y por el cual Yo sólo me precipité, apenas se exponía un solitario y anémico gesto que no llegaba a conformar un desinteresado mohín. Muy poco puedo rescatar de ella en esa ocasión sin prescindir del agobiante registro que como en un espejo replicaba toda la ansiedad y el vértigo que me provocaban cerciorarme de que finalmente las sospechas concurrían a ese punto para morir en la completa y premeditada certidumbre; ella así lo confirmaba dejando que se asomara por entre sus dedos el imperfecto contorno de un sobre blanco que aprisionaba contra la mesa; algo ajado y humedecido, tal vez provocado por los nervios y el sudor. Únicamente atinó a mirarme con misericordia, balbuceó algunas palabras como para conformar quizá la excusa de la entrega y así, muy lentamente, como si disimulara su acción, fue acercando su mano mensajera, tan ajena a mí en esa ocasión. Todas las noches inexorablemente releía la carta de despedida y en ésta creía haber descubierto la extraña cualidad de que cada vez que repasaba sus frases asomaban entrelíneas, reveladores signos ocultos, inspirados por una voluntad contraria a la explicitada en la misiva. Sin embargo en cada conclusión de la lectura, mi credulidad, inapelablemente, se rendía ante la sordidez y frustración de no haber podido cambiar nada. Sabía que las verdaderas definiciones eran las menos piadosas y las más contundentes, por lo tanto nada debía conjeturar esperanzándome más allá del sórdido punto final. Era exactamente en esa coordenada en la que se derrumbaban todos los pilares que sostenían mi cordura haciendo surgir el absurdo como lo único que me podía mantener enhiesto entre tanta locura atiborrada de desaciertos y fracasos. Llegué memorizar una a una cada palabra que conformaba la esquela y afanosamente con éstas, sin desechar siquiera el más mínimo signo de puntuación, confeccioné una bellísima carta de amor que transcribí al dorso. Como verá..., Ella tuvo todas las palabras en su puño y el destino las inclinó hacia el costado más doloroso, afirmó con la voz quebrada. La desolación me sujetaba tenazmente a la inmensidad de su recuerdo que continuaba persistiendo en mí como esas estrellas que extinguidas ya, siguen resplandeciendo desde la lejanía. Una pérdida definitiva para la razón y un absurdo e ilusorio consuelo para los sentidos. Únicamente atiné a suponer que nuestro desencuentro fue la resultante de la urgente necesidad que teníamos en hallarnos, lo que inexplicablemente hizo que fuéramos hundiéndonos en nuestras huellas. Una vida persiguiendo a la otra entre paralelas. Pareciera ser que hubiéramos desarrollado, a nuestro pesar, una extraña habilidad para desprendernos de las cosas que más importaban... Comprendí más tarde que la utopía se había vuelto el oficio que nos convocaba. Necesitábamos engañarnos mutuamente para sobrevivir entre tanta amargura y desprotección. Ella sosteniéndose en mis carencias y Yo en la brutal perspectiva que asomaba de amante ilusionado que se quedaría con el último número ganador de la lotería de su corazón. Y así me animaba tan sólo con el impulso de pensar que la recobraría, el mismo anhelo con el que se sostiene un náufrago, para quien existiendo la más remota posibilidad de que su mensaje llegue, sigue arrojando a perpetuidad tantas botellas al mar como recuerdos en esta ocasión en mí la contenía. Lo único que esperaba era una explicación, sólo una explicación que me desalentara definitivamente para dejar de amarla o la infinita misericordia de una palabra que sonara en mis oídos como la resurrección divina y milagrosa que pudiera trocar el rictus trágico de una mascarilla mortuoria en una simple chispa de ilusión entre tanta oscuridad. Se levantó resuelta y la seguí con la mirada permaneciendo sentado sin atinar a decir o hacer nada. Esperé, esperé y esperé inútilmente a que ella volviera empuñando un gesto de arrepentimiento, que me arrebatara la carta de las manos y la rompiera en mil pedazos. La seguí aguardando ingenuamente hasta que la desilusión me dolió en los sentidos y en la razón. Ella jamás regresó y para escaparme de esa atrocidad Yo también, aturdido, me marché del lugar antes de que la lógica de la realidad terminara por cerrar indefectiblemente la última puerta. Sólo así podía pergeñar un alentador engaño, cuya limosna pagara la posibilidad de hacerle trampa al sentido común.
Comencé a caminar sin rumbo con la respiración y el paso cada vez más acelerado. Al cabo de unas cuadras ya había perdido la orientación y una voluntad gigantesca me invitaba a correr desesperadamente hacia delante…, se trataba desordenadamente de escapar de ese sitio, sólo alejarme lo suficiente para aflojar el nudo que me oprimía el pecho y el estómago. Y así con la brutal sinceridad de sus palabras escritas comprendí lo miserable de mi situación. Un desequilibrante contraste entre ambos sosteniéndose en un irreconciliable claroscuro pese a todos los deseos porque así no fuera. Anduve errático durante muchas horas y cada tanto me detenía a repasar la carta con el deseo profundo de que al desdoblarla solo encontrara una hoja en blanco…

Texto agregado el 31-08-2014, y leído por 112 visitantes. (0 votos)


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