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Coni era una apasionada de las infusiones. La recuerdo caminando –inclinando el cuerpo sobre su taza de café o de té verde- por la madera recién encerada del piso de su casa, haciendo equilibrio para no volcar, ni siquiera, una gota.
Llegaba hasta un sillón de mimbre –por lo general siempre el mismo, a menos que estuviera ocupado- y se sentaba a escuchar, mirando hacia el frente, la conversación de turno. Sonriendo, volcaba la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados cuando algo, por fin, le causaba alguna gracia.
A veces pienso –sobre todo lo pienso ahora- que Coni había nacido para escuchar. No es un fatal destino, pero tampoco es grato. Daba una sensación de fragilidad. Esa incómoda sensación que nos dan las cosas caras, esas cosas que sabemos que, si se rompieran, si se desquebrajaran o agrietaran, nos saldría caro. Nos saldría, quizás, demasiado caro.
Así la veía yo, como algo ajeno, mientras caminaba mirando con sus dos ojos, grandes, negros, perfectamente circulares y esféricos, hacia adelante, fijamente, como pensando que se estaba olvidando de algo, que algo había dejado o, incluso peor, que algo la había dejado a ella.
¿Pero qué podía ser aquello que la había dejado? La conocí sin nada y, por lo que entiendo, sin nada sigue. Alguna vez tuvo familia. Pero le duro poco, como le duran las cosas a los genios. A quienes nacen para incendiar el mundo.
María no era celosa de Coni, pero no le gustaba que yo la visitara de noche. Creía que la noche exacerbaba al deseo, lo exageraba, lo caricaturizaba. Tenía razón, en cierto sentido. La noche nos desvela, nos proscribe a ser quiénes realmente somos. La noche es fascista con nuestros cuerpos.
Con Coni pintábamos. Pero era algo más que eso; era una praxis erótica, nuestra manera de amarnos sin la necesidad de recurrir al profano acto en el que interviene la carne y la humedad.
Poníamos los atriles enfrentados, nuestras caras enfrentadas se miraban. Luego bajábamos la vista y comenzábamos, serios, a pintar. El momento del clímax –aquel momento que yo esperaba pero que de ninguna manera me atrevía a reclamar- era el momento en que Coni se cansaba de pintar, se apretaba los párpados con fuerza y, mirándome, me invitaba a sumirme en el juego. En su juego.
Entonces comenzaba.
Agarraba algo de pintura –podía ser amarrilla, roja, violeta o ese verde ceniza- y me la desparramaba por toda la piel. Yo me defendía, por supuesto. Le pintaba los ojos, los labios –me gustaba pintárselos de celeste- y las rodillas. A veces me atrevía a mancharle con rojo el ombligo, pero entonces ella se enojaba y se iba, encerrándose en su pieza por varios minutos, a veces hasta por horas. Era su manera de decirme que lo que había hecho era una infracción, que no lo repitiera.
No le gustaba que la tocaran. Los únicos contactos físicos que tenía eran conmigo, y siempre en ese juego de la pintura. Sin su mediación era imposible lograr algún contacto. Que fuera yo el único partenaire de ese juego –infantil y erótico- me generaba un sentimiento de exclusividad. Sentí en cierto momento –y esto tengo que confesarlo- que Coni me pertenecía. Que era su dueño. Pero bastaba con una mirada suya para pensar que quizás era al revés. Quizás el sometido era yo.


*


Todavía no entiendo la muerte de Coni. Todos imaginábamos que iba a morir de un suicidio premeditado con frialdad, o incluso de un arrebato de locura. Pero fue algo más torpe su muerte.
Salía de su casa, y, al cruzar una calle, su celular se cayó al piso. Se desarmó, como siempre que se desarman los celulares cuando caen: en tres partes. Por un lado, la tapa de la batería, por el otro la batería, y por el otro el resto del corpus del celular. Dibujaron aquellos tres elementos un triángulo irregular en el asfalto. Ella se quedó mirando eso –así dijeron los testigos, que eran pocos- y cuando por fin se decidió a agacharse, doblando sus flacas rodillas, una camioneta de encomiendas dobló en contramano, a mucha velocidad, y la atropelló. La dejó tirada a unos metros de donde se había agachado. Llena de sangre, de su sangre que contrastaba con la harina de su piel.
El chofer de la camioneta bajó para ayudarla. La sostenía mientras su compañero gritaba, llamando a la gente que andaba por la calle.
Era una tarde desierta, apenas florida por los ruidos de los negocios que estaban, aislados, esperando algún cliente. Uno de los comerciantes salió. Era panadero y estaba cubierto de harina. Había aprovechado la falta de gente –ese cáncer de las ciudades y el comercio- para amasar. Llamó al hospital y se quedó parado, gesticulando extrañamente, a pocos centímetros de la cabeza, violeta por los golpes, de Coni.
Cuando llegó la ambulancia, llegó también la policía. Le tomaron declaración al chofer y al acompañante. Repetían incansablemente –no tanto para convencer a las autoridades, sino para convencerse a sí mismos- que era la primera vez que venían a San Caldera, que no conocían las calles y que, menos aún, sus normativas.
De los asuntos legales no puedo decir más nada. Sé que la torpeza y el azar no se castigan, aunque generan más daño que cualquier mal.
Esa tarde me llamaron. El celular que habían encontrado desparramado en partes –en dos, porque la tapita de la batería no apareció nunca- conservaba, en su chip -esa memoria de los celulares- varios números. Entre ellos el mío, que era el último registrado (la había llamado para preguntarle no sé qué cosa esa mañana).
Me citaron a la comisaría, y fui creyendo que era un chiste hijo de la perversión de Coni. Llegué y no estaba afuera, lo que me preocupó. Una vez dentro, me hicieron preguntas. Y en cada pregunta me convencía más de que quizás sí. Quizás Coni podía estar muerta.
Lo confirmé en la morgue. Como no tenía familia, yo era el único capaz de reconocer su cuerpo. El clima ahí era frío. A mí el frío nunca me preocupó, pero los olores a alcoholes y sustancias médicas de conservación me repugnaban. No me repugnó, en cambio, ver su cara de nuevo. Aunque estuviera hinchada y más blanca que de costumbre. No me significó, como imaginarán, ningún esfuerzo reconocerla. Era la misma que durante largos meses me había propiciado, en medidas razonables, momentos de felicidad y miedo.
El tipo de la morgue se vestía de blanco y parecía un médico. No sé si lo era, los médicos trabajan con los vivos, y en ese lugar nada estaba vivo. Ni siquiera los pequeños pechos de Coni, que –descubiertos- parecían comenzar a marchitarse.
Esa noche volví a casa y María me abrazó. Sabía lo que había pasado, porque le había escrito un mensaje. Me abrazó fuerte y me dijo, como si repitiera un mantra:
-Apenas la conocías. Apenas unos meses.
Yo me quedé un rato así. Abrazado a ella, como un hijo que se abraza con la madre. Después me la quité de encima con un leve empujoncito. Ella no entendió la indirecta. Me tenía que dejar solo.
-Por ahí te va a hacer bien que salgamos ¿no?- me dijo, blasfemando.
-No, no. No puedo salir ahora. ¿Nunca viste a un muerto, Mari?
-No, dios. Debe ser horrible, me imagino.
-No –le contesté- pensé que iba a ser peor. Que me iban a dar náuseas, o tristeza, o un escalofrío. Pero no me pasó nada de eso. La vi ahí, acosada, un poco más pálida, algo más hinchada y pensé: de la vida a la muerte no puede haber tan poca diferencia. La vida no puede ser algo tan sutil como un rubor en la piel.
Por la ventana se veía el cielo violeta. El asfalto esperaba una lluvia que cayó cuando desperté.



*



La conocí en un subte. Estaba yendo a dar una clase, y ella subió con una de esas guitarras minúsculas, que no sé cómo se llaman. Incluso fue lo primero que le pregunté, pasó por mi lado, canturreando y tocando ese instrumento. Tenía los pelos sucios de no bañarse, y una campera verde militar. Terminó de cantar y extendió la mano, pidiendo una colaboración. No dijo que estaba enferma, no dijo que tenía hijos ni que tenía que estudiar. Extendió la mano con una bolsita de plástico negra, y miraba a la gente. Cuando la bolsita quedó frente a mí, le dije, mientras ponía un billete de cinco pesos:
-¿Cómo se llama ese instrumento?
No recuerdo que contestó. Sé que sabía cómo se llamaba, y que me lo dijo amablemente. Yo no estaba tan interesado y por eso no le presté atención. Mi pregunta había sido más que nada casual y espontánea, como una risa o un eructo.
Después miró para atrás, y un chico –menor que ella- muy alto, la llamó. Bajaron del vagón y se fueron caminando.
Ese día di una clase que no me gustó.
La seguí viendo por varias semanas. Una vez me senté junto con un tipo que la conocía. Se quedaron hablando un rato. Él en su asiento –al lado mío- y ella parada en el pequeño pasillo, entre empujones y toqueteos, con los que se ponía nerviosa e irritada. Pensé que era más bien petisa y que no pasaba de los veinte años. Tenía la pequeña guitarrita sobre el hombro y me miraba, cada tanto, para ver si yo la estaba mirando. Cuando no aguantó más la situación y llegó el subte a una estación que le quedaba bien, se bajó despidiéndose del tipo.
No le dio un beso, ni un abrazo. Lo miró y le dijo “chau Mario, nos vemos”.
Le pregunté al tipo que estaba sentado quién era la chica esa con la que hablaba. Mi indiscreción se vio excusada por lo bien que cantaba.
-Es la hija de un compañero de trabajo. Canta muy bien, es verdad. Yo le dije a él que con esa piba se iba a hacer muy buena guita, pero el boludo no quiso saber nada. Ahora ella ni le habla.
No me atreví a preguntar por qué ya no le hablaba. No era mi asunto, y no estaba tan seguro de que me importara, en verdad.


*

Abrí el diario y leí: joven muere atropellada por camioneta de envíos de empresa nacional. El diario argumentaba los posibles juicios que podrían hacérseles a la empresa. Además mechaba la información con un índice de accidentes de tránsito. Ofendido, pensé que toda esa página no era digna de una persona como Coni.

Texto agregado el 27-09-2014, y leído por 161 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
27-09-2014 El argumento no esta mal, pero el relato podría haber sido más breve. como siempre, el final de un cuento breve debe ser impactante. El de este cuento, lo cumple pero no a su máxima expresión. Pero el esfuerzo vale. dfabro
 
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