Imagina

te levantas un día y queda unilateralmente

prohibida la vergüenza ajena

en los espejos. Librarse poco a poco de esa inquietud, esa angustia

diminuta, ese pliegue en el estómago que nos dobla el alma

como una servilleta mal doblada. Vivir con la máxima

de pasar inadvertidos nos conduce a minimizar

terriblemente la vida (existe tanta, tantísima, felicidad

en la fosforescencia de una camisa amarillo limón). Revolcarnos

como bestias en los parterres ajardinados del trabajo. Lamer

la nuca a la dueña de esa rodilla que sentada en el metro

nos estremeció la mañana. Gritar a pleno pulmón

la lista completa de los reyes Godos en mitad de la madrugada

porque nada te parece más humano que recordar semejante

inutilidad.

Despertar a los vecinos al sentirte absurdamente feliz por ello.

Ir a un karaoke. Bailar una jota

en la consulta del dentista. No esperar nunca, nunca más,

el salvoconducto de una noche de borrachera

para declararle cuánto lo amas.

Cada gesto que muere por temor a la opinión

ajena es un arma apuntándonos. Lamentablemente,

no es mortal:

perdigonazos de fogueo perforando nuestro pecho.

Esa espantosa y correctísima manera de ir

viviendo sin desafinar.