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Conocí el mar de grande, con veintidós años recién cumplidos, cuando Juan me invitó a pasar los últimos tres días de enero en su casa de Necochea.
Desde el secundario éramos buenos amigos. Supimos compartir cinco años frenéticos, veloces y confusos en el Instituto Francesco Marini Rosso, de la ciudad de Pergamino. Un antro en el que, ya terminando el siglo XX, no permitían mujeres y donde el castigo corporal era cosa de todos los días.
Un hombre alto y viejo, al que las monjas nombraban como padre Tomassi, pero del que nunca supimos nada de su vocación religiosa, se acercaba con un puntero de acero fino durante los recreos y nos golpeaba las manos y las rodillas diciendo:
-¡Questo è l'inferno, abituatevi!
Luego de nuestro egreso –Juan como alumno ejemplar y yo como el alumno mediocre que me salía ser- nos prometimos no perdernos el rastro. Así fue como pactamos –y cumplimos- vernos, al menos, una vez por semana.
No fue difícil, ya que ninguno de nosotros viajó a Buenos Aires como tenía previsto. A Juan le habían ofrecido un departamento en Caballito, siempre y cuando fuera a inscribirse en la Facultad de Derecho. No aceptó. Su inclinación por el estudio había cumplido su ciclo terminado el secundario. Decidió trabajar en el campo de su padre, junto a los peones, como hacía desde chico. Yo, en cambio, no tenía mucha opción. Buenos Aires no me atraía y, aunque así fuera, no tenía la posibilidad de irme a estudiar. El taller de mi tío Marcos era mi único destino. Por lo menos hasta ese momento.
En nuestra ciudad nos divertíamos. Íbamos a ver películas, a fumar, a jugar al pool. Ninguno de los dos tenía novia u otros amigos con quién compartir el tiempo que, por ese entonces, nos parecía siempre demasiado dilatado. Como si la eternidad hubiera recaído en nosotros.
Él era alto, de ojos celestes, con una barba rojiza. Se vestía bien. Las mujeres lo llamaban “el irlandés”, aunque su ascendencia fuera italiana, como la mía. Aparentaba más edad, por ciertos gestos sombríos que hacía cuando caminaba o cuando se sentaba a tomar. Lo surcaban cicatrices en las manos por el trabajo en el campo. Le gustaba el whisky –el malo y el bueno- y tenía para sí haber probado alguna vez el ajenjo. Cierto día, me confesó que esa bebida lo hizo perderse en violentas horas campestres, donde el sol enrojeció su vista.
Era 1989 cuando Cecilia, la madre de Lucas, murió. Aún primavera cuando ese cáncer desconocido, anónimo, la dejó sin vida en menos de tres meses.
Fue por esa razón que en el verano de ese mismo año Carlos, el padre de Lucas, decidió prolongar el duelo por la muerte de su mujer y no irse de vacaciones como habitualmente hacían. Sin embargo, no tuvo para bien que su hijo lo viera llorando todo el día, sin comer nada, sin bañarse ni vestirse. Había algo de la hombría y la autoridad que aquél hombre deseaba preservar. Por eso mandó a Lucas a su casa de Necochea. Le dijo que fuera y se distrajera y que, en lo posible, se llevara a un amigo. Lo dijo como dicen las cosas los padres: como una orden.
Él me eligió a mí. Una noche, afuera en mi casa, sentados en la vereda, me preguntó si lo acompañaba, si no había problema, si quería. Yo accedí porque hubiera sido ingrato de mi parte dejar a un amigo solo –mi único amigo- en esa complicada y angustiosa situación. Y, además, porque estaba aburrido del desfile repetido y cotidiano de los acontecimientos que, hasta ese momento, habían regido mi prosaica vida. Una mezcla de solidaridad y egoísmo fue entonces la que me motivó a irme, por primera vez, de mi ciudad.
Esa misma mañana salimos en el auto de Carlos, un Renault ´18 algo viejo y gastado, pero que nos llevó sin ningún problema hasta donde debía llevarnos. Tenía un pasacassette en el que escuchamos durante todo el viaje a Creedence Clearwater Revival y Humble Pie, la única música disponible en el vehículo. (Luego descubrimos, tirado en el piso, un cassette de Joe Cocker, pero ya era tarde).
La noche ya oscurecía la ciudad cuando llegamos. La casa, sin embargo, parecía brillar. Lucas se asombró de haber podido recordar la dirección. Estaba a tres cuadras de la bahía, en una calle paralela a una avenida ancha y transitada. Su pintura blanca resplandecía de una manera algo fantasmal. Las ventanas estaban cerradas con unas maderas gruesas, negras, y el pasto estaba bastante crecido.
-Tené cuidado de no pisar ninguna víbora- dijo Lucas riendo, mientras me guiaba por el extenso patio delantero de la casa.
Estábamos cansados y queríamos dormir. Mi compañero sacó un manojo de llaves, que brillaban por la luz lejana que llegaba desde un farol en la vereda. Eran plateadas y chiquitas. Las investigó durante un rato hasta que encontró una con una cinta de papel enroscada. Abrió la puerta de la casa con esa.
Entramos, y un olor a humedad invadió nuestros pulmones. Dejamos nuestros bolsos en un sillón tapado con una sábana. Lucas me preguntó:
-¿Tenes ganas de ver el mar? ¿Vos nunca lo viste, no?
-Sí, una vez fui a Mar del Plata con la primaria- mentí.
El asintió. No creo que me hubiera creído, porque insistió en que fuésemos a ver. Creo que el necesitaba algo de eso.
Caminamos las tres cuadras y se escuchaba, en la oscuridad, un murmullo. Ese murmullo eran las olas azotando a la arena. Mojándola, humedeciéndola. Vimos la espuma del mar brillar, como si fueran radioactivas. Yo pensé que, al ver esa inmensidad por primera vez, me iba a encontrar con algo extraño y fantástico; sentí, por el contrario, que aquello era familiar, íntimo. Algún lazo primitivo nos unía. A mí y al vasto padre océano.




Texto agregado el 20-11-2014, y leído por 277 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
15-12-2014 Leo con placer tus textos. glori
20-11-2014 Me encanta tu relato, y también opino que debes continuarlo. Felicitaciones. agostina
20-11-2014 Me quedé con ganas de seguir leyendo, al punto tal de chequear tu texto anterior para cerciorarme que no es parte de un relato mayor, entregado en cuotas. Creo que es fluído, se deja leer y pide más (oposición de voluntades quizás). Si fuera mío, sin duda seguiría el hilo de la trama para ver a dónde me lleva. rene_ghislain
 
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