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El Enviado.
La puerta sonaba, retumbaba ante los embates. Desde fuera la ímpetu era evidente. La pareja acobardada y parapetada detrás del sofá del comedor argüía malas noticias, no paraban de reprocharse el uno al otro, algo por lo que podrían sentirse culpables, algo a lo que esa fuerza de violencia intentaba adentrase en su domicilio. En sus mentes repasaron el día a día de una pareja que no tenía hijos, eran de lo más normal, nada, ni nadie hacia presagiar tanta violencia en las reiteradas llamadas...
—¿Qué has hecho desgraciado? —la mujer iracunda, daba por supuesto alguna metedura de pata de su esposo.
—¿Y tengo qué ser yo? —contestó el marido muy dolido.
—Pues claro, ya te dije mil veces que no fueras tan deprisa.
—¿Pero, qué dices, si siempre se quejan los demás conductores de lo lento que voy.
—¿Entonces tú me dirás, qué hace la policía aporreando nuestra puerta?
—Y yo que sé, igual y se equivocan, vete tú a saber...
El asunto se volvió por momentos tenso. La autoridad no declinaba en su propósito de entrar. La pareja no quería abrir...
—Sé me ocurre una idea —dijo la mujer, como sí de repente hubiera descubierto la rueda...
—¿Qué es? —respondió el esposo con cierto nerviosismo en su voz.
—Convocaremos a los medios de comunicación, de esa manera llamaremos la atención —respondió con júbilo, la esposa.
Después de varias llamadas telefónicas contando su historia a varios medios de prensa y televisión. La respuesta fue negativa, a nadie le interesaba su historia, remitiéndolos, a que llamaran a otras fuerzas de seguridad.

—Oiga...
—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
—La policía está intentando tirarme la puerta abajo...
—¿Nº de identidad por favor...?
—Pero, qué le estoy diciendo...
—No la he entendido, repita, por favor...
—88888888 ¿ahora me atenderá?
—Muy amable, le paso con el departamento de emergencias...
Después de una larga espera escuchando la musiquita de rigor y consejos publicitarios, al fin se puso el operador...
—Departamento de emergencias, ¿Dígame?
—¡Por favor!, necesito ayuda... la policía está intentando entrar en mi casa, a la fuerza... —el nerviosismo y el tono de la mujer era cada vez más angustioso...
—Cálmese señora, ahora le paso con el departamento de emergencias urgentes...
—Pero, oiga... más urgente, que esto... —El funcionario, no contestó y después de cortar la comunicación, la música empezó de nuevo junto con anuncios y recomendaciones ciudadanas de rigor cumplimiento.
—Departamento de emergencias urgentes, ¿Dígame?
—Oiga... su compañero me ha pasado con usted... sí verá, es qué necesito ayuda urgente...
—No se preocupe señora que para eso estamos... ¿Cuénteme con calma lo qué le pasa?

Luego de estar más de 10 minutos contando la historia, el funcionario con una parsimonia desesperante le contesta:
—¿Dígame qué clase de policía es?
—¿Qué?
—Señora, ¿no era urgente su problema?
—Claro, pero ¿es qué hay varias clases de policías?
—Desde luego señora...
—¿Y cómo sé yo qué clase de autoridad es...?
—Preguntando señora, así de sencillo...
—Esperé y lo pregunto —contestó la mujer alucinada ante la respuesta del funcionario, pero qué remedio. Se acercó a la puerta gritando:
—¿Qué clase de policías son?
—¿Quién lo pregunta, identifíquese?
Luego de gritar sus respectivos nº de identidad al otro lado de la puerta cesaron los golpes y contestaron:
—¿Quién les ha dicho que averigüen, qué clase de autoridad somos?
—¡¡El funcionario del Departamento de Emergencias Urgentes!! —Gritó la mujer con todas sus fuerzas.
Hubo unos momentos de silencio, la pareja estaba más que sofocada, los policías exhaustos de tantos porrazos, daban resuellos. El ambiente era tenso, pero durante unos segundos el silencio se apoderó de la escena.
Al fin, el que parecía que llevaba la voz de mando, dijo:
—Somos de la Autoridad de Consumo.
—¿Cómo, qué? —contestaron al unísono la pareja.
—Sí, han oído ustedes bien y ahora espero que abran la puerta... —replicaron con autoritaria voz.
—Un momento —dijo la mujer—. Acto seguido se dirigió al teléfono, en donde pacientemente estaba esperando el funcionario.
—¿Oiga sigue usted allí? —preguntó con indecisa inocencia.
—Desde luego señora —contestó, algo ofendido—. ¿Ha consultado usted la clase de autoridad...?
—Sí señor... —contestó muy dubitativa—. Dicen ser: la Policía del Consumo...
Hubo unos cuantos segundos... un ruido de buscar papeles, otro sonido de tecleo y por fin contestó el operador:
—¡Está todo claro! Están ustedes denunciados por el Fiscal de Consumo.
—Pero, qué dice... ¿El Fiscal de Consumo? ¿Eso qué es? —La mujer miró a su marido incrédula, los dos intercambiaron miradas de ignorancia y estupor. Al otro lado del auricular, el funcionario frió e insensible contestó:
—Sí, están ustedes denunciados, por varios delitos cometidos contra el consumo: no se le conocen hipoteca alguna, no tiene tarjetas de crédito, no tienen automóvil, no tienen segunda residencia, no se van de vacaciones, no tienen hijos, ni mascotas y lo más grave, no tienen cuenta en ningún banco, todo lo pagan y cobran en metálico... con esta actitud y con personas como ustedes, la economía se destruye...

La pareja no salía de su asombro, con renovada fuerza la policía seguía aporreando la puerta, en un momento de desesperación se les ocurrió a los dos, pedir ayuda por el balcón. A grito pelado reclamaron ayuda, incluso pintaron en una sabana sus reivindicaciones.
Los viandantes a modo de curiosidad se arremolinaron delante del balcón, formando corrillos de indolentes, curiosos, ávidos de chismes y de desgracias ajenas.
Un grupo variopinto y homogéneo, estaba mirando al balcón en donde la pareja pedía ayuda. Al ser sábado, los niños ociosos por falta de colegio accedieron en masa a lo que parecía una diversión, que les sacaría tiempo hasta el comienzo de su capitulo favorito de dibujos animados.
Amas de casa, obreros ociosos, niños aburridos, repartidores holgazanes, porteras chismosas, jubilados, que visto el prometido entretenimiento cambiaron sin dudarlo. Al entretenimiento de ver a los demás obreros trabajando y diciendo entre ellos la forma de hacer mejor la empresa ajena.
Todo ese maremágnum de personas, ahora estaba jaleando a la pareja de desesperados, sin ni siquiera entender lo que demandaban.

La pareja de esposos decidió atarse a la barandilla del balcón, entre el griterío del respetable público y la amenaza de la autoridad, que por fin consiguió derribar la puerta, amenazando estaban con sus porras, esperando la más mínima oportunidad para castigar a ese par de delincuentes, no consumidores...
Abajo, el clamor del público subía en intensidad, empezaron a correr rumores sobre la actitud de la pareja. Todo ello se propagó como la pólvora, lo que antes era indiferencia y incluso curiosidad por la protesta, ahora se tornaba en insultos, reproches y odio hacia ellos.
Aparecieron los bomberos, que con su escalera llegaron hacia el balcón. Cuando estaban dispuestos a subir por ella, un silencio se apoderó de la muchedumbre, solo se oía el murmullo de cientos de gargantas en un profundo respeto y temor al personaje que se abría paso entre ellos. Con movimiento firme y seguro, un personaje vestido de una túnica, blanca, inmaculada que le llegaba rozando el suelo, armado con un maletín negro y sombrero de ala ancha. Todos se apartaron, nadie se atrevió a estorbar la misión que le encomendó: el Departamento de Consumo. Se subió a la escalera y como si fuera una celebridad, fue conducido por la misma hacia el balcón en donde la pareja seguía con su arenga en pos de sus reclamaciones. En cuanto llegó a su altura, ordenó a las fuerzas de seguridad que los desataran y los condujeran al dormitorio, en donde los maniataron, cada uno a sus respectivas camas.

El matrimonio bien atado, los policías de consumo muy quietos y disciplinados observando a una distancia prudente, sin atreverse a interrumpir, o estorbar al personaje de la túnica, este a su vez empezó a descargar un sinfín de bártulos de su negro maletín. Se hizo traer una mesita, la cubrió con una prenda blanca que tenía un delicado calado, dándole la solemnidad adecuada al evento. El enviado, a su señal hace que todos se arrodillen empezando su retahíla:
—En nombre del Padre Consumo, del Hijo Crédito, y del Espíritu hipotecario —todos responden— Amén.
Luego de saludar a todos los fieles, extiende las manos diciendo:
—Dios, padre omnipotente, que quieres que todos los hombres se salven, esté con todos ustedes. —Todos responden:
—Y con tu espíritu.
Cuando el enviado tuvo a todos encandilados, empezó con una letanía machacona y contundente.
En la mesita con una ordenada pulcritud estaban: unas cuantas tarjetas de crédito, documentos de créditos hipotecarios y títulos de propiedad. Con una solemnidad propia de un Papa, empezó a bendecir los objetos, diciendo:
—Dios, que para la salvación de la economía del género humano, hiciste brotar de las aguas el sacramento del consumo, escucha con bondad, nuestra oración, infunde el poder de tu bendición sobre estos objetos sagrados, para que sirviendo a tus misterios asuma el efecto de la divina gracia, que espante los deseos de no consumir y expulse las ganas de ahorrar de esta pareja poseídos por la avaricia, no resida el espíritu del mal pagador y se alejen de no gastar que el oculto enemigo ejerce sobre sus almas pecadoras. Te lo pedimos, por el consumo, por el gasto desenfrenado, por la dejadez de los ahorros, por no mirar los precios, por fundir la tarjeta…
Todos responden:
—Amén.
Acto seguido, empieza a tirar encima de la pareja todos y cada uno de los objetos bendecidos, a su vez los desgraciados se retuercen en agitados movimientos que hacen que crujan sus articulaciones y suelten maldiciones y espumarajos por la boca, con efervescente ímpetu el enviado empieza otra letanía, aun con más fervor que la primera.
—Señor del consumo, Verbo de Dios Padre, Dios de todos los consumidores, que distes a tus santos banqueros la potestad de someter a los no consumidores en tu nombre y de aplastar todo el poder del enemigo; Dios santo, que al realizar tus milagros ordenaste: “huyan los no consumidores” Dios fuerte, por cuyo poder el demonio del no consumo cayó derrotado, destituido del cielo como un rayo, ruego humildemente con temor y temblor a tu santo nombre, para que fortalecido con tu poder, pueda arremeter con seguridad contra el espíritu maligno que atormenta a este par de criaturas tuyas, tú que vendrás a juzgar al mundo por el fuego purificador y en él a los vivos y los muertos, Amén.

En un alarde de santidad purificadora, el enviado sale al balcón proclamando la limpieza impuesta al par de ateos no consumistas, empieza con una súplica señalando a los asistentes que se pongan de rodillas. La chusma obediente a la orden del enviado, toma una actitud de reverencia, que sigue con su suplica:
—Queridos hermanos consumidores, supliquemos intensamente la misericordia del Dios del capital, para que movido por la intercesión de todos los iconos del consumo, atienda bondadosamente la invocación de todos los estamentos financieros a favor de nuestros hermanos pecadores, que sufren gravemente.
A una orden suya, todos replican a una sola voz.
—Señor ten piedad, rogamos por los descarriados, por los que con su actitud destruyen nuestra economía.
Las miles de gargantas vociferaban en una profunda comunión con el enviado, que a su vez agitaba fervorosamente los brazos en un claro signo de favorecer el contagio de la gran masa que rezaba por sus desgraciados no consumidores.
—Tú que por nosotros fuiste tentado por la miseria, tú que decidiste no abrazar el ahorro, no favorecer los recortes, ten piedad de nosotros…
Todos lloraban, todos se tiraban por el suelo, todos imploraban al Dios del consumo en un afán de salvar a sus descarriados convecinos.
El enviado, satisfecho de la pasión demostrada, bendijo a la muchedumbre, volviendo al dormitorio en donde los infelices se debatían apresados por un temblor, al tener contacto con los objetos sagrados del consumo.
Se dirigió hacia ellos en actitud paternal, imponiéndoles las manos encima de sus cabezas, diciendo:
—¿Renuncian a no consumir?
La pareja con una voz más que debilitada, contestan:
—Sí renunciamos.
—¿Renuncian de todos sus actos?
—Sí, renunciamos.
—¿Renuncian del pecado de no derrochar?
—Sí renunciamos.
—¿Renuncian economizar?
—Sí renunciamos.
—¿Creen en el Dios del consumo?
—Sí creemos.
El enviado, siente una gran exaltación, su pecho se hincha de la felicidad innata de un deber cumplido, comprende que tiene que dar el golpe definitivo y expulsar de una vez al Maligno del ahorro.
Toma una cartera llena de tarjetas de crédito, la despliega, dándola a besar a la pareja, diciendo:
Ante este símbolo del consumo, aléjate demonio del ahorro… la pareja da unos últimos esfuerzos por librarse del poder del tarjetero. El enviado no satisfecho, sopla sobre el rostro de la pareja, diciendo:
—Con el espíritu de tu boca, Señor expulsa los espíritus del ahorro, mándelas alejarse porque se aproxima tu reino del despilfarro.
Por fin la pareja se queda relajada. Sus rostros cambian a un estado de santidad, nada hace suponer que antes estaban poseídos por el demonio del ahorro. Ahora sus pensamientos están llenos de gastos, de viajes, de préstamos y de consumir desenfrenadamente.

Les sueltan de sus ataduras. El enviado los abraza, invitándoles que salgan al balcón. La muchedumbre los recibe con una gran ovación, todos están contentos, una algarabía se apodera de todos. El enviado alzando los brazos, manda callar al populacho, invitándoles a un cántico de liberación.
—Mi alma canta la grandeza del señor, y mi espíritu se estremece al gozo de Dios, mi salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de sus servidores. En adelante todas las generaciones nos llamaran felices, porque el todopoderoso ha hecho en nosotros grandes cosas ¡¡Su nombre es santo!! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón…

Fin.

J.M. Martínez Pedrós.

Texto agregado el 27-11-2014, y leído por 171 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-11-2014 Me has hecho disfrutar mucho con tu cuento, así que te perdono algunas faltas de puntuación. Felicitaciones!!! Clorinda
 
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