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Elegía a la casa y otros recovecos

Capítulo VI.
La habitación


I
El Amor

Un cigarrillo y un libro son mis mejores aliados en noches de insomnio. Esa amarga soledad se mete por los poros de la piel hasta matar el hambre, te carcome las heridas o te seduce en una lánguida pesadilla para después aniquilarte.

Al amparo de la luz tenue de esa bombilla, me visto con el mismo cuerpo de todos los días. Un intenso deseo no me deja conciliar el sueño, una idea me acompaña, ¡desnúdame, deshuésame!

El amor, el dolor y la muerte se sintetizan en esta habitación, forman parte de la gramática pues los conjugas con el verbo que mejor te cuadre.

En esta alcoba se encuentran dos cuerpos que se funden, se asfixian, se corrompen y después claman. Decir que nos hemos amado tantas veces es una inexactitud, decir que mi boca ha delineado las fronteras de tu silueta es una realidad. Cabalgo lentamente hasta llegar a tus ojos que me miran sin recato, antes de habitarte crucé por diversos caminos, incluso me acerqué a Dios. Mi vientre está vacío, quise llenarlo de ti pero el tiempo es inexorable y este espacio solloza por el desierto que le habita.

Tus manos tienen el misterio de la magia, saben cuando tocarme el corazón y cuando hacerme tuya, también saben acariciar la parte más obscura de mi espacio que comparto y te pertenece. Si alguna certeza tengo, es que tu amor me abriga.

Miro una mariposa blanca,
alas al vuelo,
al tiempo,
pletórica,
se posa sobre mi pubis.

Después del amor, el reloj sigue su marcha. Despiertas y la cama está vacía, tan ancha que no llenas ese hueco, sólo queda la humedad y el olor de tu perenne presencia. El silencio suele ser solemne y cuando callas eres polvo, eres luz, eres ciego, tan ciego que callas.

En el baúl siempre hay un sol, en el cuarto espera una luna nueva, tengo una estrella en el vértice de mi mano para extender un cálido abrazo al momento de tu llegada. Aquí permanezco para desnudarme frente a ti y caer en mil pedazos. Me doy plena, emancipada de los atavíos, me expando por la topografía de tu trazo cuando cae la tarde.

Te quiero en mangas de camisa, al borde de la cama, cruzando por el abismo de mis ojos ermitaños sin preguntas. Imagino mis brazos ceñidos a tu cintura y mi cabeza en tu hombro para caminar por las calles de este mundo. A lo lejos, advierto una barca anclada al muelle ansiosa por emprender el recorrido.

II
El dolor

Hoy me duele todo, desde la uña del pie izquierdo hasta la orilla sureste de la nariz. No tengo alivio, ni paz, ni pena. Las horas susurran en un tic tac, me encuentro ante una mirada lejana y distante. Este corazón augura el Apocalipsis, se anticipa a la profecía divina que se anida en la faz de la tierra, en el centro del hombre.

Tiendo al sol este dolor ancestral. Estoy cansada del destierro de mi misma, de no haber estado nunca en ningún lugar, en ninguna parte. Errante cruzo océanos, desiertos y el dolor se arraiga en el vacío de esta vida de nadie, tan inclemente y osada. Graznan los escarabajos esculpidos en las tumbas.

Este dolor se asemeja a la piedra en el zapato en medio del desierto que me impide seguir por la vereda. Descubrí la desventura al verme presa en la inmediatez de tus confines. Las coordenadas de mi médula presagian el cansancio de la prórroga. Sigo tus pasos sin sentido, ¡huyes!, la adversidad me desvía de tu marcha.

Me debato con el fantasma que tiene rostro de mujer ligada a tu abismo. Sé que cuando la amas evocas mi presencia, con tu olfato recorres el olor de mi cuerpo y sus huellas intangibles que llevas entre los dedos. Por los laberintos de tu mente, me inventas una y mil caricias en las zonas más prohibidas. Como un convicto, después del amor, duermes dibujando el otro lado de la angustia.

Mientras tanto yo, vivo el sepulcro de esta habitación y sus secretos. A veces, ciertamente, lloro porque no puedo con tanta tristeza. De noche te tiendes como un sol para poseerme en el vacío. Rondas por la lobreguez del cuarto y me aniquilas en los sueños. Callo para no decirte nada. Cuando inicia la alborada exclamo con un grito sordo, ¡quédate, no te vayas todavía!

III
La muerte
El amor es letal cuando se vive en soledad. Todos los días te veo en los fragmentos de mi muerte, desvío la mirada para no encontrarme contigo en la agonía. Lúcido, amante, loco y yo, simplemente muero. Muero de ti, muero de muerte y en la muerte escucho tu lamento. De una vez y para siempre quisiera matarte en mis escombros, lucho en contra ti o de mí, eso no lo sé. Me extingo en las tinieblas ¡Qué callada manera de morir hasta en la muerte!

Las viejas trampas me llevan a este duelo. Es cierto, en el otro me pierdo, renazco en las sombras. En el epitafio de nuestra muerte se adivina, apenas legible, una frase que da sentido a la razón.

En el perverso juego del amor
yacen dos cuerpos,
entre los dos, hay cien horas y un abismo
resucitan sus secretos y el olvido.
¡Ah, serena llega la alborada!
Nahuatlacas, 1997-2001

Texto agregado el 01-09-2004, y leído por 587 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
07-01-2006 Es sensual, doloroso y apasionado. Una mezcla nostálgica de muchas vidas. Realmente me gustó. lavin
22-06-2005 Pudo ser mejor, crees que el deber y la condena es no tener una maga cualquiera, sino una sola que es la obra? Nicofg
15-01-2005 Realmente me costo trabajo no dejarme llevar...me gusta todo..pero la primera parte simplemente es genial.felicidades un beso lobomexiquense
20-10-2004 Es muy interesante tu texto, tu propuesta deja pensando, estéticamente es buena, conceptualmente, mejor. Muy bueno. orlandoteran
29-09-2004 Es excelente. me gustó mucho, me llevó a recordar viejas penas de amor. Además muy buena calidad de escritura. te dejo mis estrellas y un beso espartako
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