Cada noche solía esperarla a escondidas y verle pasar por la calle cerca de su casa. No se atrevía a decirle palabra alguna por temor a no ser escuchado. No sabía su nombre ni dónde vivía, jamás la seguía, sólo la perseguía con su mirada, y por más que quisiera correr tras ella, sus pies permanecían inmóviles, le temblaban y no le dejaban andar. Se escondía en medio de la oscuridad para no ser visto, sin saber, realmente, que de reojo, ella no dejaba de verlo hasta cruzar por la esquina. La primera vez que la vio fue ella quien se fijó en él, y él nunca lo supo; pero después de esa noche, todas las noches, un minuto antes o uno después, ella llegaba puntual a su encuentro; ese encuentro silencioso en el que, callados, ambos se decían todo sin ni siquiera hablarse, sin ni siquiera mirarse. Y así pasaban los días, los meses, y hasta los años. Ella tomaba como de costumbre el tren de las seis y él, con su bicicleta, desafiaba a los autos y buses para la cita puntual de todas las noches. Si a ella se le presentaba más trabajo, simplemente decidía dejarlo para el día siguiente, no podía faltar a su cita de siempre. Y si era él quien debía quedarse hasta más tarde, sencillamente se escabullía para ir a casa puntual como siempre desde aquella primera noche en que la vio. Y después de tanto tiempo, decidió, por fin, hablarle, seguirla a su casa y preguntarle su nombre. Por eso, esa noche, cuando la vio acercarse, su corazón se aceleró, sus venas no eran suficientes para controlar su fluido sanguíneo, y sus neuronas, que se chocaban unas con otras, no le dejaban pensar claro. Ella caminaba lentamente, y como nunca lo había hecho, al momento de pasar en su misma dirección, giró su rostro y lo miró directamente a los ojos; no tuvo que decirle palabra alguna para reconocer en ellos que ella también sentía lo mismo. Dobló por la esquina como siempre, y entonces, él supo que era el momento de que sus pies se echaran a andar hacia ella, pero cuando estaba a punto de doblar, un fuerte golpe acompañado de una luz que le cegaba, llamó su atención, era un auto que aceleraba y se alejaba cada tanto que él corría. Y cuando cruzó por la esquina, supo que había llegado tarde. Después del golpe, ella había rodado unos metros más adelante. Su cuerpo yacía inerte sobre el suelo. Se dejó caer junto a ella y se quedó dormido. Cuando despertó, ya no estaba a su lado; se levantó como siempre y se miró al espejo. Su rostro, lleno de arrugas, le hacían ver el paso del tiempo. Vivía su vida en un sueño y el sueño en su vida. Y todas las noches, desde la primera noche en que la vio en sus sueños, la esperaba; y todas las noches, desde ese accidente en sus sueños, acompañaba su cuerpo inerte sobre el suelo. Y siempre, al despertar, ella se alejaba. Pero un día, al abrir sus ojos, la vio a su lado; ella se levantó y él la siguió como nunca se había atrevido a hacerlo. Giró su rostro y lo miró a los ojos, era joven aún y llevaba el mismo vestido de esa noche que él no había borrado de su mente. Le tendió la mano y él se la apretó fuerte. Entonces supo que estarían juntos para siempre. Entonces supo que su sueño ya no era un sueño. Entonces supo que él también estaba muerto. Y nunca supo su nombre.