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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / La Leyenda del Holandés Errante, capítulo 24.

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Capítulo 24: “Venganza a la Sheefnek”.
Nota de Autora:
Estimados… hoy debería estar feliz… me han llegado comentarios, varios, y me he sentido un poco famosa –sé que es tonto, lo sé-, sin embargo, hay dudas que me mutilan –y deudas del corazón, como diría la canción-.
Para comenzar no sé si alcance a terminar esta historia este verano y eso es algo que me mata, permitidme decíroslo. La sola idea de que seguiré estancada en esta historia –la cual me fascina- ya me pone de mal humor. No es que no quiera seguirla, es que sencillamente quisiera abocarme a otras y no puedo, soy demasiado obsesiva como para escribir dos cosas al mismo tiempo, o es una o es la otra. Quiero terminar la Leyenda del Holandés Errante incluso por vosotros mismos, para que podáis leerla con calma y completa, sin quedaros en la mejor parte y tener que esperar diez meses por la continuación –que, comprendo, no es nada agradable-.
Bien… por otro lado, me he enterado de que la caza de perros callejeros es legal en Chile desde hace… hum… hoy. ¡¿Qué clase de estúpido país es este?! ¡Dios mío! ¡Me siento avergonzada de mi propio país! ¿Hemos vuelto a la Edad Media, acaso?
Este capítulo va dedicado a mi pequeño hermanito adoptado por mí misma –y que tan dulcemente me ha adoptado como su hermana mayor-; me refiero a Thomas, quien recientemente estuvo de cumpleaños y, sin embargo, por diversos motivos, no fue precisamente un cumpleaños feliz. Hermanito, te quiero mucho, tú no estás solo. Recuerda: Sigue tus pasos y encontrarás que todos los caminos ocultos se esconden en tu cabeza, sólo necesitas tu orgullo para llegar. Sigue adelante, hay un sentido para la vida, el cual alguna vez habrás de encontrar; sigue adelante, es tiempo de olvidar los remanentes del pasado. (Como siempre, parafraseando a los geniales Angra).
Ahora sí, para cerrar esta nota de autora –que me está saliendo muy larga, una página, imaginaos… al parecer no conozco el significado de la frase “nota de autora breve”- propongo que oigáis la canción Nerón, de los geniales Tierra Santa. Esta canción hay gente a la que le cae, aunque no me creáis. Un ejemplo es mi padre, a quien, para no decirlo de una forma tan fuerte, lo detesto… Esta canción refleja tal cual es él: loco, necio e ingrato; cobarde sin tierra ni cielo. Sutil ignorante, farsante, sin alma ni honor.


A eso de las 4 de la mañana del día 28 de enero el puerto de Liverpool comenzaba a activarse para lo que sería la jornada normal de trabajo. Los barcos comenzaban a zarpar con la marea alta, ya fuese con destinos lejanos o simplemente a pescar los pequeños botes. Otros barcos, que habían permanecido en la rada, comenzaban a allegarse al muelle para que el Inspector de turno charlase con el capitán, quien declararía la mercancía que llevaban, la cual iría a dar a los cientos de almacenes que tanto pululaban en las calles cercanas a la costanera.
Entre todos esos bajeles a la espera de ser registrado, había una corbeta de casco marrón, no en muy buen estado, probablemente había entrado en servicio a inicios de siglo. Llevaba el velamen arriado, no necesitaba utilizarlo, y en la parte más alta del Nido de Cuervo, ahora vacío, flameaba con el cortante viento invernal, una bandera británica. El navío era comandado por un hombre de rasgos que, pese a que no lo volvían una belleza, eran demasiado hermosos como para ser masculinos. Cada tantos metros algún miembro de su tripulación seguía el mismo patrón de características, sin embargo se encargaban de esconder sus rostros consideradamente debajo de las sombras que prodigaba el tricornio. Nada en ellos llamaba la tripulación, excepto eso.
Cuando llegó el turno de la revisión, el Inspector le saludó con un cordial apretón de manos, mientras sus dos ayudantes se quedaban atrás a la espera de órdenes.
-Nombre del navío-preguntó el Inspector, acomodándose los lentes, mientras uno de sus hombres se adelantaba con una pluma y un tintero.
-The Queen of Sea-respondió el capitán con voz suave.
-Quién lo comanda-leyó el Inspector con voz impersonal.
-Capitán Jones-dijo el capitán y, para deleite de los presentes, añadió con una reverencia-, a su completo servicio.
-¡Vaya, capitán Jones!-exclamó el hombre reacomodándose los lentes- ¡Lo recordaba diferente! Ahora podría decirse que está usted rejuvenecido-se atrevió a bromear.
-Oh, es de las maravillas que ofrece África-exclamó el capitán-.
-¡¿África?!-se sorprendió el otro de una tierra que consideraba yerma.
-Sí, África-corroboró el capitán-. Hay una especie de barros que, al probarlos en la piel, tienen un efecto rejuvenecedor.
El Inspector hizo un gesto de aprobación y siguió leyendo el formulario:
-Mercancía para declarar-.
-Ébano y oro-dijo el capitán.
-¿Y ese barro milagroso no?-preguntó el Inspector, mezcla de desilusión e intriga casi de detective.
-Lamentablemente no esta vez. Primero tengo que ver si lo necesita la población-se excusó el capitán, para luego añadir elegantemente y con ademán de desesperación-: ¿se imagina usted si yo lo trajera y nadie quisiera comprarlo?
-Mejor para usted-añadió el Inspector en gesto de broma-: tendría la Fuente de la Juventud en su propia casa.
-¡Oh, tonterías! Tendría la Fuente de la Juventud en casa, pero me iría a la bancarrota-replicó el capitán.
-Tiene usted razón-le concedió el Inspector, para añadir con gesto conciliador-; piensa usted como todo un mercante.
Acto seguido, el Inspector le dio la cifra que debía pagar por el concepto de los impuestos –que, dicho sea de paso, eran cada día más elevados en el Imperio Británico y sus variados territorios de Ultramar-, le cortó la factura, le aconsejó unos almacenes portuarios donde podía comercializar sus productos –sabía de cierto que el capitán Jones los conocía, pero era su trabajo recomendárselos- y se retiró a registrar otro navío, luego de desearle una muy buena venta.
De inmediato, los marineros de The Queen of Sea comenzaron a arrojar rampla abajo por el muelle los barriles llenos de ébano y oro, que eran en sí una suma gloriosa. Al mismo tiempo, el capitán Jones ingresó en el camarote principal acompañado por varios de sus hombres. En ese lugar le esperaba un caballero atado de manos y pies, amordazado y, como si eso fuera poco, amarrado a la cama, quien le dirigió una mirada nada amable cuando entró. Era sino, el verdadero capitán Jones.
-Este favor será difícilmente olvidado, capitán Jones-dijo su impostor, quien no era sino Liselot Van der Decken-. Espérennos aquí, aún hace falta su paga-dijo, dándose la media vuelta y saliendo a la Cubierta Principal.
Y, mientras bajaba del barco, no pudo evitar admitir que la idea de los barros milagrosos había sido una gran idea… lástima que no existían… Tocó tierra firme, por primera vez en 25 días y ayudó a 17 de sus tripulantes a reordenar la mercancía para ir a negociarla a distintos almacenes, de los cuales, al salir, llevaba una buena suma de dinero… y barriles vacíos a cuestas.
Ya aclaraba cuando regresó a The Queen of Sea. Ingresó de sopetón al camarote del capitán, mientras sus hombres acomodaban los toneles vacíos.
-Capitán, Jones, vengo a proponerle un trato-dijo sin tomarse el tiempo ni de cerrar la puerta.
El hombre la miró, poniendo los ojos en blanco. Ella, conociendo la estratagema perfecta, dejó caer elegantemente de sus dedos, a chorros, el dinero. Las monedas tintinearon con su sonido característico sobre la superficie de madera de la mesa de noche. Él abrió los ojos cuán grande pudo.
-Este dinero, va de paga por habernos… hum… proveído del tan necesario transporte-continuó ella.
Él miró su suntuosa paga, sin poderse creer tanta maravilla.
-Sin embargo, usted seguirá atado en lo que tardamos en volver. No queremos por nada del mundo que nos deje atrapados aquí-replicó ella.
Él volvió a mirar las monedas, tan brillantes, tan hermosas. Era horrible ver la paga que tanto había anhelado y seguir miserablemente atado en su cama; poseerla, pero no tener ningún poder sobre ella.
-Si todo sale como esperamos, esa es sólo la mitad-continuó Liselot.
Los ojos del hombre se agrandaron desmesuradamente. Aquello y sumada la otra mitad no sería ni la mínima parte del total de la ganancia, pero ver el dinero, contante y sonante, era maravilloso, era mil veces mejor que saber que estaba guardado en las bóvedas del banco.
-Que tenga buen día-le deseó su interlocutora para salir nuevamente y dejar cerrada la puerta por la que apenas sí se filtraba luz, al parecer afuera sería un día nublado.
-¡Vámonos!-exclamó con su recién adquirida voz masculina, al tiempo que cuatro hombres salían de las entrañas de la cubierta para acompañarla.
Siguieron la pista de Dirck Sheefnek, aquella misma que habían perseguido durante la madrugada. Llegaron a una bonita posada en el interior de la ciudad. No sería lo más elegante del mundo, pero tampoco era una taberna de mala muerte en los suburbios. Liselot bufó… ciertamente no se esperaba menos de Sheefnek. Entraron y, sin siquiera saludar al posadero, buscaron la habitación en la que habían oído que se hospedaba. La abrieron de golpe. Ni una mosca se sintió volar ahí dentro. Pisaron suavemente el piso crujiente de madera, sólo eso se oía. Sacaron sus metralletas, que habían guardado tan pulcramente al interior de sus ropas.
-¡Ya estoy aquí! ¡Dime! ¿Qué quieres de mí?-gritó Liselot voz en cuello, más porque no sabía qué decir. Todos sus demonios, de una u otra forma, se habían vuelto realidad.
Sin embargo, no salió nadie, ni se escuchó risa burlona alguna.
-Señor, dígame, ¿qué busca?-exclamó a sus espaldas el posadero, quien recién llegaba a toparse con esa escena.
-Busco a un tal Dirck Sheefnek-dijo recuperando su voz masculina.
-Ha dejado la habitación temprano, señor. Ciertamente, se hospedaba justo aquí-dijo el posadero, asustado.
-¿Ha dicho a dónde iba?-preguntó Liselot.
-No, señor, no ha dicho nada. Apenas sí ha dejado la paga-dijo el hombre.
-Sin embargo, volverá en alguna hora, ¿o no?-dijo Liselot intentando ser lo más amable posible con el pobre hombre.
-Me temo que no, señor. Se ha ido para no volver. Fue bastante extraño, ahora que lo recuerdo. Vino un hombre, envuelto en una capa completamente negra por la madrugada y ha dicho que quería pasar. Sin embargo se fue a los pocos minutos. Creí que no le había gustado la habitación que le di. Y, no pasó mucho rato, señor, hasta cuando el caballero Sheefnek se fue-explicó el posadero, sobándose nerviosamente las manos.
Los cinco marineros del Evertsen se miraron enarcándose mutuamente las cejas; sabían de cierto que jugar al gato y al ratón con Dirck Sheefnek no era algo principalmente divertido. Liselot se adelantó y sacó de su bolsillo unas cuantas monedas.
-Tome, señor, esto va por todas las molestias que le hemos hecho pasar…y porque podríamos apostar que Sheefnek no le pagó todo-dijo Liselot.
El posadero tomó las monedas con manos temblorosas y miró asombrado a Liselot. Después de todo, ese caballero no era tan malo como parecía.
-Muchísimas gracias, señor-dijo a medio tartamudear.
Tras eso guió a Liselot y a sus hombres hacia la salida y, apenas cerró la puerta de la posada los cinco se miraron.
-Y qué hacemos ahora-preguntó Liselot.
Ellos se encogieron de hombros: si la capitana no sabía, nadie lo sabría.
No muchos días atrás –apenas si unos cinco- un barco, una goleta de casco impecable atracó de medianoche en una ensenada que nadie conocía en las cercanías de la propia Liverpool. El casco era impecablemente limpio, marrón. Llevaba una raída bandera británica, aunque ninguno de sus marineros se sentía identificado con esa bandera en lo absoluto. Todos bajaron del bajel y se dirigieron a la ciudad portuaria con fin de disfrutar de una buena botella de ron en alguna buena taberna. Así que, al resguardo de las sombras, se ocultaron de los soldados del rey y entraron sin más a descansar de un buen viaje con buenas ganancias. Todos se sentaron, algunos dispersos y otros en solitario en la barra.
-¿Hermano?-preguntó un jovencito de unos catorce años a un marinero de cerca de veintidós.
El susodicho marinero volteó y, no exento de sorpresa vio ahí parado a su hermano menor.
-¿Pete?-preguntó achicando los ojos, diciéndose a sí mismo que no podía ser cierto.
-¿Arthur?-volvió a preguntar el muchachito.
-¡Pues claro que soy yo, Pete!-exclamó Arthur.
Ambos hermanos se abrazaron felices de verse otra vez. Habían creído que jamás se volverían a encontrar luego de la decisión de Arthur de volverse pirata para llevar el pan a casa.
-¿Qué haces por acá?-preguntó Peter, sin poder creer del todo que frente a él estaba su, por tanto tiempo perdido, hermano mayor.
-Los suburbios de Liverpool son ideales para que The Storm desaparezca la mercancía y haga aparecer el dinero, ¿no crees, Pete?-preguntó el hermano mayor enarcando una ceja.
-Es peligroso, Arth-dijo Peter, empleando el apodo por tanto tiempo olvidado.
-Mi vida está hecha de peligros, Pete-replicó Arthur.
-¿Y alguna buena historia?-preguntó Peter, queriendo volver a ser un niño aunque fuera por una vez y dejar de pensar en que tenía que economizar todo lo posible el dinero que enviaba su hermano.
Arthur sonrió, podría decirse que enternecido. Después de todo, Peter seguía siendo el niño pequeño que había dejado hace cinco, casi seis años.
-Conocí a la Holandesa Errante-dijo sabiendo que esa historia interesaría a su hermano.
La frase surtió su efecto, el muchacho abrió los ojos de par en par, sin siquiera atreverse a mirar a la cara a Arthur.
-Y hay que admitir que esa mujer se bate bien-dijo asintiendo con la cabeza.
En ese momento apareció la tabernera. Una mujer de cuerpo escultural, pero de unos modales nauseabundos. Colocó dos botellas en la barra.
-¿La Holandesa Errante?-preguntó enarcando la ceja, para luego estallar en carcajadas-. Sólo existe el asqueroso del Holandés Errante y eso sólo en el caso de que creas en cuentos de vieja-dijo la mujer.
-No lo creo, Jane-dijo Arthur, quien conocía de toda la vida a aquella señora-, vi el Evertsen, peleé contra el Evertsen. Lo raro es que la Holandesa Errante no estaba en su barco, sino que en otro-dijo él, mientras Jane decidía quedarse a escuchar la historia.
El muchacho le miró y Arthur comenzó a narrar.
-Estábamos en medio del Atlántico y asaltamos un barco mercante francés. Detrás de nosotros llegó la Armada. ¡Por favor! Era una estupidez… les robamos a sus enemigos y nos atacan a nosotros. Estábamos huyendo y encontramos una corbeta inglesa: The Queen of Sea. Asombrosamente, el barco de la Armada dejó de perseguirnos. Como era un barco mercante, decidimos atacar. Pero se batían demasiado bien. Al momento del abordaje nos devolvieron casi a patadas a The Storm y en medio de la cubierta estaba ella, la capitana Van der Decken. Seguimos avanzando y unos días después, el Evertsen nos avistó y empezó a cañonearnos. Eran como balas, pero nunca había visto nada parecido. Vimos en cubierta y ella no estaba…-dijo Arthur, terminando de narrar.
Los días pasaron y Jane, la tabernera, contó la sorprendente historia de su cliente una, otra y otra vez. Hasta que un hombre la escuchó e interesado por la noticia de que Liselot Van der Decken andaba cerca, fue a hablar con el capitán de The Storm a proponerle un interesante trato.
Volviendo al presente, un grumete holandés llegó corriendo hasta Liselot.
-¡Capitán!-exclamó para mantener las formas-. Le esperan en The Queen of Sea.
Como no tenían nada más que hacer, se dedicaron a seguirlo de regreso al barco.
Cuando llegaron, varios marineros británicos hicieron una reverencia a la capitana Van der Decken. Se ofrecieron a formar parte de su tripulación y sacarle 15 nudos a ese barco –lo cual era una cifra más que suficiente para la época-. Ella, en medio de su prisa, pensó que diez hombres de mar, de apariencia ruda y trabajada –a las claras, piratas- eran justo lo que necesitaba para ir tras los huesos de Sheefnek. Entonces, entre frases ambiguas, logró sonsacarles que ellos sabían que un tal Sheefnek había dejado el Archipiélago esa mañana y que sabían perfectamente en qué barco viajaba. Les importaba porque les debía dinero, al parecer. Ellos eran justo lo que necesitaba, no cabía duda.
Al partir, le dijeron que tomara por una ensenada, que por ahí había tomado el barco, el cual hacía la misma ruta siempre, ellos lo sabían bien. Ella fue y encontró un barco atracado, nada anormal. Siguió andando; sin siquiera saber que era perseguida.
Quince días después, el 10 de febrero, The Queen of Sea tocaba nuevamente las cálidas aguas del Caribe, dejando atrás la frialdad de Inglaterra.
Una noche que Liselot no estaba de turno en el Puente de Mando, uno de los nuevos marineros de su tripulación estaba a cargo de guiar el timón mientras ella dormía tranquilamente. El marinero giró la rueda de madera y, de pronto, un estremecimiento recorrió el navío de popa a proa.
-¡Capitana! ¡Capitana!-exclamó un marinero.
Liselot, alarmada ya por el remezón de hace unos minutos, abrió la puerta.
-¡Hemos encallado en un arrecife!-explicó el desesperado marinero-. La quilla está rota y el agua ha empezado a filtrarse. En no más de dos horas nos habremos hundido -.
Liselot comprendió la urgencia del momento. Ese barco no tenía botes salvavidas, en realidad, no tenía botes de ningún tipo. Y estaban en mitad de la nada. El Caribe era una plaga de islas, en ese momento no estaban cerca de ninguna. En cubierta ya lanzaban bengalas en distintas direcciones. No tardó en aparecer en el horizonte un barco bien conocido por todos: The Storm.
-¡Todos a los cañones!-exclamó Liselot, pensando que aquel barco no ayudaría en nada. Tendrían transporte, pero serían prisioneros. Más esperanzas estaban en cañonearlo y poder tomarlo. Sin embargo ningún marinero se movió excepto los hombres del Evertsen-. ¡Es The Storm! ¡Nos hará trizas si no actuamos rápido!-gritó frenética… había esperanzas… quería aferrarse a ellas.
Los marineros del Evertsen, ni lerdos ni perezosos, tomaron las balas y comenzaron a apuntar los cañones. Sin embargo se encontraron con la brillante sorpresa de que la pólvora estaba mojada, los cañones sucios y las balas no estaban en condiciones de ser disparadas.
-Capitana, la artillería no es opción-dijo un hombre.
-Está bien, al timón entonces-exclamó subiendo en volandas las escaleras al Castillo de Popa-. ¿De qué lado se filtra el agua, Brath?-preguntó con las manos ya en la rueda-. ¡Brath!-exclamó, sin embargo el hombre permaneció impasible, como si no hubiese escuchado absolutamente nada-. Está bien-dijo, no estaba en su intención presionar a nadie, nunca lo estaría-. ¡Vossen! ¡Vaya a la última cubierta y tráigame el informe!-exclamó.
El susodicho Vossen se cuadró y exclamó:-¡A la orden, capitana!-. De inmediato corrió hacia la escalerilla que llevaba a las entrañas de la nave. Sin embargo, un puñetazo en su cara lo detuvo, dejándolo tendido en el suelo, inconsciente. Liselot miró confundida al pirata que había noqueado a uno de sus hombres más fieles, preguntándose por qué. Sospechando lo que sucedía, una grumete del Evertsen corrió hacia la escalerilla, pero no había recorrido más que unos metros cuando un balazo le perforó el cuerpo de un lado a otro, dejándola tendida, muerta, en un charco de sangre.
Los marineros del Evertsen se lanzaron a la batalla metralleta en mano: esos hombres, además de desleales, ya no les servían sino para causar problemas. Un cañón tronó y una bala atravesó el timón de The Queen of Sea, dejándolo hecho trizas. Liselot alcanzó a apartarse a tiempo del mentado artilugio.
Los piratas holandeses se vieron entre dos fuegos: las balas de cañón de The Storm y la batalla cuerpo a cuerpo en The Queen of Sea. De pronto las balas de metralleta se les acabaron y esos pesados artilugios sólo fueron lastre, que les impidió pelear correctamente con las espadas. Al final, no sólo se vieron superados en número, ni abordados por los piratas británicos, sino que además en medio de un círculo de gente que los apuntaba y amenazaba con asesinarles con sólo apretar un gatillo. Antes no les hubiese importado entregarse sin más a la muerte, pero tenían una misión por cumplir: había alguien, perdida en alguna parte del mundo, que les necesitaba y no podían abandonarle a su suerte.
Uno a uno, los veinte marineros que consiguieron salvar la vida, incluida la capitana Liselot, comenzaron a arrojar las espadas y las metralletas, y cualquier arma que llevasen sobre el cuerpo. Acto seguido los amordazaron y amarraron de pies y manos para transportarlos con mayor docilidad a The Storm.
Una vez a bordo de The Storm fueron llevados a las bodegas, de las cual les sacaron dos días después. La luz día, luego de tanto tiempo separados de ella, terminó por cegarle, especialmente su bello resplandor sobre las aguas azul verdosas del mar. Los dividieron en grupos de a cuatro y se les entregó, a cada grupo, una pistola con una única bala y una pequeña bolsa con comida que no alcanzaría para más de dos jornadas. Si no morían de hambre, acabarían por matarse mutuamente por aquel escuálido alimento.
El último grupo en salir de las entrañas del barco fue el de la capitana Van der Decken.
-Capitana, capitana, capitana-rió el capitán de The Storm con sorna-. Creo que hay una cosa que dos que no sabes.
Y eso era por supuesto algo obvio. Aquella vez, en Liverpool, se le había acercado un hombre llamado Dirck Sheefnek, atraído por la noticia de que sus marineros se habían enfrentado a la capitana Van der Decken, quien viajaba a bordo de The Queen of Sea. Ese hombre le había ofrecido una gruesa suma de dinero si le informaba cuando ella llegara a la ciudad –que sus informantes ya le habían dicho que ella estaba muy cerca de Liverpool- y que la siguieran, la enfrentaran y la retuvieran hasta abandonarla en una isla desierta, con la menor cantidad de tripulantes.
Ella sintió unos férreos deseos de darle una buena bofetada, de esas que le voltearían la cara de un lado a otro a cualquiera. Sin embargo, no alcanzó siquiera a levantar la mano. Entre dos hombres la tomaron en andas y la dejaron en la borda, de la cual la lanzaron sin ningún amago de caballerosidad. Luego lanzaron a sus compañeros y las pocas pertenencias que llevarían a la isla, la cual estaba apenas sí a unos pocos metros.
Apenas llegaron a la orilla, rezumando agua, The Storm soltó amarras. Sin embargo, no llegó muy lejos: de entre los recodos de aquel archipiélago aparecieron tres barcos con bandera británica, sin duda eran tres goletas de la invencible Royal Navy. Dos barcos siguieron a The Storm, que se dio a la fuga de inmediato. La nave insignia fue directamente a la isla en que estaba Liselot. Uno de los marines holandeses quiso disparar, pero su capitana le detuvo. Los hombres británicos bajaron y, lo primero que vieron, fue el inconfundible rostro de la Holandesa Errante. Dieron un respingo de deleite.
Y si vas a la última isla, te encontrarás con una reconocida pirata que vale la pena capturar y ahorcar… eso le había dicho Dirck Sheefnek en Londres cuando le había pedido que fuera a seguir a The Storm.

Texto agregado el 06-02-2015, y leído por 120 visitantes. (1 voto)


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