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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / La Leyenda del Holandés Errante, capítulo 26.

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Capítulo 26: “Hasta Aquí Llega Mi Mapa”.
Nota de Autora:
Hola, estimados, luego de tres días sin tocar siquiera el teclado de mi computadora, comprenderán que estoy deseosa de volver a tratar con vosotros, especialmente cuando el verano se acaba –vuelvo a clases en dos semanas, de las cuales siempre dedico una a repasar, aunque odio hacerlo, arreglar mi sitio web y retomar la flauta luego de dos meses de ni mirarla de tan concentrada que he estado escribiendo- y muy pronto no nos volveremos a ver. Quizá La Leyenda del Holandés pase un cuarto verano sobre mi escritorio, ¿quién sabe?
Pero prefiero no seguir torturándome con preguntas inútiles y cumplir con lo que he prometido. ¿Recordáis que la Nota de Autora anterior había prometido que os haría una lista de las mejores películas que he visto en mi vida –que he visto mucho buen cine- y el personaje que me moló de cada una? Pues, aquí os va:
-La primera, obviamente, es mi favorita: El Señor de los Anillos, el Retorno del Rey. He divagado con la almohada largas jornadas para escoger el personaje que me moló de esta película, porque hay dos que de verdad me dejaron helada. Así que, os diré quiénes son: Aragorn, que realmente me fascina, y Éowyn, a quien admiro muchísimo. Ambos me identifican en gran medida.
-El Señor de los Anillos: Las Dos Torres; definitivamente es Sméagol con todos sus dramas existenciales.
-El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo. Frodo Baggins, mi personaje favorito de toda la trilogía, tanto del libro como de las películas, y la Dama Galadriel, quien sencillamente es maravillosa, poderosa, bella, audaz… en fin, no hay palabras para describirla.
-Piratas del Caribe: La Maldición del Perla Negra, película que por largo tiempo fue mi favorita –antes de descubrir, por cierto o no, al Señor de los Anillos-. De esta fabulosa película de aventuras rescato al genial, increíble, asombroso y pícaro Capitán Jack Sparrow, personaje que apenas lo vi en la primera escena supe que era mi versión masculina y adulta –sí, señores, ese es el motivo por el cual Mariette se apellida Sparrow-.
-Piratas del Caribe: El Cofre del Hombre Muerto. Esta película nunca, por a, b, c, d y triple z motivo la he podido ver completa –siempre veo el inicio y el final-, pero a quien destaco de esta película es a la misteriosa Tía Dalma.
-Piratas del Caribe: En el Fin del Mundo. Esta película, debo admitir, que la primera vez que la vi no entendí nada de hacia dónde iba y me enredé de lo lindo, pero después de verla cada vez que la pasaban por la tele –que gracias a Dios la pasaron muchas veces en ese tiempo- logré comprender la maraña de estrategias y me pareció sencillamente brillante. Me costaría escoger un personaje, pero si tengo que mencionar a alguno sin duda elijo a Barbossa. ¿Por qué Barbossa? Bien, la interpretación me pareció fabulosa, su guión fue muy acertado y el rol que jugó en la trama me dejó boquiabierta.
-El Hobbit: Batalla de los Cinco Ejércitos. Debo admitir que cuando fui al cine a verla con unos amigos estaba con emociones encontradas: por un lado, no me la quería perder por nada del mundo, y por el otro sentía una profunda desilusión. La trilogía del Hobbit que hizo Peter Jackson no fue de mi agrado, sabedlo, pero esta película podría decir que le faltó muy poco para eclipsar a El Retorno del Rey –que ya sabéis es mi favorita-. No sólo fue un acertadísimo cierre para la trilogía cinematográfica –salvándola de mis dardos, entre otras cosas-, sino que es una gran película. De este film me encantó Bardo, de hecho mi escena favorita es protagonizada por él –cuando asesina al dragón Smaug, otro personaje de mi agrado, con ayuda de su hijo Bain-.
-Goethe! Sí, habéis leído bien: me he saltado del cine épico medieval al cine romántico, y esto no es algo que se dé todos los días –odio el cine romántico, para que una película de esa categoría esté en mi listado, ha de ser muy buena-. Me pareció sencillamente conmovedora, muy bien ambientada y me pescó del inicio al fin, tanto emocional como mentalmente. El personaje que resalto en esta ocasión es el propio Goethe, la interpretación del actor que escogieron fue fantástica, el personaje es sencillamente un genio, frenético, romántico, atrevido y no cae en la galantería ni la estupidez. Ignoro si así era el verdadero Goethe, pero el personaje es genial, sencillamente genial.
-La Ladrona de Libros. Sí, yo, la que dice que no le gustan las películas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial, he puesto esta película en mi listado. El personaje que resalto es Max Vandenburg, quien me parece sencillamente adorable, asustado pero a la vez valiente y siempre colocando a los demás en los primeros puestos de sus prioridades sin importar cuán necesitado esté. Aparte, en lo personal, me recuerda a un amigo muy querido, si está leyendo, sabe a quién me refiero.
-Las Crónicas de Narnia: El Príncipe Caspian. ¿Tengo que explicar por qué encuentro a Caspian sencillamente maravilloso? Pues, además de traer una historia realmente triste a sus espaldas, es valiente, pero a su vez se siente perdido y reacciona de maneras geniales… la interpretación del actor por lo demás estuvo a la altura de un personaje que me gustó tantísimo al leer el libro.
-Las Crónicas de Narnia: La Travesía del Viajero del Alba. Acá hay más personajes que resalto. Son tres: Eustace, Lucy y Edmund. Así que… el ganador es… ¡Lucy Pevensie! Su conflicto personal me pareció bien adaptado y su personalidad me agrada bastante.
-Braveheart. Esta es de las pocas películas que puede ufanarse de haberme hecho llorar alguna vez en la vida. De aquí rescato a William Wallace, no creo que alguien sepa con exactitud cómo era el verdadero William, pero sí sé de cierto las cosas geniales que hizo por su país en vida, lo épico y admirable que es… y también sé que el actor consiguió transmitirme eso, al grado de que estuve muchísimo tiempo consiguiendo datos biográficos sobre el verdadero William Wallace y la Escocia de la Edad Media.

Pues, creo que esas son las películas que más me han gustado… no creo recordar alguna otra pieza de cine que me haya parecido fantástica tanto tiempo después de haberla visto –es normal encontrar una película o muy buena o muy mala cuando uno la acaba de terminar de ver, pero si esa emoción persiste en el tiempo, es porque realmente lo es- ni hay personajes que me parezcan tan memorables como los que he mencionado… Así que, con tres páginas de extensión, ha terminado este especial sobre las “Películas y Personajes Que Molaron A Mariette Sparrow”.
Bien, ahora no me queda sino recomendaros una buena canción para que escuchéis mientras leéis este capítulo. El tema de esta ocasión es La Luz, de Peregrino Gris. Este es el tema que me gustaría que sonara en mi funeral el día que… bueno, ya sabéis, tendré que tener un funeral alguna vez, puede que me crea elfa pero no lo soy –aunque espero que ese día sea muy muy lejano-. Y, tal como he dicho, es la música ideal para un funeral, así que ya sabéis qué se nos viene: un capítulo triste, lastimero, lleno de muertes deprimentes, de esas que rompen el corazón y que por lo demás son completamente inevitables. Os deseo desde lo más profundo de mi ser que disfrutéis el capítulo y que os guste La Luz de Peregrino Gris. Cuidaos todos vosotros.




Liselot aspiró ansiosa el aire salino que ofrecía la cubierta principal del HMNLS Evertsen, navío que antes perteneciera a su padre y que ahora estaba bajo su completo mando. Lodewijk, su mejor amigo, se le unió sin siquiera mencionar palabra: había demasiadas cosas en qué pensar, demasiadas preocupaciones, como para siquiera decir algo. El dulce aire caribeño la había abandonado durante poco más de un mes –la primavera de 1719 se perfilaba cercana, apenas sí dos días faltaban para el 21 de marzo- y ese tiempo había sido suficiente para olvidarlo. Nunca había pensado que las cosas serían tan dolorosas en su retorno ni tan distintas a como las había imaginado. Solía pensar que regresaría con Ivanna y que serían felices. Solía pensar que la enviaría de regreso a casa y que todo sería pronto olvidado.
Caminó hacia el interior de la nave. Lodewijk se limitó a seguirla. Ambos llegaron a la Cabina de Mando.
-¿El reporte?-preguntó el muchacho.
Liselot en cambio se dirigió al visor de la computadora para analizar la trayectoria que el navío llevaba para sacar sus propias conclusiones.
-Ya entramos en su jurisdicción, capitana-le comentó por ironía el marinero encargado del timón.
Y eso era cierto, ya estaban en el archipiélago donde ella y los tres tripulantes que en ese minuto estaban a cargo de la Cabina de Mando –a excepción de Lodewijk, claro está- habían sido vilmente abandonados por la gente de The Queen of Sea y The Storm. Decidieron que se detendrían en la primera isla que encontraran, cosa que por cierto cumplieron.
De pronto, cuando Liselot juzgó que no podía hacer el navío avanzar en dirección a la playa de la isla sin arriesgar la quilla a sufrir perforaciones, los motores se apagaron al unísono. Un silencio de muerte envolvió al HMNLS Evertsen luego de una semana de huir a toda velocidad y con ese molesto ruido constantemente acompañándoles… un silencio de muerte quebrado por las gaviotas y el suave oleaje. Todos los marineros subieron a la Cubierta Principal. Uno de los botes salvavidas cayó a plomo sobre las aguas verde azuladas del Caribe, las cuales sonaron ruidosamente al recibirlo. Liselot y Lodewijk fueron los primeros en bajar y, desde el mismo esquife, comenzaron a recibir mediante cuerdas provisiones y paquetes con implementos de primeros auxilios, es decir, todo lo necesario para explorar el trozo de tierra con toda seguridad y poder actuar con rapidez de encontrar a algún tripulante con vida. Acto seguido bajaron otros cinco tripulantes que acompañarían a la Capitana y a su Contramaestre.
Durante el trayecto entre el Evertsen y la isla nadie pronunció palabra alguna, todos estaban demasiado expectantes como para hablar. Se limitaron a empuñar los remos, dizque estaban en plan de reservar el poco combustible con que contaban a bordo, así que el único sonido que escucharon fue el golpeteo de dichas herramientas contra el agua. Algunos se miraban entre sí con esperanza, mientras que otros mantenían la vista fija o en su origen o en su destino: deseando regresar y no tener que enfrentarse a los horrores que verían. Era natural y ya casi no les tocaba tener que presenciar el sufrimiento ajeno, pero no podían soportar el de aquellos que consideraban más cercanos que sus propias familias, con quienes habían tenido que compartir y convivir para aprender a sobrevivir en el medio más hostil que hubiesen tenido que estar inmersos jamás.
De pronto el esquife topó con algo firme, pero a la vez blando, deteniéndose de golpe.
-Llegamos-anunció Lodewijk, apeándose de la nave, tomando meramente su mochila, sin siquiera esperar a nadie ni tomar carga extra.
Liselot, quien había mantenido la mirada clavada firmemente en la isla, pareció espabilarse, así que tomó su mochila e intentó cargar con un pesado maletín de primeros auxilios, el cual fue a dar de lleno contra el suelo apenas bien ella lo hubo levantado. Lodewijk se le acercó y tomó el maletín de mal grado. Todos se bajaron de la pequeña nave, la cual pronto estuvo libre de toda carga.
Se detuvieron a observar y les fue imposible evitar una expresión de desilusión y de soledad: ¡Aquel inhóspito lugar parecía estar abandonado desde siempre! Unos pasos por detrás de ellos el mar azul verdoso era libre, luego se fundía a la isla en una delgada franja oscura y aparecía ante nuestros protagonistas la blanca explanada de arena fina que cubría la playa poblada de rocas. Un par de metros por delante se perfilaba el linde de un bosque, del cual no provenía ningún sonido. El límite era tupido, resguardado primero por helechos y en la segunda fila palmeras y toda clase de enmarañados árboles de fuerte color verde, por detrás de los cuales todo se volvía oscuro y siniestro.
Liselot anduvo de aquí para allá entre las rocas cuando recién consiguió recobrarse de la extraña sensación de sentirse pequeña y cohibida, desprotegida ante un desmedido peligro. No había signo alguno de vida en esos parajes.
-De seguro han ido a refugiarse a la selva, con este calor ni modo quedarse aquí-dijo Liselot, creyendo de todo corazón sus palabras.
Como no tenían nada mejor que hacer, se dedicaron a seguir a su impetuosa capitana a través de un pequeño camino por el cual cabía una persona medianamente baja –motivo por el cual se veían obligados a andar en fila india, apretujando sus armas lo más que podían para evitar que se enredaran en las lianas y las telas de araña que les cercaban a modo de túnel-.
-Las cortaron hace poco-dijo Lodewijk en voz alta-: hay gente viviendo en esta isla.
Todos sintieron cómo la esperanza habitaba nuevamente en sus corazones, pero, de inmediato, sintieron un ligero escalofrío: ¿qué clase de gente sería la que encontrarían en el interior del bosque? Nadie les aseguraba que serían sus compañeros. A su alrededor yacían hojas cortadas a la mitad, aún verdes; y a sus lados, casi rozando sus rostros, podían ver las ramas rotas aún sin secarse.
-Miren: hay sangre-dijo Lodewijk.
Y, efectivamente, un charco de sangre viciada con manchas blancas, ya seca y de mal olor, estaba a sus pies y en las hojas cortadas en lo que podían ver hacia adelante. Todos se miraron confundidos ante aquel extraño rastro y, con las dagas prestas y las armas de fuego pequeñas preparadas, continuaron caminando, cuidándose de no hacer más ruido del que ya habían hecho. De pronto un alarido se alzó en el aire.
-¿Qué fue eso?-preguntó Liselot.
Lodewijk, luego de hacerla callar con un gesto silencioso, se acercó a su oído con suavidad.
-Alguien agoniza-le susurró, asegurándose de abrazarla bien firme previendo que ella querría ir corriendo lo más rápido posible en dirección a la persona que se encontraba en aquel lamentable estado.
-¡Hay alguien con vida!-exclamó ella alborozada haciendo amago de salir corriendo en dirección al alarido.
Siguieron andando hasta que Liselot tropezó y tuvieron que sostenerla a viva fuerza. Le susurraron que tuviera cuidado y hubiesen seguido andando si no hubiesen notado que lo que la había detenido era una bota, una más dura que una vacía. Removieron la vegetación, llena de unas extrañas flores blancas, y descubrieron a un hombre sentado en el suelo y con la espalda apegada a un tronco. Abrieron la boca de par en par al notar que era un miembro de su tripulación.
El médico de a bordo le tomó el pulso. Luego palpó la cabeza y el vientre. Luego olió los labios y meneó la cabeza.
-Me sorprende que esté tan bien conservado con esta humedad-confesó. Todos entendieron qué quería decir con ese eufemismo, pero no quisieron asumirlo en lo absoluto, especialmente Liselot, que miraba insistentemente a quien hubiese sido su tripulante-: está muerto-completó el médico.
Todos se abrazaron con impotencia, especialmente Lodewijk y Liselot, quienes no lo podían creer.
-¿Qué es eso?-preguntó ella con su natural curiosidad. Entre las lágrimas le había parecido ver una mano blanca entre los muros de enredadera.
Todos la miraron y luego vieron la mano, quedando pasmados y un tanto asustados. Lodewijk los vio con un gesto burlesco y se encaminó, cortando con un machete la hierba. Grande fue la sorpresa de todos cuando vieron espalda contra espalda a dos mujeres que vestían el uniforme de la Zeven Provinciën. Lodewijk tosió.
-Estas están tiesas y podridas de hace rato-exclamó, volviendo hacia Liselot.
-No me convenceré hasta que el médico lo compruebe-dijo ella.
El médico, movido por interés científico más que por cualquier otra cosa, se acercó a ambas damas. Les tomó pulso y, tras aplicar diversas pruebas, confirmó que llevaban muertas una semana a causa de un envenenamiento. Todos pensaron que era el fin del camino cuando sintieron un alarido de dolor desde las entrañas de la isla. Aún quedaba alguien con vida. Liselot hizo de tripas corazón y partió hacia dónde provenía el sonido.
Anduvieron por espacio de unos minutos y, al llegar, encontraron la desgarradora escena de un hombre, tripulante del Evertsen, tendido en el suelo, escupiendo sobre sí mismo sangre mezclada con una sustancia blanca. La fiebre hacía presa de él y sudaba copiosamente. Apenas los vio parpadeó cancinamente, sin permitirse creer que habían ido a buscarle.
-Aléjense de mí-dijo cuando pudo articular palabra.
-Venga con nosotros, esté tranquilo-le dijo Liselot, arrodillándose a su lado al tiempo que el médico hurgaba en su maletín.
-No pierdan su tiempo-dijo.
-Aún se puede salvar-respondió la muchacha.
-Estoy envenenado-confesó el hombre.
-¿Qué ha consumido?-preguntó el médico.
-De… esas… flores-dijo el náufrago.
El médico observó las flores que el vacilante dedo del militar le indicaba. Meneó la cabeza, sabía de cierto que hacían efecto rápido, en cosa de minutos. Se colocó los guantes y vio los rastros blancos en los desperdicios del hombre. Volvió a menear la cabeza: en cosa de minutos estaría muerto. Todos lo sabían, era de esas cosas que se aprendían luego de vivir tanto tiempo en el Caribe.
-Usted sabía que eran venenosas, ¿por qué lo hizo?-preguntó el médico.
-Hace… poco más de una semana…, los tres… compañeros… con que fui… abandonado en esta isla… vinieron a la selva… no había comida… había que… buscar…-dijo antes de sufrir un acceso de tos-. Ayer… los vine a buscar… y los encontré… envenenados…
-Ellos sabían, ¿por qué harían algo así?-preguntó Liselot.
-Cuando el hambre te enloquece… el veneno es la mejor comida… capitana-contestó el hombre.
Todos guardaron respetuosamente silencio, entendiendo el dolor del hombre y sintiendo que la tristeza los carcomía.
¬-Cuando los vi así… ¿cree que quise… vivir… sólo… y siempre… aquí?-preguntó el hombre a Liselot.
-Pero, hemos venido a buscarle-respondió ella.
-¿Cree usted… que yo… imaginaba eso?-preguntó él.
-No-concedió ella.
De pronto el hombre comenzó a toser y, tras ahogarse sucesivamente, su mirada se clavó en el cielo velado por el entramado de ramas que se entretejían. Lo remecieron, le tomaron el pulso. Estaba muerto.
-En paz descanse y en Gloria esté, por los siglos de los siglos, Amén-dijo el médico.
Liselot, arrodillada como estaba, rompió a llorar, mientras a su alrededor el conmovido doctor organizaba las primeras plegarias para que el alma del marinero fuese bien acogida en el Reino de los Cielos. Lodewijk la ayudó a ponerse de pie y así estuvieron todos, guardando respetuoso luto por sus cuatro colegas perdidos.
-No merece descansar así…-susurró Liselot-. Ellos merecen algo mejor.
-Tiene razón, capitana-reaccionó uno de los marineros, haciendo amago de comenzar a cavar una tumba.
Pronto otros hombres se le unieron y nadie comentó nada al respecto.
-¡¿Están locos?!-les gritó Lodewijk, deteniendo de repente las faenas, dejando boquiabierta a Liselot-. Aún hay gente esperando, no podemos dedicarnos sólo a los muertos.
-Ellos siguen con vida, pueden esperar-dijo Liselot a media voz.
-¿Y si con la espera les quitaras la poca vida que les queda?-preguntó el muchacho, haciéndola reaccionar.
Acto seguido cambiaron de planes y, tras echarse el cuerpo al hombro, partieron de regreso. Cuando pasaron por donde habían encontrado los otros cadáveres también los tomaron y los llevaron de regreso al Evertsen.
Lo primero que vieron los marineros del Evertsen cuando Liselot y su gente regresaron fue a un grupo de personas en fuerte estado de shock, en mutismo. Lodewijk, un poco más frío de mente que su amiga, ordenó que se preparara a los cadáveres con la mayor seguridad y cuidado posibles para un pronto funeral esa misma noche –la cual se perfilaba cerca, era el atardecer del 19 de marzo de 1719-.
Se preparó los cuatro cuerpos de la forma más higiénica posible y, cuando el sol se puso por completo, se encendieron velas en toda la borda del navío y se despidió a los compañeros caídos en desgracia de la forma más respetuosa posible, pese a que no había ningún clérigo presente. Se les envolvió en sábanas blancas y se les arrojó al mar, donde se hundieron lentamente hasta que ni siquiera la claridad del agua permitió a los tripulantes verlos. Todos suspiraron… hacer ese tipo de funerales se les estaba volviendo una muy mala costumbre.
Las velas se apagaron, se desinstaló el altar provisorio, los pocos que tenían aunque fuese algo de apetito cenaron insípidamente. Las luces del navío poco a poco se fueron a negro y ahí quedó, bañado en sombra, el HMNLS Evertsen, pareciendo realmente el barco fantasma que tanto fingía ser.

La mañana siguiente fue muy diferente a aquella triste noche. Todos se despertaron muy temprano y echaron a andar la nave para avanzar hacia la siguiente isla que veían, bastante cerca, en menos de una hora de navegación estuvieron ahí. Les parecía que habían despertado de un largo, profundo, doloroso y lejano sueño. Tocaron tierra nuevamente a bordo del esquife en que habían estado el día anterior.
De inmediato supieron que no había nada útil que se pudiera hacer: los cuatro marineros yacían muertos a sus pies. La vegetación en la isla era escasa, apenas sí un par de palmeras y helechos. Una pequeña hoguera a medio derrumbar se ubicaba al frente de ellos y databa de varios días, quizá semanas, que no era encendida.
-¡Vaya, vaya, vaya! ¡Pero mira qué tenemos aquí, Liss!-exclamó Lodewijk.
Todos se miraron entre sí desconcertados.
-Pues creo que aquí ya no tenemos nada que hacer-dijo el muchacho con sorna.
-No me convenceré de qué les ha pasado hasta que el médico lo diga-respondió ella, forzándose a creer que los marineros continuaban con vida.
-¡Por favor, Liss! ¡Están tiesos de hace semanas!-exclamó Lodewijk.
El médico no tardó en acercarse y confirmar lo lógico: los cuatro marineros llevaban semanas muertos. La noticia no les golpeó tanto como la vez anterior: o es que ya estaban acostumbrados a la imagen de sus colegas muertos en las circunstancias más descabelladas y horribles, o es que sencillamente esta vez la causes mortis no era tan chocante.
Lodewijk no pudo evitar bufar con sorna al ver lo acontecido, aunque una parte de sí sintió compasión ante lo acontecido, tendrían que haber estado muy desesperados como para hacer algo así. Los cuatro aparecían con varias heridas corto punzante en el cuerpo, especialmente en el torso. La sangre seca así lo evidenciaba. Los cuatro llevaban un cuchillo en la mano.
Dos de los muertos habían caído cerca de la playa con el pecho atravesado por un cuchillo de hoja redondeada, forjada maquiavélicamente para que la sangre del herido drenara más rápido y así asegurarse de que pronto sería un muerto. Los otros dos eran casos más serios: estaban abrazados, pero no precisamente como una muestra de afecto. Sujetaban la espalda del otro para clavarle el arma en el pecho y en el abdomen, respectivamente, y así, presionando vengativamente sus cuerpos, pasaron a la otra vida. Detrás del que estaba abajo –y parecía haberse llevado la peor parte en la pelea- había un cofre, cuya tapa abierta chocaba con la espalda del caído. Lodewijk, con su ojo entrenado y experto, pudo dar testimonio de que la cerradura del cofre había sido forzada, motivo por el cual el portador de la llave había defendido el contenido hasta el final de su vida, colocándolo tras su espalda. Probablemente la desesperación y el hambre había hecho que los otros tres pensaran en asaltarlo, o que él estuviese haciendo un mal uso de las provisiones y los demás pensaron en quitarle las llaves. Cualquiera fuese el motivo, una riña había estallado entre todos por la posesión del cofre; riña que les había llevado a la muerte.
-Llévenlos, por favor, al barco: esta noche les daremos sepultura en el mar. En paz descansen-fijo Liselot, tomando por sí misma uno de los cuerpos, tarea en la que le ayudó uno de los tripulantes, quien al final terminó llevándolo hasta el esquife solo.
Por su parte, Lodewijk cerró el cofre lo mejor que pudo con sus negras artes para no perder su valioso contenido –luego de tanto tiempo sin abastecerse, toda provisión era bien recibida y agradecida-, y se lo echó al hombro.
-Un funeral más y pareceré cura-dijo Lodewijk de mal modo apenas se allegó a Liselot.
-Si sus muertes sirven para volverte cristiano, al menos hablaremos de ellas con alegría-dijo ella caminando hacia el esquife.
Y por un instante muy fugaz, Aloin volvió a la memoria de Lodewijk. Aloin y su triste muerte, Aloin… la única persona que había hecho que el escéptico Lodewijk Sheefnek dijese una plegaria cristiana en su vida.
-Ven-le dijo Liselot a viva voz desde la pequeña nave, volviéndolo a la realidad.
No pasaron muchos minutos hasta que estuvieron de regreso en el Evertsen.
-¡Traigan sábanas blancas, ya conocen la rutina!-exclamó Lodewijk apenas pisaron la nave.
-Linda, por favor guía la nave, hoy no desayuné-dijo Liselot apenas tocó la cubierta.
Linda no alcanzó siquiera a cuadrarse cuando la muchacha ya estaba corriendo escalerilla abajo para ir a por unas galletas secas –y de un sabor no muy agradable-, un poco de charqui para colocar sobre las masitas y un tarro con el mínimo de agua. Cuando regresó, Linda iba recién camino a la Cabina de Mando.
Liselot se sentó e intentó compartir su desayuno con Lodewijk, quien se negó tajantemente a comer del plato de su amiga: prefería morirse de hambre antes de quitarle su comida. En silencio, a excepción de alguna frase esporádica por parte de la muchacha, los envolvió. Una humareda se alzó en la lejanía, varias islas más allá en ese archipiélago, sus buenas millas más allá. Sin embargo nadie lo analizó, nadie lo pensó… sencillamente lo dejaron pasar.
-¡Capitana!-exclamó uno de los marineros que trabajaba en la Cabina de Mando en los turnos junto a Linda Freeman. Se detuvo jadeante frente a ella y, cuando recobró el aliento, habló-. Se acaba de desatar una hoguera frente a la nave, ¿le parece sólo una coincidencia que sea cuando estamos a punto de pasar?-le preguntó sin siquiera poder disimular una mirada de franca esperanza.
Liselot agrandó los ojos y se puso de pie de un salto, dejando su comida en la cubierta y corriendo escalerilla abajo con la velocidad de un aerolito. Cuando vio a través de la pantalla vio que, desde una de las islas, en la playa que daba hacia el Evertsen, se alzaba el humo de una hoguera.
No pasaron ni siquiera un par de minutos cuando estuvieron ahí.
-¿Capitana?-preguntó uno de los marineros, el único que les esperaba junto a la hoguera.
Se la quedó mirando pasmado. Caminó con paso vacilante hacia sus compañeros que acababan de bajar del esquife. No podía creer que sus ojos no lo hubiesen engañado a la hora de encender esa hoguera. Se detuvo a escasos centímetros de Liselot. Le palpó los hombros, gesto que ella devolvió a modo de salud.
-¡Capitana!-exclamó el hombre con júbilo y lágrimas de emoción en los ojos-. ¡Vengan! ¡La capitana llegó! ¡Vengan!-gritó hacia la pequeña selva que se formaba hacia el corazón de la isla, haciendo eufóricos gestos, en parte descontrolados por el mareo.
Pasaron unos minutos en que no apareció nadie. Los tripulantes que estaban en mejores condiciones lo miraron con lástima, pensando que la cordura del hombre se había ido en ese tiempo a vivo sol. Sin embargo, al cabo de un rato aparecieron un hombre y una mujer cargando a un compañero que deliraba y sudaba, presa de la deshidratación. Liselot se los quedó mirando pasmada, a punto de llorar.
-¡Están vivos!-exclamó, abrazándose a Lodewijk. Cuando consiguió recobrar el dominio sobre sí misma miró a su tripulación que se abrazaba mutuamente con los recobrados colegas-. Al bote, no hay tiempo que perder.
Sin que hubiera necesidad de que les repitieran la orden, los tripulantes del HMNLS Evertsen regresaron al esquife, esta vez junto a los náufragos. Y no tardaron en llegar nuevamente a bordo de la nave. Ni bien se hubieron refrescado y fueron atendidos por el médico militar, los tres marinos en mejores condiciones –recordemos que el cuarto no estaba muy bien de salud y debía guardar reposo- dirigieron sus pasos hasta la Cabina de Mando.
-Ustedes no deberían estar en pie-les regañó dulcemente su capitana.
-Capitana Van der Decken, nuestros agradecimientos y respetos-dijo la mujer del grupo.
-¿Qué se les ofrece?-preguntó ella.
-¿Hacia dónde piensa trazar el curso?-preguntó el hombre que les había recibido.
-Hacia el oriente, popa-respondió ella-: aún falta un grupo por encontrar.
-¿Dónde encontró los otros?-respondió el otro hombre.
-Dos grupos antes que ustedes, luego ustedes y al final íbamos nosotros-respondió ella.
-Entre nosotros y usted, hacia occidente, vimos que abandonaron otro grupo-respondió la mujer.
-Pues, rumbo a proa-dijo Liselot.
Guiada por los náufragos, en menos de quince minutos estuvo en la isla en que decían que estaba el resto de su perdida tripulación. Liselot tomó aire profundo antes de subirse al esquife por última vez. Y soltó todo ese aire de golpe con la impresión apenas puso un pie en la isla.
Ahí yacía un hombre de raza negra con el pecho abierto a lo largo y con su corazón en la mano a medio podrir.
-El Olonés ha estado aquí-dijo Lodewijk con la voz más ronca de lo normal, claro signo de la gran impotencia que sentía.
Liselot se abrazó a él, colocando su rostro en el pecho de su amigo para evitarse a sí misma ver semejante horror. El hombre de raza negra estaba desmembrado: le faltaban la pierna y el brazo izquierdo, heridas que estaban llenas de hormigas e insectos. Como señal de respeto le cerraron los ojos, que aún estaban abiertos.
-Aquí no hay nadie, Liss-dijo Lodewijk.
Ambos muchachos se sentaron una roca.
-¿Capitana? ¿Contramaestre?-sintieron una voz resquebrajada, sin poder evitar sobresaltarse.
Giraron la cabeza y lo que vieron fue más horrible aún: uno de sus tripulantes más ancianos yacía en el suelo, con la boca ensangrentada y en la diestra la mano izquierda a medio morder de la desafortunada víctima del Olonés. Estaba completamente desnudo. Le habían cortado de la rodilla hacia abajo y, como no había recibido atención médica luego de la amputación, el primer tramo del muñón estaba gangrenado. Sus manos estaban atadas, motivo por el cual tenía la espalda llena de cortes y horrorosas heridas que se había infringido a sí mismo al arrastrarse por las piedras y la arena para movilizarse de un lado a otro.
-¿Subteniente?-musitó Lodewijk.
-¡Dios Santo! ¿Qué le ha sucedido?-preguntó Liselot.
-Jean Nau, Jean Nau-dijo el subteniente con su voz resquebrajada y su gesto enfermizo.
-Te lo dije-susurró Lodewijk mirando a Liselot, quien seguía con su mirada aterrorizada sobre el hombre.
-Vino cuando llevábamos un tiempo aquí… se llevó a mis compañeros… los amarró en su cubierta… entonces… me ató las manos… y obligó a uno de sus hombres a recostarse sobre mi pecho… me sujetó… los pies… y me cortó las rodillas… con un hacha… su tripulante se paró… y amarró mis pantorrillas… con una cadena… y dijo que las colgarían… a la celda en que ellos estarían… si es que aún viven… pero antes de irse… bajó a ese pobre hombre… y le abrió el pecho con un cuchillo… y le arrancó el corazón… le dio una mordida… y se lo puso en la mano… cuando se fue… sentí hambre… ¡Me alimenté de ese pobre hombre!... ¡Soy un monstruo, capitana, un monstruo!-exclamó el subteniente, rompiendo a llorar.
Todos temblaban ante semejante relato y no sabían por quién sentir más lástima: sus compañeros esclavos del capitán Nau o su subteniente que había tenido que ver semejantes horrores –y vivir otros tantos, como esas heridas gangrenadas que se veían dolorosas- o la pobre víctima que era un mero señuelo de la presencia del Olonés en esa isla.
-¡Llévenlo al bote!-exclamó Lodewijk, siendo de todos el más fuerte, o al menos el que podía controlar mejor sus emociones-. ¡A ambos!-exclamó, señalando al hombre de color que nada de culpa había tenido en el asunto, gesto que Liselot le agradeció sobremanera.
Todos subieron al esquife y cuando regresaron al Evertsen nadie necesitó que Liselot o Lodewijk ordenasen llevar al herido a la enfermería, pues lo hicieron de forma automática. La muchacha se refugió en el pecho de su amigo y rompió a llorar a mares.
-Se va a salvar, aún está vivo-le dijo utilizando aquella lógica que le era tan conocida con mero fin de consolarla.
-Tienes razón-contestó ella, enderezándose del pecho de Lodewijk y secándose las lágrimas con la manga de la chaqueta que empleaba para protegerse del sol caribeño.
De fondo el sol se escondía y ninguno de los tripulantes del HMNLS Evertsen podía siquiera intentar imaginarse el torbellino de emociones que tendrían que enfrentar en el transcurso de la noche y la mañana siguientes, partiendo por la despedida que le dieron al hombre que Jean David Nau había sacrificado en la isla, quien merecía digno y humano descanso, aunque fuese en el mar.
La noche fue desesperante tanto como para Liselot –y consiguiente Lodewijk, quien no tenía ninguna intención de dejarla sola- como para el médico de a bordo del Evertsen, quien tuvo que debatirse entre ayudar a tres náufragos que tenían las típicas complicaciones que acarreaba semejante abandono –aunque en un grado muy leve-, uno que padecía una deshidratación muy grave y un quinto hombre que presentaba unas amputaciones muy infectadas que debían ser curadas lo antes posible para no arriesgar la vida del paciente.
A eso de las cinco de la madrugada, cuando ya comenzaba a clarear y todos podían dar fe de que la primavera conseguía poco a poco torcerle el codo al invierno –estación que casi ni se notaba en el Caribe- los tres náufragos que podían al menos andar por sí solos se apersonaron en la enfermería pues no podían con la preocupación que sentían por su cuarto compañero.
-Aún me pregunto por qué está tan deshidratado, qué consumió para estar así-dijo el galeno.
-Agua salada, doctor-dijo la mujer del grupo.
-¿Pero no me dijiste que todos habían bebido agua salada para mantenerse con vida?-preguntó el doctor, quien conocía a la perfección los beneficios que traía consumir agua de mar.
-Sin embargo él se excedió: la sed lo enloquecía y, cuando comenzó a deshidratarse no tuvimos otra opción que seguir suministrándole-contestó la mujer.
El doctor no pudo sino menear la cabeza de preocupación. Esos beneficios se conseguían sólo si se era moderado en el consumo de la mencionada agua, sino se corría riesgo de incluso morir por deshidratación y diversas enfermedades que generaba tal concentración de minerales en el cuerpo. Si hubiese sido moderado como los otros tres, ahora gozaría también de una salud envidiable: habría mantenido una temperatura aceptable de su cuerpo, el tracto digestivo estaría en buenas condiciones y la sangre correría de buena manera.
Meneando la cabeza fue hasta su gabinete y sacó una bolsa conectada a una serie de tubos, gasa, agujas y dos frascos.
-¿Se pondrá bien, doctor?-preguntó la mujer sin intentar disimular la preocupación que sentía.
-El suero hace milagros, señora-le contestó el galeno.
Sin embargo el médico no alcanzó a abrir los frascos y mucho menos vaciar su contenido en la bolsa. Un desgarrador alarido proveniente de la cama del lado los sobresaltó a todos, evidenciando que el paciente se había despertado.
-Un momento-le susurró el doctor a las visitas, quienes se hicieron a un lado.
El hombre atravesó la habitación hasta el otro paciente.
-A ver, ¿qué te pasa a ti, hombre?-exclamó en tono imperativo para disimular lo nervioso que se sentía.
Apartó las miserables gasas de los muñones en que terminaban las piernas cercenadas del hombre. Las telas estaban empapadas por la supuración y llenas de los hongos que comenzaban a cubrir las pútridas carnes del tripulante, a quien no había podido limpiar del todo. Mientras llegaba a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era amputar aún más arriba y cauterizar las heridas, pensó que era un milagro que el anciano se hubiese salvado después de tanto tiempo con semejante veneno corriendo por su sangre.
-Amigo-le dijo tras estudiar una postrera vez las heridas-, ahora te voy a llevar al pabellón, tengo que cortarte eso-le dijo con la voz más calma que pudo.
-No-se quejó apenas con un gemido el hombre.
-Tendré que darle a él la dosis de calmante-se excusó ante los amigos de su deshidratado paciente, quienes accedieron de inmediato.
-¡No!-gritó el hombre, consiguiendo por fin llamar la atención del galeno-. ¿Acaso usted querría vivir mutilado?-preguntó lastimeramente.
-Lo preferiría ante morir de esa forma-le retrucó el doctor, mientras preparaba el bisturí y toda la implementación que necesitaría.
-¿Vivir siendo un lastre? ¿Una planta? ¿Un mástil que olvidarán ante el primer peligro que se les cruce?-preguntó el anciano.
-Escúchame-dijo el doctor con la voz más relajada que fue capaz de forzar-: soy un doctor, salvo a la gente, no puedo atentar contra su vida.
-¿Pero qué te dice tu ética?-le reclamó el viejo.
El médico bufó, pensando seriamente que aquella charla era insostenible, que no llevaba a ningún lado y que lo mejor que podía hacer en ese momento era operar al pobre hombre.
-Mande a llamar a la Capitana y al Contramaestre-exclamó el viejo.
-Eso es imposible, hombre, están durmiendo-replicó el fastidiado doctor.
-¡Yo iré!-exclamó la mujer, sin poder aguantar más tanta miseria.
Al cabo de unos minutos la náufraga reapareció acompañada por la capitana Liselot Van der Decken, quien se obligó férreamente a no mirar las piernas del hombre.
-Hola, subteniente, ¿qué tal está?-saludó con la esperanza de contagiarle algo de su alegría.
El pobre hombre procedió a explicarle su situación.
-En suma, capitana, necesito que autorice que acaben con mi vida-dijo a modo de conclusión.
Liselot no pudo evitar sentir un estremecimiento a lo largo de todo su cuerpo. Era horrible sentir tanta responsabilidad sobre sus manos, tener que jugar a ser Dios por un rato y con algo tan fuerte como la vida de una persona, siendo por lo demás tan férrea defensora de la vida.
-¿Capitana?-preguntó el pobre hombre con lágrimas en los ojos.
Entonces Liselot comprendió que ella podía ser la más férrea defensora de la vida que jamás hubiese visto el mundo, la persona que más temblara ante una muerte en la historia de la humanidad, pero no era nadie como para obligar a alguien a vivir sólo porque ella creyese de todo corazón que se salvaría y viviría feliz en los años sucesivos, no en semejante situación.
-¿Está usted seguro, subteniente?-preguntó con la voz vacilante, con la esperanza puesta en que el hombre viese ante sí la confianza de que podría tener una nueva oportunidad.
-Sí, capitana-dijo el hombre con lágrimas de franco sufrimiento.
Liselot sintió cómo los ojos se le aguaban, pero se obligó a mirar a través de las lágrimas. Sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta, pero se forzó a hablar. Esa era la última orden que había pensado que daría a alguien en su vida, se sentía morir, se sentía una asesina y, por sobre todas las cosas, sentía que estaba traicionando todas sus esperanzas y principios, y que con la decisión que estaba tomando se las negaría a quien más las necesitaba.
-Está bien. Entonces autorizo al doctor aquí presente a inyectarle una sobredosis de sedante-dijo con la voz muerta, obligándose a esbozar una triste sonrisa de despedida en dirección al herido-. Doctor, le pido que lo haga usted, porque yo no sé cómo-se excusó en dirección al médico, sabiendo cuánto le costaría a él tomar esa jeringa, llenarla con la sobredosis y aplicarla.
-No se preocupe, así se hará, capitana-respondió el galeno, forzándose a ocultar sus emociones, algo que no pasó desapercibido para Liselot. Acto seguido abrió uno de los frascos que antes había querido volcar en la bolsa y fue a por una jeringa.
-¡¿Acaso se han vuelto locos?!-se quejó el enfermo, abriendo una llama de ilusión en los corazones de Liselot y del doctor, quizá quería seguir viviendo-. No pueden privarlo del sedante-dijo señalando al otro paciente-. A mí mátenme como matarían a un criminal: denme el tiro de gracia.
Todos se quedaron mudos de la impresión, incapaces de moverse, de articular palabra, de percibir y de sentir.
-Capitana, deme el tiro de gracia usted-dijo el hombre, dejando a Liselot helada-, por favor.
Temblando, Liselot dirigió su mano hacia su cinto y dio gracias a Dios cuando descubrió que no llevaba ni su pistola ni sus municiones, mucho menos la metralleta –aunque la hubiese portado y cargada, no hubiese sido capaz de sacrificar así a un compañero-. Recordó que las había dejado en la Cabina porque justamente no le servían sin municiones.
-Lo siento, pero no traigo ni mi arma ni municiones-se excusó frente al hombre, dando gracias en su interior como nunca en la vida lo había hecho.
-Pero sin embargo trae esa bonita daga-replicó el hombre, clavando la mirada en la vaina diminuta que Liselot solía atarse a la cintura.
La muchacha, con la mano temblándole enloquecedoramente, tomó la empuñadura de la daga que tiempo atrás le hubiese obsequiado Jack luego de un combate.
-Bien, usted me va a clavar esa daga en el cuello, me va a decapitar-le ordenó el subteniente.
Liselot se quedó como una estatua: fría e inmóvil, en el acto.
-Señora-dijo el hombre en dirección a la tripulante que había ido a buscar a Liselot al turno para llevarla a semejante escena-, ¿podría quitarse esa bonita cruz suya y sostenerla frente a mis ojos mientras muero?-preguntó.
-Sí, señor-dijo la mujer, quitándose la cadena con manos temblorosas, sintiendo que en ese lecho de muerte tan peculiar y sobrecogedor no había necesidad de llamarle subteniente, ahí todos eran simples humanos. Cuando desenredó la cadena la sostuvo tan firme como pudo para que el hombre viera el crucifijo.
-Bien, capitana, es hora… desenvaine y máteme- dijo el hombre con la mirada clavada en el rostro de Liselot. Las manos de la muchacha temblaron enloquecedoramente, sentía que a sus dedos le faltaban fuerzas-. Pero antes, ¿puedo pedirle un favor?
-Dígame-dijo Liselot obligándose a no derramar las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.
-Sonría, capitana: quiero morir con un ojo en el Niño Dios y el otro en esa bonita sonrisa suya, esa sonrisa que me hizo creer que existían la esperanza y el futuro-pidió.
-Claro-dijo Liselot forzándose a esbozar una sonrisa triste.
-Bien, diré mis últimas oraciones y usted clavará la daga con todas sus fuerzas-dijo el hombre, el silencio otorgó-. Padre Nuestro, que estás en el Cielo, Santificado sea tu Nombre. Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas así como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, Amén. Señor, te pido en nombre de tu hijo Jesús que recibas bien mi alma en tu Reino y perdones todos los pecados que en vida cometí, partiendo por este. Mídeme con tu vara: la única justa. Amén-dijo con la mirada clavada en el crucifijo. Un ojo se desvió levemente hacia la sonrisa que la capitana Van der Decken se obligaba a mantener-. Es hora, capitana.
Liselot afirmó la empuñadura con dedos temblorosos. Desenvainó, el ruido metálico llenó la estancia y ella sintió ese silencio de muerte. Colocó el arma sobre el hombre y se admiró de la bravía de aquel que había sido cercenado por otro filo y que ahora ni siquiera se estremecía. Posicionó la hoja sobre el cuello y, con un movimiento rápido, el subteniente estaba muerto. La sangre brotó del fino corte. El médico se acercó a tomarle el pulso.
-Roguemos por su alma, damas y caballeros: ya no está con nosotros-dijo el galeno, cerrando los ojos del difunto.
De inmediato la sonrisa forzada desapareció del rostro de Liselot, quien salió corriendo y llorando a gritos. Acertaba a pasar por ahí Lodewijk luego de un largo turno en la Cabina de Mando del cual acababa de ser relevado y se dirigía a desayunar para luego dormir todo lo que pudiera dormir. Vio a su amiga correr con la velocidad de un aerolito.
-¡Ey, Liss!-exclamó sin siquiera alcanzar a terminar la frase, pues ella impactó con toda su fuerza en su pecho, llorando a los gritos.
-Liss, ¿qué pasó?-preguntó.
No necesitó ni siquiera que la muchacha abriera la boca: entre dos hombres sacaban el cuerpo del subteniente de la enfermería. Aquello era de esperarse. Podía entender ahora la reacción de Liselot: ella siempre se ponía mal cuando uno de los suyos moría. En ese momento ella abrió los ojos, sólo para ver el rostro ceroso de aquel hombre. Cayó al suelo de rodillas, gritando y derramando copiosas lágrimas. Lodewijk, mientras la afirmaba en su caída, vio el cuello cortado prolijamente, aún sangrante.
-Liss, ¿qué…?-preguntó nuevamente, pero no alcanzó a terminar de formular la pregunta, su amiga le interrumpió.
-Yo lo maté, Lowie-dijo ella.
-¿Tú qué?-preguntó él sin poderlo procesar: su mejor amiga era cualquier cosa menos una asesina.
En ese momento acertó a salir el médico, quien felizmente había escuchado la plática entre ambos.
-Fue como el tiro de gracia: él se lo pidió-dijo, dejando mucho más tranquilo al muchacho-. Y te aconsejo que le des agua y un buen calmante si no quieres que ella ocupe la cama vacía-añadió dándole una buena palmada a Lowie para seguir andando a lo largo del pasillo: necesitaba despejarse.
Una semana después el HMNLS Evertsen volvió a vestirse de luto, tiñendo su Cubierta Principal de negro y blanco, tonos bañados con la espectral luz de las velas que se afirmaban en la borda y en el altar provisorio que ya eran profesionales en montar y desmontar.
El médico de a bordo se sentía muy culpable por no haber podido salvarle. Pero su paciente había llegado casi muerto a sus manos: su sistema digestivo no funcionaba, sus riñones estaban paralizados –por lo cual sus desperdicios internos estaban dentro del cuerpo- estaba famélico pese al suero suministrado, había pasado recientemente una grave deshidratación de la cual nunca se había podido recuperar. Pero eso no era lo peor de todo: el escorbuto era otra vez el ave negra sobre la cual montaba la muerte.
Habían presenciado suficientes casos de escorbuto como para que les sorprendiera, sin embargo era el segundo enfermo de ese mal en la tripulación –y el único muerto-. Ese era el motivo por el cual siempre llevaban una tremenda provisión de limones y cítricos a bordo de la nave –y recomendaban a todos los marineros que consideraban amigos a seguir el ejemplo. Pero en una isla desierta en medio del Caribe, famélico y desmayado por la deshidratación era imposible consumir siquiera el jugo de limón aunque hubiese existido en aquel paraje.
Luego del funeral la desconsolada tripulación se dispersó y se dedicó a seguir con sus labores para poder llegar lo antes posible a la idílica isla de New Providence, la cual quedaba más cerca que lo esperado, y así dejar atrás todas las tragedias que les envolvían.
No bien pisaron la isla se dirigieron al centro de la ciudad, rumbo a la taberna, para comer por primera vez en meses una comida decente, beber, divertirse, olvidar y dormir en una cama cómoda.
-Te encargo a Liselot-le dijo Lodewijk a Linda.
-¿A dónde vas?-preguntó ella.
-A buscar a Jack-respondió él-: Liss lo necesita.
Sin embargo volvió una media hora después donde los había dejado.
-No está en New Providence desde la última vez-bufó.

Texto agregado el 18-02-2015, y leído por 113 visitantes. (3 votos)


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