Supo ver la realidad que se esconde en la apariencia. Amó la música, más que a nada, a pesar de saber que ella, sobre todo ella, manaba de lo oscuro. Todo brota de la noche subterránea. Lo verdadero desaparece y fabricamos ciudades de luz para protegernos de nuestra ignorancia, para desalimentar ese miedo que nos devora: miedo de ver el rostro que se oculta, el idéntico ritmo en nuestros corazones. Es. Crece en la sombra. No existe arte verdadero que no surja directamente de ese lugar. Los dioses del mundo se reparten el dominio y de las dos caras de la vida hemos amanecido como lo que somos: misteriosos ángeles desconocidos para nosotros mismos. Ángeles de amor y desamor, somos música y sinfonía, voz y deseo, calor y frío, en las estaciones de este tren que nos lleva o nos arrastra, entre soles y planetas o lunas que nos miran desde sus órbitas de espanto y tristeza.