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Le gustaba la idea de ir a la vanguardia. Sabía que la mayoría de sus compañeros iban a ser convictos perdonados, esclavos aportados a la causa y otros integrantes del más bajo escalón de la pirámide social. Sin conocimientos bélicos, sin tácticas, simplemente aterrados y dispuestos a acatar cualquier orden que se les grite lo suficientemente fuerte como para traspasar el metal corroído de sus viejos yelmos. Pero él no era así.

Siempre vivió al margen de la ley, sabía que algún día lo iban a atrapar, y recibió su castigo más que complacido. Nada mejor para un mercenario amante de la guerra que ir a la vanguardia de una sangrienta batalla.

Pasó la noche afilando sus compañeras de guerras, dos cimitarras de mango dorado, botín de uno de los tantos saqueos que había protagonizado. Ya las consideraba extensiones de sus brazos, las cuidaba como si fueran sus hijas.

Al amanecer ya estaba formando fila para comenzar a marchar a enfrentarse al enemigo. ¿Enemigo? Eso le habían dicho, pero él no lo sentía así. Una disputa de reyes que solo cobraría la sangre de sus súbditos... Y él no era el lacayo de nadie.

Ya se encontraban los ejércitos enfrentados, separados por apenas unos 200 metros. Dos mensajeros, uno de cada bando, se encontraron en el centro del campo. El encuentro no duró más de 30 segundos. Eso fue lo que tardo la espada del mensajero del otro bando en arrancar de cuajo la cabeza del otro indefenso.

El oficial al mando de la vanguardia, en su caballo armado gritó con todas sus fuerzas y señalo con su espada el horizonte. Una lluvia de flechas voló por sobre su cabeza, despedidas por los arqueros que se encontraban tras de él. A los pocos segundos los dardos impactaron en escudos, petos y yelmos enemigos. Las primeras gotas de sangre corrieron por el valle.

Los ejércitos corrieron para enfrentarse en el centro del campo, gritos, golpes y hasta lloriqueos se escuchaban a millas de distancia.

Pero él tenía su propio plan. No pensaba acatar ninguna orden, y bien sabía que no podía haber guerra sin generales. Y bajo esta idea fue que lo ejecutó.

Apuñalo al comandante de su vanguardia sin que sus compañeros lo noten, y apenas unos minutos después ya le había cortado el cuello al comandante enemigo. Sin ordenes que seguir, el accionar de estos grupos se volvió inútil, por lo que otros comandantes se hicieron cargo de los ejércitos. Y así fue como, con sigilo, cautela y con precisión, le arrebató la vida a cada uno de los hombres que osaron tomar control de la batalla.

Parecía increíble, no sabía si habían pasado unos pocos minutos o largas horas, pero una cosa era segura, los dos ejércitos quedaron diezmados, sin rumbo . Era un pelotón de hombres inexpertos, en su mayoría jóvenes que no tenían motivación por estar de uno u otro bando, todos los que tenían un sentimiento de pertenencia en un momento habían intentado tomar el mando de la pelea, y siguieron la fatal suerte de su predecesor. Y fue ahí cuando supo que había cumplido su primer objetivo.

Se subió a uno de los caballos que habían quedado sin jinete y con algunos gritos, amenazas y promesas consiguió que ese grupo de hombres lo siguieran.

Se dirigió a la entrada principal de la ciudad cuyas autoridades lo habían apresado, e hizo lo que siempre había hecho. Saqueó la ciudad, pero esta vez, pidió a sus comandados que traigan con vida a las autoridades frente a él.

Comandó un grupo de unos 5 hombres y luego de conseguir un pequeño botín se dirigió a la plaza central.

Allí estaba el señor feudal, apresado por los hombres que esa misma mañana había enviado a combatir. Se acercó a el, jugueteando con las cimitarras, moviéndolas de un lado a otro, intimidándolo, con una sonrisa en su rostro.

Al verlo acercarse, el señor expreso:

-Crees que esto ahora es tuyo? No se puede reinar con el caos, como tampoco solo con el miedo. Esta tierra perteneció a mi familia por décadas, y así seguirá siendo. Puedes matarme a mí, pero sabes que no vas a poder mantenerte. No pasará más de un día hasta que el ejército real vuelva a poner orden aquí.

- Que desperdicio que las últimas palabras de un gran señor como tú sean tan erradas. Yo no pretendo reinar...- Dijo el mercenario, que fue secamente interrumpido por el señor:

-No, los muertos no pueden reinar.

La punta de una flecha broto del cuello del mercenario, cuya única reacción fue llevarse las manos a la boca, de la que no paraba de fluir sangre. Lo último que sus ojos lograron captar fue como cada uno de los jóvenes que él había convocado para el saqueo, sucumbía ante una lluvia de certeras flechas que terminaban con sus vidas Sus rodillas se quebraron, y cayó pálido e inerte frente a los pies del gran señor, que lo contemplaba con una sonrisa que desbordaba poder.

Texto agregado el 28-04-2015, y leído por 91 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-04-2015 Buen relato sobre lo absurda que es la guerra.Un Abrazo. Gafer
 
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