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Tenía 14 años cuando su abuelo le dijo para explorar el valle. Salvador, para su edad ya era diestro en armas de caza y conocía los riesgos que le deparaba la selva. “si quieres hacerte Hombre tienes que vencer tus miedos” repetía el abuelo, mientras seguían internándose hacia lo desconocido.
Para Salvador fue toda una aventura sólo hasta el quinto día cuando se le acabaron las pocas provisiones que habían llevado y se dio cuenta que su abuelo había olvidado como regresar.
Tenemos que seguir caminando – insistía su abuelo, pero Salvador quería regresar y trataba de recordar el camino. Comían insectos, plantas y, en ocasiones con suerte, cazaban uno que otro animal. Ya había pasado más de una semana.
Don Cicerón era delgado, fibroso, achicado por tantos años de vida y sin sonrisa. Hace muchos años que Doña rosa, su mujer, había muerto. Un día, sin previo aviso, llegó la mujer de su hijo y le dijo: aquí le dejo a su nieto hasta que yo regrese. Salvador tenía 5 años. Y nunca más regresó.
Don Cicerón sabía que estaba más cerca del más allá que del más acá y le preocupaba que sería de eses muchacho si él no estaba. Así que se le ocurrió la más descabellada idea: La supervivencia.
Aunque el abuelo era fuerte, los años cobran factura y su cuerpo no resistió más.
“Salvador –le dijo- tienes que salir de aquí muchacho y no creo que pueda acompañarte. Busca el río, tú eres fuerte y puedes lograrlo. Y quiero que recuerdes algo muy bien, cuando salgas de aquí ten la seguridad que no existirá en tu vida ningún obstáculo mayor a éste que estás pasando”.
Salvador no pudo enterrarlo. A los tres días del fallecimiento de su abuelo encontró el río.

Muy delgado por el hambre y casi rindiéndose siguió río abajo y encontró un campamento de taladores que lo asistieron y le dieron de comer. Se hizo diestro en la tala de árboles. Sólo tenía una idea en la cabeza “sólo yo puedo ayudarme a mí mismo”. No le tenía miedo a nada. Poco a poco fue ganándose el respeto de todos sus compañeros.
El trabajo para Salvador ya no era novedad. Se internaban en la selva por 30 días. Reconocían el territorio y decidían que árboles talar. A veces era para la construcción de una hidroeléctrica, otras para invernaderos, otras para canales. Pero siempre era cortar árboles.
Para los 23 años Salvador era Capataz de la Cuadrilla de Leñadores. Dormía sin reparo en cualquier lugar. Su ropa sólo era su ropa de trabajo y casi nunca se juntaba con nadie. Si necesitaba algo se lo pedía alguien que se lo trajera.
A veces en las noches escuchaba a los otros hablar de mujeres mientras bebían. Las endiosaban y las maldecían. Para la cabeza de Salvador, ya que podía satisfacerse él solo, las mujeres sólo se convertían en un estorbo y distracción. Sus planes eran otros.

En el proyecto de construcción de torres de alta tensión para unir sierra y selva se decidió la construcción en una zona llena de enormes árboles Tornillo. Para Salvador era un trabajo más que realizar, pero la zona era tan agreste que las medidas de seguridad no eran suficientes. Aun así comandó a su cuadrilla a realizarla.
Con el arnés ´puesto, sujetado por las sogas de seguridad allá arriba y con la motosierra en mano empezó a cortar la copa de un árbol. Él sintió que la motosierra se detenía por momentos lo cual hacía difícil su trabajo, pero siguió insistiendo hasta que la sierra se detuvo pero el motor siguió trabajando y una fuerte descarga lo electrocutó.
Ése día Salvador no murió.
Con la indemnización que recibió se compró una pequeña casa a la salida del pueblo. Le dieron 3 meses de descanso mientras se recuperaba de las quemaduras internas y externas que había recibido.
Su casa era bastante básica. Una cama donde dormir, una cocina donde cocinar, una mesa con una silla donde comer. Un plato, una cuchara, un vaso. Tener un baño le parecía ocioso “lo haga dentro de casa o afuera da lo mismo. Al final todo va al mismo lugar” se decía a sí mismo.
Esos días en soledad y sin nada que hacer le hacían recordar cuando se perdió con su abuelo en la Selva. Se sentaba en el pórtico de su casa y con el arma de caza que aún conservaba practicaba su puntería.
“Disculpe” le dijo una mujer el día que se quedó dormido esperando que la tarde terminara. “Estoy buscando trabajo. No conozco a nadie aquí pero me informaron que era posible que usted necesitara ayuda con su casa”.
Era la primera vez que Salvador veía una mujer tan cerca de él.

Alelí tenía una belleza especial. Era tímida para hablar pero sus enormes ojos reflejaban una mezcla de bondad y maldad. Tenía el cabello negro recogido por el calor y la piel tostada por el sol de tanto caminar. Había salido de su pueblo huyendo con un hombre que le prometía hacerla feliz.Creyendo en el amor. Pero conforme pasaba el tiempo él menos estaba con ella. Casi ni conversaban. Pero en su corazón quería con todas sus fuerzas encontrar ése pedacito de felicidad.
Un día cogió las pocas cosas que tenía, el dinero que él le había dejado y se fue.
Salvador no pudo decirle no. Tampoco entendía por qué tenía esa sensación de vacío en su estómago. En menos de dos minutos le mostró toda la casa. ¿Dónde voy a dormir? – Preguntó ella. Hay un cuarto al final del pasadizo, pero está vacío – respondió Salvador - Mañana compraremos tu cama y lo que necesites. Él nunca supo que ésa noche ella durmió en el campo rogando que amaneciera para volver.
Cuando Salvador la vio irse, su cordura volvió a él.” Ésta mujer va resultar una carga -se repetía- además no necesito nada que ella me pueda dar”. Pero cuanto más se lo repetí a más recordaba esos ojos negros.

La vida de Salvador cambió. Su casa se llenó de luz y color. No entendía porque tenían que haber 4 sillas en la mesa cuando ellos sólo eran dos. Y cuando comía, por qué cuchara, tenedor y cuchillo?. Hay que comer civilizadamente –decía Alelí.
Cada vez que le daba el dinero para comprar las cosas, ella regresaba con cada cosa extraña: Un florero para la mesa, cuadros para las paredes, cortinas para las ventanas, juego de tazas con borde dorado con jarra para el té y azucarero de porcelana. Era la primera vez que Salvador dormía sobre sábanas blancas en una cama muy bien tendida. Toda la casa olía a flores y no supo cuando su ropero empezó a llenarse de ropa.
Alelí se había enamorado de ése hombre fuerte medio salvaje que sólo se sentaba en el pórtico a practicar puntería. Quería conversar con él. Que le contara su historia, pero ni bien terminaba de comer él huía a su rincón. Tenía miedo que ella descubriera cuanto ya la amaba.
Todo estaba bien para ella, excepto una cosa: No funcionaba el baño. Y no sabía cómo decírselo.
Una mañana cuando había terminado su desayuno, porque era la hora en que él salía de la casa para hacer aquello que a nadie le incumbe, Alelí lo abordó. “Salvador, no le parece mejor reparar el baño de aquí, así ya no tendría que irse lejos buscando un lugar cuando la necesidad lo apremia?”. Mujer –le respondió- no es el momento de hablar de ello. Además, todo va al mismo lugar, sería una pérdida de tiempo. Y siguió caminando, pero Alelí se le adelantó cuando estaba a punto de abrir la puerta. “Es que tal vez para usted no sea problema pero para mí sí lo es. Una mujer es más recatada que un hombre y es vergonzoso poner al aire libre nuestras indecencias”. Salvador hubiera largado una risotada si no fuera que ya estaba con muchas ganas, la apartó de la puerta y le dijo mientras corría: Aquí no hay nadie, y nadie te va a ver, pero si quieres arreglar el baño lo puedes hacer.
Los meses pasaron y la recuperación de Salvador fue excelente. Alelí lo había cuidado bien. Podía regresar a su trabajo.

Cuando se internó nuevamente en la selva, le dijo a alelí que la dejaba a cargo de la casa, que la cuidara. Que si necesitaba algo se lo podía pedir al tendero donde ella siempre acudía pues él ya había acordado con él.
Conforme pasaban los días más la extrañaba su corazón. Bastaba con cerrar sus ojos y recordar su aroma. Quería volver con ella. Tomar el café que le preparaba y dormir sobre la cama que ella tendía. Quería sentarse en los muebles que ella había puesto en la sala y escuchar, en el silencio de la noche, su respiración cuando leía.
Al día siguiente que Salvador se fue, Alelí se sentó en la silla del pórtico, cogió la escopeta y fingió que era él. Tomaba su café en Su taza, se quedaba mirando su lugar en la mesa e imaginaba que conversaba con él. Cuánto deseaba su corazón que Salvador le regalara una caricia. Pero se repetía así misma: Pero ése hombre es bruto y nunca se dará cuenta. Para él sólo es comer, dormir y trabajar. Ni si quiera opina de los arreglos que hice en su casa, mucho menos se va afijar en mí.
Para cuando terminaron los 30 días, Salvador tenía miedo de no encontrarla, que su casa estuviera tan vacía, más vacía sin ella. Comprendía que nunca su vida fue completa, porque quien la completó fue ella. Y sólo quería estar a su lado.
Su abuelo le había enseñado bien, pero se había equivocado en una sola cosa: a travesar la selva nunca fue el mayor obstáculo. El mayor obstáculo que un hombre puede tener es aceptar que su corazón le pertenece a alguien más. Ya no se pertenece. Que sus sueños ya no son sus sueños. Y la libertad se reduce a lo que hace feliz a la persona amada.
Cuando iba llegando a casa, con un ramo de Alhelí en su mano, se dio cuenta que Alelí estaba dormida sentada en su silla, con la escopeta en su falda y tomando café en su taza.
¿Espantando a los ladrones? – preguntó él sorprendiéndola.
Ella saltó de la silla, trató de disculparse toda nerviosa pero con ganas de abrazarlo con todas sus fuerzas hasta que él entregándole el ramo le dijo: quieres ser mi esposa?

fin

Texto agregado el 18-05-2015, y leído por 71 visitantes. (0 votos)


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