Dicen que cuando amas de verdad, cada parte de ti ama cada parte del ser amado. Te enamoras de sus imperfecciones y de la manera en la que tuerce sus labios al regalarte una sonrisa; te enamoras de su extraña manera de pensar e, incluso, de aquellas veces que tiene el poder inexplicable de hacerte enojar con facilidad. También amas el toque de sus besos y la dulce picardía con la que te clava la mirada, pues sabe que con ella puede mover todo en ti; sí, como un volcán a punto de hacer erupción y derramar su lava ardiente sobre su cuerpo tosco. Además, te enamoras de sus manos; de su suavidad y de cómo te envuelven, encaminándote hacia aquel lugar donde el tiempo se detiene a tu favor. Pero, sobre todo, te enamoras de cómo puede besarte sin tan siquiera rozarte con sus labios; de cómo puede abrasar todo tu cuerpo (¡Sí, abrasar y no solo abrazar!), sin la necesidad de tocar tu piel; te enamoras de la manera en la que te lleva a la gloria.
El problema, amigo mío, se presenta cuando hay partes de esa persona que no aman cada parte de ti; más bien, que se aman solo a sí mismas.