BENDITO ADAGIO PARTE VII
«Hasta que el amor vuelva; seguiré mirando el horizonte de la distancia»
Después de continuos, eternos, delicados, románticos y respetuosos mensajes en el móvil y en Messenger, habíamos acordado conocernos en persona.
—Andrea, ¿qué pasó? Leí tu mensaje, ¿qué es lo urgente? —preguntó Janin.
—He quedado verme con Tadeo hoy, frente a la Catedral; a las cinco de la tarde.
La noticia la llenó de alegría; sus ojos brillaron y todo su cuerpo expresó emoción.
—Tienes que ayudarme, quiero agradarle —le dije.
—Andrea, por eso no te preocupes. Le agradaste el mismo día que le hablé de ti.
Janin siempre tenía esa facilidad para calmarme en momentos de miedo o inseguridad.
—Ven, vamos a buscar algo sensual.
—¡Sensual no! Quiero algo decente. ¿Te parece este jean?
—Apenas me llegaba a las caderas, pero me gustaba tanto… Con una semana de dieta seguro me entraba, y no había tiempo. Entre bromas y carcajadas, jugueteamos entre jeans y blusas.
El tiempo corría, las horas se acortaban.
—Sabes, Janin, tengo miedo.
—Me tomó de la mano y con su tono sereno me dijo.
—Olvida el miedo y disfruta. Sé que este encuentro lo han deseado demasiado.
—Todo saldrá bien. Ponte estos aretes, combinan con la blusa.
Me rocié un poco de perfume. Ya habían pasado quince minutos de la hora acordada. Janin me dio un abrazo y nos despedimos mientras subía al taxi.
No dejaba de repasar en mi mente; ¿Cómo sería el primer saludo? ¿La primera mirada? ¿De qué hablaríamos? ¿Sería capaz de confesarle que pensé en el todo el día?
Los minutos corrían mientras la tarde se pintaba con su paleta de colores. Media hora había pasado ya. Me preguntaba si aún seguía aguardando. Tenía el celular en la mano, pero no me atrevía a marcar. Lo imaginaba sentado, hecho amigo del tiempo.
Frente de la catedral está la plaza, grande y acogedora. Me dirigí hacia ella, con las imágenes de Tadeo grabadas en mis retinas.
Escudriñé el panorama, había poca gente.
—¿Será él?
—¡Que nervios!
Bebí mi nerviosismo y di cortos pasos. Tadeo estaba en un estado apacible, quizás había esperado tanto que su mirada se había fijado en la espera. De pronto, realizó un pequeño movimiento. Me detuve a menos de un metro. Se puso de pie y, con un leve susurro, dijo:
—Andrea.
—Tadeo.
Ambos sonreímos con sutil nerviosismo. Nos acercamos y nos dimos un beso tímido en la mejilla. Intenté disculparme por la espera, pero él no me dejó hablar. Asumí que ya estaba perdonada.
Mi hablar estaba algo desarticulado, mis piernas temblaban, no sabía que decir. Tadeo, sugirió tomar un café. Acepté. Había un lugar cerca. Cruzamos la calle y, con la confianza que nuestra voz había originado, me tomó de la mano.
¡Una tibia caricia que enlazaba nuestras sombras!
Al Llegar, nos dirigimos a una mesa que parecía esperarnos. Dos sillas, un bello cuadro en la pared, la cortesía de sus manos y su voz educada me invitaban a tomar asiento.
Él tomó su lugar. Nos rodeó un silencio. Nuestras miradas y sonrisas fueron la única comunicación. Mi sonrojo y mi balbuceo se hicieron notar.
Se acercó, un joven con una carta de pedidos. Tadeo pidió un café con dos empanadas de carne. Yo, pedí lo mismo.
Con el pasar de los minutos, logramos la fluidez en nuestro hablar. Una pregunta llevo a una respuesta, una respuesta a una sonrisa, una sonrisa a infinitas miradas.
Se terminó el café y solicitamos una nueva ronda.
Nos contamos mucho uno del otro. En algunos instantes, el silencio regresaba, pero, así como llegaba, también se marchaba, dejando la huella de felicidad en nuestras miradas.
Nuestra ansiada tarde se hizo noche, y ella aún no terminaba. Salimos del café y caminamos. Su mano volvió a entibiar la mía y nuestras sombras se consumían en una. En ningún momento me preguntó por amores pasados, y ese era mi temor. Aún colgaban de mis manos los hilos de una historia fresca.
—¡Andrea, despierta! Llegamos.
Habré tomado el sueño en algún tramo de la carretera. El sol era tibio posaba su luz radiante sobre los ojos y sonrisas de los padres de Javier, que ya estaban al encuentro. El fiel perro marrón que les cuidaba nos golpeaba las piernas con su cola, desbordando alegría.
Desde el auto, podía ver la mesa servida, la parrilla humeante y varias personas esperando con ademanes de saludo.
Marina, muy ansiosa, saludó a Javier, quién correspondió alzándola en un medio vuelo. Ella vivía en casa de sus padres, dedicó su vida a su cuidado y nunca se casó. Para ella Javier seguía siendo su niño adorado.
—Buenos días, señorita Andrea —me saludó.
Respondí con una sonrisa. Me pidió el maletín.
—No se preocupe, Marina, yo lo llevo.
—Al final, fue Javier quien cargó ambos maletines.
Caminé junto a él y su madre. A lo lejos pude reconocer al tío Pedro, que se acercaba con su voz gruesa.
—¡Sobrino, sobrino!
Al estar frente a Javier, lo jaló contra su cuerpo y le dio un par de palmetazos en la espalda. Luego volvió su mirada hacia mí.
—¡Y tú, muchacha! ¡Bien escondido lo tenías, sobrino!
Javier intentó negar la confusión, pero no lo logró.
De pronto se me escabulló. Lo vi dejar los maletines y correr a abrazarlo.
Observé su espalda. Sobre ella caía un par de brazos y un rostro sobre su hombro.
Yo me quedé clavada en su mirada.
Krisna.
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