BENDITO ADAGIO PARTE VIII
Cuando era niña, me gustaba jugar a “Las encantadas”. A un grito de alerta, todos echábamos a correr, evitando ser tocados, porque al mínimo roce quedaríamos inmóviles, como estatuas, hasta que alguien nos liberara, con otro toque, más el grito liberador ¡desencantado! La simpleza del juego encerraba una verdad curiosa: el primer toque traía el encanto, el segundo, el desencanto.
Con el tiempo, comprendí que el verdadero encantamiento, era muy distinto a ese juego infantil. A veces, una mirada, una caricia, un beso, una imagen, un libro, un sabor, o una canción nos dejaban suspendidos en el tiempo, atrapados en una sensación que nos detenía por completo.
Pero, el encantamiento originado por el amor, va más allá de un simple juego.
La casa de Javier siempre ofrece platos exquisitos, recetas costumbristas que derretían el paladar. La mesa grande y animada, estaba impregnada de aromas y voces alegres.
No sé en qué momento sucedió, pero lo supe: alguna parte de mi había recibido el toque del encanto. Me quedé detenida.
Los segundos transcurrían y mi mente intentaba darme órdenes: Andrea ¿qué te pasa? ¡No lo mires! Pero mis ojos desobedientes. Con fervor casi involuntario, recorrieron cada línea de su rostro, cada mechón de su cabello lacio que el viento agitaba.
—¡Andrea! —escuché de pronto.
Era Javier, sentado frente a mí, justo al lado de Augusto Valencia, el hijo del tío Pedro... y el causante de mi quietud.
Gracias a Javier logré un fugaz desencanto. Sonreí al escuchar la contagiosa risa del tío Pedro, un vozarrón alegre que animaba la reunión. Su esposa la señora Rita, lo observaba con una mezcla de amor y admiración. Él tenía la atención de todos… excepto la mía.
Yo solo veía a Augusto. Su presencia interrumpía mi estado de cordura. Un suspiro escapó de mis labios, y al parpadear, choqué la mirada con Javier. Me sonrió como si hubiera descubierto un secreto.
Después del almuerzo, los hombres siguieron conversando en voz alta, la madre de Javier charlaba con la señora Rita, y Amanda, hermana de Augusto, me compartía su ilusión por ser madre. Su embarazo de cuatro meses la tenía radiante.
La tarde se tornó fresca. Las aves comenzaron su trino, el follaje murmuraba con la brisa. Disfrutando aquella sinfonía natural, decidí dar un paseo.
Caminé siguiendo una línea de árboles hasta que vi cruzar a Marina. Llevaba hierbas frescas, seguramente para la cena. Recordé sus palabras «Cuando hay visita, la cocina nunca se apaga. Apenas se termina un plato, otro ya se está cociendo» Y con cada visita, lo comprobaba.
Después de dar unas vueltas me detuve al notar que entrenaban a un caballo de paso. Me apoyé en los maderos y observé atenta.
El chalán, sujetaba las riendas con firmeza, guiando al caballo en círculos, alargando y acortando la soga. Sus pasos eran un compás perfecto, como si danzara al ritmo de un tambor lejano. Me quedé maravillada. Otro encantamiento en ese día.
El caballo avanzaba con trotes rítmicos, y el chalan, erguido, lo conducía con destreza entre círculos abiertos y cerrados sobre su mismo eje.
—Es el amor —susurró una voz tras mi hombro.
Giré apenas y escuché, encantada, la sabia conclusión de quien comprendía la esencia de aquel vínculo entre jinete y caballo.
Continúa….
Krisna
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