BENDITO ADAGIO PARTE XIII
El sol abre los fines de semana con un color diferente, como si celebrara la llegada del descanso. Ese eco placentero de saber que puedes quedarte más horas envuelta entre tus sabanas es la receta más sabia para renovar la energía que la semana absorbe del cuerpo. Este sábado no era la excepción, pero tenía indicaciones de trabajar todo el fin de semana. Mi cuerpo se resistía a ponerse en pie, mis ojos aún no deseaban mirar ese esplendido color de la mañana.
Pero lo hice. Luché con la voluntad sonámbula y salí rumbo al trabajo.
Jorge no es solo la persona que registra nuestra entrada y conoce nuestros nombres, sino que, de manera instintiva, evalúa nuestro estado de ánimo a través de nuestras expresiones al ingresar y salir del trabajo.
—Buenos días, Jorge.
—Señorita Andrea, buenos días. Hoy la noto más feliz que nunca —me dijo.
Y así era, la felicidad se me escapaba por los poros.
Entré a los ambientes de trabajo con una energía renovada, lista para que ocho horas en oficina fueran suficientes para terminar y, por qué no, adelantar los pendientes. Saber que Augusto había preguntado por mí llenó mi día de alegría, despertando emociones que cosquilleaban mi estómago y alborotaban mis ansias. Javier, por su parte, se encargaba de alimentar y entusiasmar a mis ilusiones alcanzándome información nueva sobre él.
En el trayecto de regreso a casa, mi mente traía su imagen: su baile, el color del sol tras el abrazo de despedida… su recuerdo se alojaba instante a instante estremeciéndome.
Me di cuenta de que el recuerdo que anclé por largo tiempo hacía Tadeo, se volvió invisible; ya no brotó en mí aquella interrogante…
Interrogantes que tiempo atrás también me hacía antes de conocer a Tadeo.
Cada día sin noticias de Alejandro me hacía preguntarme:
—¿Dónde quedó aquella varita que escribió nuestro destino?
—¿Dónde se perdió ese hermoso cielo?
—¿Dónde se posó la miel de nuestros ausentes besos?
¡Vulnerable! Así me sentía ante su ausencia.
La única conexión que aún nos mantenía unidos era Olinda. Desde que la conocí, nació un cariño mutuo entre nosotras. Ella estaba feliz porque su hijo se desenvolvía muy bien en su cargo de gerente. En cambio, yo estaba algo desconcertada y descontenta. Aun así, entendía todo lo que él tenía que asumir: reuniones, viajes esporádicos… Poco a poco, su tiempo se reducía y nuestra presencia se hacía cada vez más limitada. La distancia fue ganando terreno entre nosotros.
Decidí ser paciente y comprenderlo. Pensé que la comunicación aliviaría en algo la distancia. No fue así. También comenzó a disminuir.
—¿Dónde se había ido el amor?
Mi almohada guardaba esa pregunta cada noche, y una lágrima silenciosa corría.
Comencé a sentirme realmente sola. El tiempo pasaba y, aunque tenía excelente comunicación con Olinda, él se convirtió en un novio ausente. Decidí enfrentarlo. Una noche lo esperé hasta tarde en su casa. Cuando llegó, se alegró tanto al verme que me sonrío como aquella primera vez, cuando crucé el umbral de la puerta en dirección hacía la otra acera.
Entendí que estábamos dejando pasar el tiempo sin pedirnos una oportunidad.
Volvimos a caminar juntos, reconciliando nuestras manos, nuestros abrazos, nuestros besos.
Se acercaba su cumpleaños. Olinda organizó un almuerzo en casa. Llegué temprano; él había hecho un alto a sus actividades y tenía un comportamiento amoroso y tierno. Sentados en la sala, yo reposaba sobre su hombro, él acariciaba mi mejilla y me cantaba una canción al oído. ¡Yo reía! Desde lejos, Olinda nos observaba sonriente mientras conversaba con los invitados.
Un poco antes de la comida, una voz dulce cantando «Feliz cumpleaños» irrumpió en la sala. Traía en sus manos un pastel bien decorado, y eso hizo que todos nos uniéramos al canto. El ambiente se llenó de júbilo, y toda la atención se volcó hacia ella.
Luego del canto y soplar la vela, Alejandro, con inmensa emoción, mencionó su nombre:
—¡Natalia!
Le dio un extenso abrazo, correspondido.
Natalia había sido su novia. Vivieron una vida social desenfrenada, pero, tras la muerte del padre de Alejandro, rompieron su compromiso. Él tuvo que adoptar una vida más responsable, y ella no estuvo lista para ese acompañamiento. Se distanciaron tanto que ni siquiera la amistad sobrevivió. Eso parecía.
La llegada inesperada de Natalia cambió el ánimo de Olinda. Su sonrisa se esfumó. Mi sexto sentido me decía que su regreso significaba que estaba decidida a recuperar al antiguo Alejandro.
Era una mujer bella, y, a la vez, presuntuosa. Por momentos me hacía sentir invisible, como si su presencia fuera una provocación abierta. Tenía a su favor que todos los presentes la conocían y la hacían sentir parte de la familia.
Yo tenía a Alejandro, quién al presentarnos no me apartó de su lado. Mostré mi mejor sonrisa y dejé que me conociera, para conocerla.
Después compartir la comida y continuar con una conversación amena, la tarde avanzó. Recordé que tenía una exposición grupal y me disculpé. Con sutileza me despedí de Olinda, también con Natalia. Con un dulce enlace, una coqueta despedida y un apasionado beso, me alejé de Alejandro, sin permitirle que dejara sola a Natalia ni al resto de sus invitados. Quiso acompañarme, pero no acepté.
En el trayecto y durante la exposición, mi pensamiento estaba ocupado. Un sentimiento oprimía mi pecho, generando angustia.
Deseaba haberme quedado con Alejandro.
Janin estaba a mi lado para apaciguar temores y levantarme el ánimo. Además, las aulas llenas de risas, barullo y estudio resultaban ser el lugar perfecto para olvidar cualquier sentir que robara la calma.
Así continuamos con nuestro romance, aceptando su tiempo limitado. Yo estaba concentrada en mis cursos; ya poco faltaba para graduarme.
Un día tocaron a mi puerta. Era Olinda. Me habló de Natalia. A pesar de lo que aparentaba, era una buena chica. Su padre y el difunto esposo de Olinda habían sido buenos amigos. Natalia solo tenía un defecto: era impulsiva y, a veces, caprichosa. Me pidió que no permitiera que su llegada, desmejorara nuestra relación.
Pero no fue Natalia.
Poco a poco, nos fuimos alejando, cada uno anteponiendo sus responsabilidades: él, su empresa; yo, alcanzar la graduación. Alejandro llamaba de vez en cuando para saber cómo estaba. Me pedía que visitara a su madre que me extrañaba. Prometía que pronto tendría más tiempo para nosotros.
Ese tiempo tardó tanto que empecé a asimilar el deterioro de nuestra relación. Lo hice de la mejor manera, aunque no puedo negar que brotó la tristeza. Tuve que aceptarla.
Decidida visité a Olinda una vez más. Coincidió con la llegada de Alejandro. Nos dejó a solas y, formalmente, terminamos nuestra relación.
Lloré, una, dos, tres… ¿qué más daba cuántas lágrimas? Preferí eso a vivir en una espera tormentosa.
Antes de irme, Olinda me abrazó y me dijo:
—Es un momento de desorden en la vida de mi hijo. Ruego todos los días por ustedes. Volverá a ser el mismo de quien me enamoraste.
No pude negarle que yo también lo deseaba. En el fondo lo esperaba.
Llegaron las fiestas navideñas. Pedí un solo deseo: verlo.
Janin nunca me dejó sola.
El año nuevo marcaría el fin de nuestra vida universitaria. El tiempo había corrido, pero aún quedaba una ligera tristeza. Janin me convenció para asistir a una fiesta. Nos abrazamos al conteo final y, en ese instante volví a sonreír.
Desde ese entonces, salíamos frecuentemente.
Una semana completa del mes de enero me hizo compañía. La pasamos lindo.
Era verano y Janin me hizo una propuesta.
—Andrea ¿vamos a Máncora?
¡Acepté!
Llegó la segunda semana de febrero y partimos.
La arena, el sol, la playa… hicieron olvidar, cualquier dolor, cualquier pena de amor.
Continúa…
Krisna |