BENDITO ADAGIO PARTE XIV
«Se despierta mi piel, cuando suspiro tu nombre»
El fin de semana había sido tan agobiante que sentí la necesidad de endulzarme. Me provocó comer chocolates. Al no encontrar rastro de alguno en mi habitación y siendo aún temprano, decidí salir a comprarlos. Respiré hondo, disfruté la noche, me percaté de lo atractivo que veía en las sombras que llegaban y se perdían en el silencio de los adoquines que embellecen las calles de esta cálida ciudad. Disfruté de la magia de las estrellas que palpitaban en el cielo, sincronizadas con los latidos de mi corazón, como cuándo menciono su nombre.
—Augusto… su nombre no salía de mi mente, ¡y eso me gustaba!
Era adictivo querer saber más sobre él. Le pedía a Javier que me contara detalles, ¿quién más que él? Se conocían desde niños. Augusto se convirtió en el tema recurrente de nuestras conversaciones, en los almuerzos, en los espacios libres. El principio y el final de todo era él.
Esa tarde, Javier me informó que saldría puntual, mientras que yo había decidido quedarme una hora más para cerrar un expediente. Me sumergí en la tarea con determinación, sin levantarme ni un instante.
Pasó aproximadamente una hora cuando el timbre del celular sonó por segunda vez, insistente. Tenía una llamada perdida era Javier.
—Hola Javier. ¿Qué pasó?
—Andrea, ¿aún sigues en la oficina?
—Así es. ¿Necesitas algo?
—Necesito que salgas. ¡Ya!
No supe si era una orden, una sugerencia, o un mensaje que no terminaba de entender.
—Sí, termina ahora, insistió. Alguien te está esperando afuera.
Una corriente de emociones recorrió mi cuerpo. Una sonrisa se dibujó en mi rostro, y un presentimiento se hizo realidad.
—Es mi primo, que insiste en verte. Le dije que saldrías una hora tarde, pero te excediste.
Antes de cortar, Javier me informó que le había dado mi número para que él se contacte directamente conmigo. Mientras cerraba todas las ventanas abiertas en el escritorio del ordenador, un tipo de nerviosismo me invadió. Ya no atinaba si debía guardar los cambios o descartarlos, lo que me hizo tomar decisiones instintivas. No pasaron ni unos minutos cuando el celular volvió a sonar.
—¡Aló!
—Andrea, hola. Soy Augusto.
Titubee. Ambos titubeamos.
Intercambiamos unas palabras cortas antes de que le pidiera que me esperara un momento. Aceptó.
Guardé uno que otro documento evitando el tras papeleo. Me miré en la pantalla del computador, usándolo como espejo para alinear mi cabello rebelde. Rebusqué en mi bolso cualquier maquillaje que me ayudara a disimular el cansando en mi rostro.
Al acercarme a la puerta de la salida. Jorge debió notar mi alegría. Y si le brotó alguna pregunta, la respuesta estaba al alcance de sus ojos.
Y allí estaba él.
La noche realzaba la perfección de su perfil.
—Augusto… —su nombre de deslizó suavemente de mis labios.
Sonreímos. Nos dimos un abrazo como si el tiempo nos hubiera negado uno durante demasiado tiempo. Fue tibio, estremecedor. Me sentí rendida frente a él.
Caminamos un momento, decidiendo a donde ir.
—¿Qué deseas comer? —pregunté.
Su respuesta me sedujo en el acto:
—A tu lado, Andrea, cualquier platillo es perfecto.
El trayecto fue corto mientras decidíamos. Entonces sugerí:
—Si quieres, cenemos frente a la playa. Conozco un restaurante donde preparan delicias nocturnas.
—SÍ. —su respuesta inmediata.
Al llegar, el mar brillaba bajo la luz de la luna. La noche era cálida.
Nos sentamos a la mesa y mientras decidíamos la carta, nuestras miradas cómplices sonreían. Yo pedí causa de pulpa de cangrejo; él, unas brochetas mixtas. Como entrada a nuestra primera cita, hubo brindis y risas. No dejamos espacio ni cabida a los silencios.
Después caminamos por la arena. Mi piel se erizó, pero no fue por la brisa nocturna… fue por su cercanía.
Nuestros pasos marcaban un mismo ritmo, asentaban nuestras huellas en un solo segundo. Su exquisito perfume había quedado impregnado en mi mejilla, tentándome a acercarme aún más.
¿Había sido el vino? ¿La emoción? ¿Quizá la mistura del sabor marino?
¿O fue el amor, que despertaba en mí tras un extenso letargo?
No supe en qué momento sostuvo mi mano. Quizá instintivamente se buscaron y encontraron. Pero ahí estaban, tibias, unidas.
Nuestro sonreír era el alivio de las olas, que permanecieron mansas en nuestro andar.
Nos detuvimos.
Giró hacía mí. Lo miré. Se dejó mirar.
Delineé cada rasgo de su rostro, cada cabello frágil que el viento acariciaba, cada destello que la luz de luna le concedía.
Podía oír mi ansiedad latir.
Podía escuchar sus laidos.
El océano se silenció en ese instante.
Me miró.
Me dejé mirar.
Sus dedos rozaron mi cabello. Sus labios intentaron pronunciar una palabra, pero nuestras miradas ya habían hablado.
Las olas ovacionaron nuestro encuentro.
La brisa nos envolvía.
La luna iluminaba nuestras siluetas.
Y el misterio de la noche cantaba su melodía…
Mientras nos mirábamos.
Mientras nos entregábamos a la primera caricia de rostro.
Al primer beso.
A nuestra primera sombra unida.
A nuestras manos que entrelazaban en inicio de la historia de nuestro Amor.
Continúa…
Krisna |