BENDITO ADAGIO PARTE XV
Ahora camino en un nuevo sendero, y poco a poco se ha ido desvaneciendo aquella pregunta que prevaleció a través del tiempo.
—¿Por qué nunca más cruzamos camino?
Atrás quedó esta interrogante como un eco que se extingue.
Dicen que las malas noticias llegan tan pronto como suceden.
En aquella primera cita, Tadeo sostenía mis manos mientras yo me mecía en la ternura del momento. El aire llegaba amablemente acariciando mis cabellos, envolviéndonos en un sentimiento cálido. La noche, cómplice de nuestra emoción, propicio nuestro primer y, con mucho pesar lo digo, único beso. Un breve romance que apenas nació y ya estaba destinado a desvanecerse.
Suspiré. Estaba llena de amor, de ilusión, de felicidad. Ambos lo estábamos: dos aves tiernas que rompieron el cortejo virtual para mirarse a los ojos, reconocerse en el rostro, acariciarse en la dulzura del enamoramiento. Y fui su enamorada; con un inocente y tierno beso sellamos aquel día.
Tadeo me informó que partiría en un corto viaje el día siguiente. Regresaría en cuatro días. Acordamos vernos a su regreso, para nuestra segunda cita. Conté los días, las horas, los minutos, los segundos, sintiendo el cosquilleo en el estómago y el latido acelerado de mi corazón.
Esta noche, aun brota un suspiro al recordar su ternura, sus delicadas caricias. A él lo puedo definir en una sola palabra: cortés. Así era Tadeo, como un personaje de cuento.
Pero ¿Cómo iniciar una nueva historia cuando aún colgaban los hilos de una pasada?
—¿Cómo explicar a Tadeo que mi decisión no fue por un acto amor, sino un inmenso cariño hacía dos personas que, en su momento, fueron importantes en mi vida?
—¿Cómo contar la verdad cuando ni siquiera él estaba al tanto de la situación?
Aún mi piel se eriza al recordar cómo nuestras palmas fueron soltándose lentamente hasta quedar distantes por completo.
Aún llevo en mis retinas su mirada y en mis oídos su pregunta:
—¿Por qué, Andrea?
—Quiero que conozcas el pasado. No quiero ocultarte nada. Solo así entenderás mi decisión —fue apenas mi respuesta.
A su regreso, debimos encontrarnos en nuestra segunda cita. Pero nunca me presenté ni di señales de existencia.
Al día siguiente, le pedí que nos viéramos con urgencia en algún lugar de la ciudad. La plaza me pareció el sitio más adecuado.
Se acercó con ternura y su abrazó alivió mi angustia.
—Andrea, ayer te llamé muchas veces. No contestabas. Pensé que te había sucedido algo. Habíamos quedado vernos… Me pareció extraño que no respondieras y que nunca aparecieras.
—Estuve en el hospital —respondí.
—¿Estás mal? ¿Te pasó algo? Cuéntame —dijo, en un tono preocupado.
—Estoy bien, pero…
Hice una pausa.
—Tadeo, cuando Janin nos presentó, yo ya había terminado una relación meses atrás. Sin embargo, ayer, minutos antes de salir a verte, recibí una llamada que me hizo acudir a él…
Tadeo me soltó la mano, marcó distancia y pareció no querer oír lo que seguía como parte de mi justificación.
—Solo te pido que me entiendas —recuerdo haberle dicho.
Quise confesarle que, cuando lo conocí, ya estaba lista para una nueva relación. Que Alejandro no significaba más que una amistad en mi vida. Pero no me dejó explicarlo.
Pero, ¿quién puede saber cuándo se está realmente listo? Solo el tiempo…
Recuerdo el año pasado, conocí a una muchacha que había llegado de España. Consiguió un puesto temporal en la empresa donde trabajo. Un día pasé por su área y la vi llorando, rodeada de compañeras intentaban consolarla. No pregunté qué ocurría.
Días después en la hora de refrigerio, nos encontramos solas. Ella tenía que entregarme unos documentos.
—Siéntate —le dije.
Se sentó, algo tímida. Le sonreí.
—Tu nombre es Any, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué tal el trabajo? ¿Te sientes cómoda?
Quería romper el hielo, pero, en el fondo, también quería conocer el motivo de su tristeza.
—Sí, me agrada. Hay mucho compañerismo.
—Me alegro, Any —el otro día noté que llegaste mal al trabajo. No me acerqué porque vi que las chicas te estaban apoyando, pero quiero que sepas que no estás sola. Si necesitas tiempo o descanso podemos hablar con Esther. Estoy segura de que entendería.
Asintió y con un suspiro comenzó a contarme su historia.
Sus padres emigraron a España cuando era muy niña. Años después, cuando lograron estabilidad, la llevaron con ellos. Allá hizo su primaria, su secundaria, y estuvo a punto de concluir la universidad.
—¿Y qué pasó? —pregunté.
—España entró en crisis. Mis padres se quedaron sin empleo y mi madre y yo tuvimos que regresar al país. Tuve que adaptarme y retomar los estudios, hice nuevos amigos…
—¿Y te enamoraste? —pregunté con una sonrisa inquisitiva.
—Sí… —respondió, algo abochornada—. Pero no es así de simple.
Se enamoró, quedó embarazada y, cuando decidieron independizarse, la felicidad se convirtió en una pesadilla. Su pareja comenzó a llegar tarde, a mentirle, a no volver a casa.
—Luego llegó el maltrato… —susurró con la voz quebrada.
Se llevó las manos al rostro. Su tristeza se desbordó en lágrimas.
—Calma, no sigas —le dije, alcanzándole un vaso de agua.
Bebió, se relajó y continuó su relato.
Su hijo tenía nueve meses. Había decidido separarse, pero su expareja intentaba arrebatarle al bebé.
—Ese día que me viste llorando, el papá de mi hijo había esperado que saliera al trabajo, para intentar llevar a mi hijo, quien queda al cuidado de mi madre. Cuando me avisaron me sentí muy mal, por eso lloraba.
—¿Y se solucionó?
—Sí, afortunadamente vivo en un condominio con vigilancia. Es difícil que alguien salga con un niño sin autorización. Ahora estamos más seguras.
—Entiendo —le dije.
—Aún lo quiero Andrea… Y a veces siento que me muero —confesó, entre sollozos.
—Es normal, Any. Solo sé paciente. El tiempo hace su trabajo.
Me sonrió, y en su sonrisa vi un destello de esperanza.
Poco después, Any terminó su contrato. No le renovaron, pero consiguió un trabajo en otra empresa. No sé cómo esté ahora, pero sí sé que su mejor resultado en la vida es su hijo: un niño hermoso y robusto, de esos que provoca llenarlos de besos y abrazos.
Yo sabía que estaba lista cuando conocí a Tadeo. Pero al omitirle aquella historia y tomar una decisión sin previo aviso, él no lo aceptó.
Intenté explicarle que Alejandro y yo habíamos tenido una historia bonita, pero que terminó. Que, cuando lo conocí a través de Janin, yo ya no tenía heridas ni cicatrices.
—Tadeo, contigo inicié una historia nueva. Tierna, sutilmente dulce…
Casi con voz suplicante le pedí que me entienda Mi voz por momentos se quebraba, pues temía que el confundiera las situaciones. Y lo hiso. Él imaginó, de mi parte, una traición. Pero no lo fue. O quizás mi explicación no fue lo suficientemente clara y él lo interpretó todo mal.
¡No lo sé, no lo sabré!
Desde ese día aguardé su llamado, esperé un mensaje, un indicio de su voz. Un día, dos, tres… una semana, un mes. Han pasado los años y sigo esperando un perdón. Un perdón por ningún delito cometido. Recuerdo ese día con una claridad dolorosa porque perdí su mirada, la tibieza de sus manos. Mi sombra nunca más se enlazó con la suya.
¡Y su voz! Tan tierna, tan educada… nunca más pronunció mi nombre.
Mis ansias de verlo se perennizaron en el tiempo.
Pero ¿qué es el tiempo para una situación crítica?
Aquel día le dejaba amorosos mensajes: «Amor en un rato nos vemos. Te extraño»
De igual modo, él hacía su parte. Un mensaje suyo me abría un suspiro, me abría el cielo de tanto extrañarlo.
Faltaban pocos minutos para nuestro encuentro. Yo sería tan puntual como la noche al cerrarse o la mañana al despuntar. Ya estaba lista, a punto de salir, cuando el timbre del teléfono me detuvo.
La voz de Olinda entrecortada y llena de angustia, me heló la sangre. Gritando su dolor intentó explicarme lo que había sucedido en la carretera. No llegó a terminar la frase cuando mi corazón se apretó con un mal presentimiento.
Natalia y Alejandro regresaban de un compromiso social. Alejandro había bebido más de lo permitido. El impacto fue desastroso.
Natalia, llevaba cinturón de seguridad, sufrió lesiones leves.
Alejandro, en cambio conducía sin cinturón. La pérdida de control y el choque ocasionaron lesiones graves en él.
Esa noticia cambió mi rumbo. Mi atención, mi tiempo y mi apoyo se volcaron hacía Olinda.
Cuando decidí brindarles mi ayuda incondicional a ella y a Alejandro, por la amistad que nos unía, no imaginé que perdería el amor y el rastro de Tadeo.
Las peripecias que pasamos en hospitales y clínicas quedaron grabadas en nuestra memoria: noches en vela, llanto contenido, anécdotas que luego se transformaron en risas y finalmente la superación.
Después de semanas de cuidados, ya en casa, nos sentíamos enfermeras de oficio. Olinda y yo aprendimos nombres de medicamentos impronunciables, memorizamos horarios, supimos leer análisis de sangre, limpiar heridas expuestas. Lo único que nunca intentamos fue aplicar inyecciones; eso habría sido una tortura.
Desde el principio hubo una enfermera permanente, además del médico de cabecera que visitaba regularmente. Todo lo que él indicaba se realizaba en la habitación: radiografías, pruebas, controles semanales, luego mensuales, hasta que llegó la tan esperada «alta médica definitiva».
Sentí que había sido el apoyo que Olinda necesitaba para superar esa etapa. El amor y la amistad que nos unían nos mantuvieron solidas frente a una tarea difícil que nos dejó el destino.
Pasamos horas al cuidado de Alejandro, algunas veces sin dormir.
Es increíble cómo el tiempo cura todo tipo de heridas, desde las físicas, hasta las del alma.
La a amistad con Alejandro, no solo se mantuvo, sino que se fortaleció. A veces él me miraba y preguntaba:
—¿Qué te pasa?
—Nada —respondía yo.
Él tenía la medicina para calmar sus dolores. Tenía a Olinda, que lo llenaba de amor. Y tenía mi amistad.
¿Cómo decirle que me hacía falta Tadeo?
Si él estaba lejos de conocer la historia después de su historia.
Tengo que confesar que recordar todo aquello todavía me roba un suspiro.
El tiempo siguió su curso y todo volvió a su estado inicial. Alejandro recuperó su semblante, su salud, su vida. Nos fortalecimos todos. Éramos como una familia, unida y feliz.
Pero…
Llegó el día en que tuve que pensar en mí. Con tristeza retomé mi vida habitual. Porque, con el tiempo, toda cercanía se hace costumbre.
Un día, Alejandro llegó a mi puerta. Me hizo una segunda declaración de amor. Pero esta vez, no me rendí a su mirada. Nada era como antes. Ni el cielo era el mismo.
Disfrutamos un café, unas galletas, algunas risas. Luego se marchó, dejándome un agradecimiento que nunca le pedí.
Verlo sano, retomando la dirección de su vida y de su empresa, ya era suficiente para mí.
Al verlo partir, me invadió un sentimiento profundo. Un solo nombre latía en mi pecho.
Y no era Alejandro.
Nuevamente llegó un invierno. Para mí, la estación más bella. Me abrigué bien y salí a buscar empleo. Esta vez ya no en la constructora.
Y desde entonces, decidí iniciar mi vida sola…
Con un nombre en mi mente y en mi corazón.
Tadeo.
Continúa…
Krisna |