BENDITO ADAGIO PARTE XVI
En cualquier época del año, la noche siempre será propicia para la antesala del amor.
Después de caminar sobre la arena, dejarnos envolver por la brisa y besarnos con dulzura frente al inmenso mar, se desencadenó un hermoso romance. La presencia de Augusto se hizo más frecuente en mis días. Mi rostro delataba lo ilusionada que me hallaba, flotando entre caricias y besos que no se hacían esperar; eran reales.
Habíamos quedado con Javier conversar tomando un café por la noche, después del trabajo. Así lo hicimos. Él quería conocer todos los detalles.
—¿Cómo negarle información a Javier? —pensé.
Después de todo, había sido él quien alimentó mis ilusiones y me hizo creer nuevamente en el amor. Un amor que, por esos juegos del destino, despertó con la llegada de Augusto.
—Me siento desplazado —me dijo con un dejo de nostalgia.
Lo abracé con el cariño sincero que siempre nos habíamos tenido.
—Pero también me siento feliz —concluyó.
—Feliz estoy yo, Javier… y todo gracias a ti —respondí.
Recordé aquella vez en que me hablaste sobre la generosidad del destino, sobre la posibilidad de reencontrarme con Tadeo o de elegir entre el pasado, vivir el presente y mirar el futuro. Lo único que vi entonces fue un vasto abismo de soledad. Del pasado no sé nada hasta que el destino me lo muestre. ¡Hoy! tengo un bello presente, y por él no me atrevo siquiera a mirar el futuro.
Y como dice el bendito adagio. No voy a volver por el pasado y perder los bellos momentos que mis pasos están encaminando.
Un profundo suspiro lleno de alegría y emoción liberé en el ambiente.
Y aunque Javier, también se alegraba por mi presente. Por esos días, se encontraba en un dilema, Bernardo, le había pedido que le haga partícipe de sus reuniones familiares. Ya que a las suyas Javier asistía con naturalidad, y sentía que no le estaba dando el lugar que él ya se lo había dado. Conociendo a los padres de Javier, me atreví a afirmarle que todo saldría bien, que tenga confianza y que no dude, que, Bernardo sería aceptado en su familia.
Y que cuando decidiera hacerlo, me ofrecía a acompañarlo. Sonrió y sus ojitos llenos de incertidumbre, resplandecieron rayos de determinación.
Nuestro reír pronto extinguió su temor y vuelto en sí, me dijo.
—Ahora cuéntame, ¿cómo vas con Augusto?
—¡Augusto, mi presente! ¿Qué te puedo decir mi amigo del alma? Estoy feliz.
Tú sabes cuánto tiempo habitó en mi corazón y en mi mente un nombre que el tiempo solo me permitió deleitar a distancia. Creí que ese recuerdo me mantenía viva, pero esa hipótesis ha sido desterrada con la llegada de Augusto.
Ahora sé que el amor suspendido que vive aún en la distancia también tiene fecha de caducidad.
Javier suspiró y yo lo imité.
Luego de despedirnos, me dispuse a jugar con mis narices frías (mis perros), como cada noche. Entre halagos y alaridos de felicidad, agotamos la faena nocturna. Después de refrescar mi cuerpo cansado y alimentar a mis fieles compañeros, preparé una taza de manzanilla, dispuesta a descansar.
Entonces, el móvil timbró el móvil. Miré la pantalla.
—¡Augusto!
—¡Aló!
—Estoy a punto de tocar tu puerta.
No sé, dónde quedó el celular después de lanzarlo y correr con emoción. En el en el mismo instante que nos miramos, nos abrazamos tan fuerte, que solo un tierno beso nos dio milésimas de distancia.
No hubo necesidad de invitación. Cuando la puerta se abrió, también se abrieron todas las posibilidades de perdernos en la complicidad del amor y la seducción. La noche consumió nuestras sombras y la luna nos otorgó su encanto.
Las paredes grabaron cada susurro, cada esbozo, cada palabra dicha y cada palabra expresada.
La noche fue testigo de besos tiernos y besos salvajes, de caricias suaves y toques indecentes. El aire saboreo cada gota de miel desprendida por la pasión. Nos fundimos, piel con piel, como si estuviéramos hechos del mismo fuego.
Nunca había libado un licor más dulce que el que bebieron mis labios y cada poro de piel. Minutos interminables que solo fueron apaciguados por el sueño involuntario del cuerpo… mas no del deseo.
Aún no eran las seis de la mañana, un trino suave despertó mis párpados.
Era su voz.
Apenas la claridad destelló en mis pupilas, pude ver su rostro: hermoso y sonriente al alba. Despertar tan temprano no me incomodaba; parecía que había dormido una eternidad en sus brazos. Dos horas, tres, o solo una… ¿qué importaba contar el tiempo si habíamos caído en la profundidad más hermosa de un sueño real.
—Anoche conocí la armonía —le dije.
Sonrió, abrazándome más allá de la piel, envolviendo mi alma. Las sábanas resbalaron como seda y el silencio del alba murmuró nuestro cortejo.
— «Augusto» —le susurré al oído.
Él susurró mi nombre.
No éramos solo cuerpos, éramos almas seducidas.
Miradas cómplices de un encuentro furtivo.
Manos que se empalmaban.
Y silencios que hablaban.
El rito nocturno que nos había elevado al paraíso ahora se hacía diurno, y nuestros cuerpos estaban listos para un dulce sacrificio. Un beso nos embriagó y nuestras pupilas se dilataron en reflejos de deseo.
No hubo espacio que no fuera tocado ni delineado. Yo era suya, y él era mío.
En ese momento, no existió pasado ni futuro. Solo la hermosa aventura de navegar libre en su manso océano.
En Augusto encontré el cielo, las estrellas, el aire, el invierno, la luna… y todo lo que hasta entonces me había gustado.
Javier nunca se equivocó al decir que su primo “era todo un caballero”.
Después de una charla tierna, de infinitos besos y tibias caricias, tuve que partir al trabajo. Mientras me duchaba y me arreglaba. Augusto preparó el desayuno. Fue una sorpresa saborear un café con un nuevo matiz de sabor. Tal vez el momento lo ameritaba; así que lo acepté un poco más dulce de lo habitual.
En la puerta del trabajo, volvió a seducirme con un beso apasionado.
Jorge ya no preguntó nada. Solo me sonrió. Y yo, con un poco de rubor, le devolví la sonrisa, cuál fugaz saludo.
Desde aquella noche en la ribera, Augusto llegaba con más frecuencia a la ciudad por provisiones. Pero desde la noche en que nuestras pieles se sedujeron, cronológicamente le abría la puerta para ver en sus ojos el alba.
Guardé la fotografía que me había acompañado por tantos años. No coloqué una nueva imagen en su lugar; dejé el espacio vacío… porque de Augusto lo tenía todo.
A veces me sorprendía a la salida del trabajo. A veces, volvíamos a perdernos en la oscuridad de la arena y la brisa marina.
Éramos dos cuerpos libres, cómplices diurnos y nocturnos. Lejos estaba de convertirse en costumbre; cada instante era distinto. Desde un jugueteo hasta recibir lecciones de baile, donde me enseñó a mover las caderas, a cepillar el suelo y seducirle con un pañuelo.
Las horas se convirtieron en días, los días en semanas, y las semanas en meses de amor.
Llegó un viernes y Javier se acercó para informarme que Esther viajaría el fin de semana, así que iríamos a visitar a sus padres. Acepté de inmediato, sabiendo que Augusto también estaría allá.
Con suavidad llegó la mañana del sábado, Javier llegó muy temprano. Yo ya estaba lista para partir; había coordinado con Linda y le había entregado una copia de las llaves para que cuidara a mis narices frías. Me ubiqué en el asiento trasero y me relajé todo el camino, hasta que el freno del auto anunció nuestra llegada.
Antes de descender, Javier miró a su derecha y, con un coqueto sonreír, le echó un guiño a Bernardo. Yo bajé del carro y corrí a los brazos de Augusto, quien me esperaba. Se acercó antes que cualquiera, me tomó de la mano y caminamos juntos. Ya todos sabían de nuestro romance, pero vernos así, sin esconder nada, sin duda fue una gran sorpresa.
No voy a describir la cara que puso el tío Pedro ni el fuerte abrazo que me dio… hasta ahora lo siento, ¡tan fuerte!
Pero sí voy a contar la felicidad que irradiaba Javier al ver cómo sus padres recibían a Bernardo con tanta atención y cariño.
Javier y yo, cada uno disfrutando del amor libre y, al parecer, eterno.
Continúa…
Krisna
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