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1

Acostado sobre una playa en Tánger, Kiroe sintió la inminencia de la muerte: el veneno contraía sus músculos y la falta de aire se sentía como la pisada de un elefante en el pecho. Mientras observaba un pequeño bote en el agua incendiada por el crepúsculo, pensó, durante algunos segundos, que el destino de un traidor no podía ser otro que ese: soledad, muerte y, también, un poco de belleza.
A un poco menos de cien kilómetros de ahí, en la ruta que bordea las montañas de Morocó, la hermosa Cezá limpiaba su dorado abdomen con un trapito.
-¿Qué tan profunda es?- preguntó Bajajs.
-No lo suficiente- respondió Cezá mientras, con la yema de los dedos, dibujaba con la sangre un pequeño óvalo alrededor de la herida.
-Los cobardes acuden, frente a la última instancia, a las palabras. Que no te sorprenda que…
No esperaba respuesta de su compañera porque sabía que necesitaba descansar. Mientras ella se recostaba sobre el vidrio agrietado del auto, él –en un gesto poco precavido- quitó la mirada del camino y la posó sobre ella, midiendo, de alguna manera, su pulso y su respiración. Iba a estar bien.
Bajajs era alto y de color café. Había adquirido la disciplina del silencio durante su estadía en el templo Osim. Luego de su huída, la doctrina espiritual que no le permitía hablar había expirado. Ahora disfrutaba del contacto de sus propios labios y de su propia lengua en el momento de hacer alguna declaración. Pero, en ese estado de silencio en el que tuvo que permanecer para no despertar a su compañera, pudo recordar sus años de pequeño monje calvo y se divirtió pensando en los destinos que un hombre, por diversas circunstancias, no llega a cumplir.
En la radio del Mercedes Benz comenzó a sonar Wagner (antes habían estado escuchando algunos preludios de Bach) y eso despertó a Cezá. Abrió los ojos redondos y oscuros y miró por la ventana del conductor. Detrás de la silueta aguileña de Bajajs, se podía ver una nube negra acercándose. Ya cubría todo el mar.
-Va a llover- dijo mientras se estiraba como un gato.
-No, no te preocupes. Vamos a llegar al aeropuerto en cuarenta minutos. ¿Por qué no seguís durmiendo?
-¿Vos de verdad crees que se puede dormir después de matar a alguien?
-Sí- contestó parcamente Bajajs.
Las primeras gotas de la lluvia comenzaron a verse sobre el parabrisas del auto. Cezá se divertía contándolas con los dedos de su mano. En cierto sentido era como una niña, quizás porque sus diecinueve años de vida aún no la habían formado como mujer. Su precoz iniciación en el crimen del continente africano habría sido, tal vez, un error, pero el mundo del delito es como el mundo de la religión o de la academia: en cierto punto, su ingreso se hace inevitable y su salida imposible.
Los primeros delitos de Cezá habían sido pequeños rituales de iniciación: el hurto de unas joyas de su abuela, la extorsión a sus compañeritos de escuela, el asalto a mano armada en un bazar. Luego, cuando sus pechos comenzaron a verse como dos pequeños duraznos, y la sangre era una visita mensual, empezó a prostituirse. Su padre regentaba la red de prostíbulos más grandes del norte del continente. Nabil Abslah sabía que, en los prostíbulos, la hija del gerente es el producto más cotizado. Por eso se alegró enormemente cuando su prima, y mujer, le dijo que, luego de seis varones, Dios les había dado una niña.
Ahora, esa niña de diecinueve años, que miraba con asombro e inocencia las gotas de lluvia, era una de las mayores organizadoras del crimen de su país.
Los pozos de la ruta comenzaban a llenarse de agua, volviéndose invisibles para los ojos de Bajajs. Aunque era un buen conductor, el desconocimiento de la zona lo obligaba a no subir demasiado la velocidad. Quizás los cuarenta minutos se transformarían en una hora, pero la paciencia era, también, uno de los atributos adquiridos en su corto pasado de monje. Allí, en ese templo que se extendía sobre los campos de Camqus, Bajajs trabajó la tierra bajo el seudónimo de Miára Oblq. El contacto con la naturaleza le había forjado un cuerpo que parecía de árbol, como si fuera una extensión más del paisaje de su tierra natal. Su flacura era, de todas maneras, enérgica, y nadie podía negar que, aún en sus cincuenta años, fuera aún uno de los sicarios más fuertes de la zona. Su historial de muertes superaban las decenas de hombres, mujeres y niños. No se sentía orgulloso de su trabajo, ni de su pasado, pero los aceptaba como inapelables. Como ahora aceptaba la lluvia que caía, cada vez más rápido, desde el cielo.


2

Un pescador encontró a Kiroe desecho en la arena. La marea, que ya había subido, lo envolvía cada tanto. El pescador tardó algunos minutos en reconocer aquel bulto como una persona. Lo morado de la cara y lo negro de los pies convertían el cadáver en una especie de animal marino. El pescador atónito y angustiado, llamó por celular a uno de sus primos, y esperó sentado en la arena, junto al muerto. Cuando el otro pescador llegó, lo arrastraron hasta las primeras calles desiertas de la ciudad.
-Parece –dijo uno de los pescadores- un sacrificio para alguno de los dioses o demonios que andan por acá.
-Yo creo que es un ajuste de cuentas. A este hombre lo envenenaron. Por eso está tan hinchado.
Las reglas en la ciudad de Tánger eran pocas, pero claras. Si alguien encontraba un cadáver, sea cual fuera la razón de su muerte, el descubridor debía enterrarlo y organizar una ceremonia en su nombre. Los invitados no podía ser menos de veinte personas. Según la antigua religión que consumía las mentes del lugar, si alguien no era velado esa alma equivalía a la condena colectiva de todas las almas. Por eso, Samé, joven pescador, y su primo, Jerrá, llevaron el cadáver hasta la casa del primero, donde lo acostaron sobre una improvisada cama de paja. Encontrar veinte personas que quisieran velar a un desconocido no era tarea fácil. Sobre todo para dos pescadores ermitaños, quienes solo tenían de compañía el murmullo del mar y el olor de los pescados.
-Lo primero que hay que hacer- dijo Jerrá- es ir hasta la ciudad. Llevaremos el cadáver. Organizaremos una fiesta, totalmente gratuita, y ahí daremos la noticia a los invitados, que no tendrán otra opción que permanecer con nosotros para velar este cuerpo, porque, de lo contrario, estarían cometiendo una falta grave.
-Me parece una buena idea- contestó Samé- ¿pero de donde sacaremos el dinero para organizar una fiesta?
-Conozco a alguien que nos puede prestar algo de dinero. Pero no puedo ir solo. Me tendrás que acompañar.
El viento arremolinaba la arena, haciendo que la vista se cansara poco a poco. Los dos pescadores conocían el camino a Tánger. De niños solían ir con la madre de Jerrá, que ganaba dinero leyendo las manos en las calles principales de la populosa ciudad.
El colectivo en el que viajaban estaba lleno. Estuvieron parados por más de dos horas, transpirados por el calor insoportable que se mezclaba con los gases del motor de aquel vehículo de mitad del siglo XX. El deber de enterrar a un muerto que encontraron en el mar les producía una mezcla de molestia y de excitación. En el colectivo se podía ver a un anciano muy parecido al cadáver que yacía en su poder. También había un bebé que tomaba leche del pecho de su madre, desesperadamente. Samé pensó que tener un auto era un privilegio, y que valía la pena sólo para no ver semejante espectáculo.
Cuando bajaron, Jarré guió a su primo hasta la casa de quién iba a hacerles el préstamo más grande de sus vidas. Caminaron por la peatonal, esquivando empleados de agencias multinacionales que hablaban por celulares carísimos, hasta que encontraron el puente que había que cruzar, sobre el río mayor de la ciudad. Lo hicieron con cuidado, ya que en esa zona era común encontrar pequeños ladrones de billeteras y relojes. Por suerte, el aspecto de los dos hombres barbudos y mojados, sucios, repelía cualquier acto de vandalismo. Llegaron hasta la casa más grande de la cuadra. Tenía tres pisos, un árbol de duraznos y una estatua de oro de una ninfa griega. Tocaron el timbre y se escucho un chillido extraño: la reja metálica y roja se desplazaba, abriéndose para que ingresaran en aquella extraña mansión.
-Buenas tardes, camaradas- gritó con un vozarrón gutural Giles Papasoglou. Su ancho bigote, su redonda figura, su pequeña altura se asomó por la escalera. Bajaba sosteniendo en una mano una copa de vino blanco, que terminó antes de tocar el último escalón. Cuando por fin llegó hasta sus visitantes, abrazó con calidez a Jerrá, y, con una leve y respetuosa inclinación de cabeza, tendió la mano hacia Samé.
-¿¡En qué puede ayudar un griego servidor a tan ilustre visita!?
Todo en Papasoglou era exuberante, grotesco e irreal. Sus más pequeños gestos sufrían de una afectación casi caricaturesca.
-Es difícil de explicar. Es complejo. Pero si tenés tiempo nos podemos sentar y conversar un rato, ¿no?- sugirió Jerrá.
Giles miró hacia ambos lados de su casa, como si buscara a alguien. Luego sonrió rechonchamente y dijo:
-No perdamos más tiempo, queridos. No quiero explicaciones. ¿Cuánto necesitás?
-500.000 monedas de oro. Pero te la devolveré una por una- contestó sin temblar el pescador.
Papasoglou se acercó hasta Jerrá. Levantó un poco la cabeza para mirar fijamente a sus ojos. Con una mueca de desprecio, le dijo:
-¿Cómo puedo confiar yo en que un pobre pescador, muerto de hambre, podrá devolverme tanta cantidad de dinero?
-No podés confiar. Solo hacerlo- sentenció Jerrá.
Samé miraba incrédulamente a su primo, que provocaba a un hombre en su propia casa y, hasta podría decirse, lo extorsionaba. Cuando dejó de mirarlo y volvió la vista a Papasoglou, vio que su cara infantil se había transformado. Sus ojos manifestaban una clara cólera ante la presencia inoportuna que estaba en su casa y ante la total falta de respeto en la que se veía.
-¡A mí no me exige nada nadie nunca!- gritó Giles, mientras tomaba un sable que colgaba de la pared del living e invitaba a los pescadores a irse.
El sable rozó la mejilla de Jerrá, que comenzó a sangrar levemente.
-No hay problema, nos iremos. Levantate, Samé. No tenemos nada más que hacer acá.
Cuando salieron del lugar, escoltados por un alto sirviente, el cielo estaba completamente cubierto de las espesas nubes oscuras de las tormentas de África. Se podía ver la figura rechoncha de Giles Papasoglou espiando desde la ventana. Mientras caminaban, Jerrá se limpiaba la mejilla con una pequeña servilleta que llevaba en el bolsillo. La herida no era profunda, sobre todo para un hombre acostumbrado a pelear contra criaturas marinas.
Samé recriminó a su primo el mal momento que ambos habían soportado, y le preguntó por qué había actuado tan descaradamente en la casa de alguien a quién le estaban pidieron dinero.
-No había otra forma. –contestó Jerrá, y prosiguió ante la mirada incrédula de Samé- Es que él no nos iba a dar el dinero, ni aunque se lo hubiésemos pedido de buena manera. Por eso lo provoqué, para que cuando se diera vuelta para tomar su sable, yo pudiera tomar esto:
La pequeña estatuilla de oro relucía en las oscuras manos de Jerrá. Con una sonrisa de asombro Samé le dijo a su primo que seguro eso valía mucho dinero.
Jerrá asintió seriamente, la volvió a guardar en su bolsillo, y dijo:
-Ahora tenemos encontrar a alguien que esté interesado en comprar esto.

3

El gran mago Kiroe no se llamó siempre así. En siglo pasado, y en otras latitudes, era conocido como Sebastián Blanco Irribaren, presidente de la República del Paraguay. Su vida política y su mandato habían llegado a su fin con la toma del poder por parte del partido azul, que tenía como aliados fundamentales a las fuerzas armadas y la curia eclesiástica. Los años de formación en derecho y en filosofía poco sirvieron cuando, en una mañana gris de julio, el teniente general Rogelio Gauna entró en el despacho de Sebastián Blanco Irribaren, y lo obligó a dejar la banda y el bastón presidencial allí, para que la tomara Vitto Guatarri, un italiano que sería títere del partido azul.
Al derrocado presidente lo trasladaron en helicóptero hasta el sur de Brasil, donde permaneció en cautiverio durante más de dos meses. Allí no pudo mantener contacto con nadie. Su esposa Gloria creyó que lo habían asesinado –y el silencio del partido azul contribuyó a esa creencia- y se suicidó bebiendo arsénico, en su casa de Asunción.
La orden de no hablarle al ex presidente era acatada con estoicismo por algunos cadetes que aún le guardaban algo de cariño a quien había sido, para una gran mayoría, el mejor presidente de Paraguay. Solo un soldado, un jóven cabo de provincia que cumplía su régimen militar obligatorio, no cumplió con esa orden: Andrés Salguedo.
Este soldado, quien era hijo no reconocido de un hacendado de tierras argentinas, entabló cierta amistad con el ex presidente. Ambos eran aficionados a la filosofía y al cine. Hablaban durante noches enteras, mientras Salguedo costudiaba al prisionero, y éste comía su arroz, de Parménides, de Locke, de Descartes y de una larga y arbitraria lista que, para el lugar y la época, era desconocida.
Una carta encontrada, que Salguedo habría enviado a su novia –muchos afirman que es apócrifa- explica un poco el accionar que le valdría, posteriormente, su muerte:

“Querida Clara,

Hoy, mientras hacía la habitual custodia de las oficinas del teniente, escuché una conversación. Espero poder decir que fue accidental, pero la verdad es que la curiosidad le ganó a mi discreción. Me acerqué a la puerta, y escuché algo que me estremeció: el viernes próximo Sebastian Lagos Irribarne (¿lo recuerdas?) será fusilado. Sin juicio previo, y en una tierra extraña como ésta. Creo firmemente que una muerte no puede y no debe suceder en condiciones tan canallescas, por eso estoy decidido a liberarlo. Lo haré el día miércoles, el día en que las bebidas llegan al lugar, y todos los soldados se emborrachan durante la tarde, y se van a la cama temprano.
Espero que esta acción sea, en futuro, ejemplo de patriotismo y de cristianismo.
Espero que esta acción no provoque mi muerte.
Con amor.
Tucho.”

Varias hipótesis han sugerido que la carta fue escrita años después por miembros del partido azul, con el propósito de justificar la muerte del joven soldado bajo el rótulo de traición a la patria.

Texto agregado el 26-03-2016, y leído por 116 visitantes. (1 voto)


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