Necesitaremos tres mil primaveras para decirnos adiós,
mil quinientas para emborronar los territorios que marcaron nuestros besos
y otras tantas para desafiar a las palabras de eternidad
que flotan sobre las afueras de nuestras almas.
Necesitaríamos tres mil empezando por ésta primera
en la que dos cuerpos ingenuos se despiden
del peligroso calor que casi roza la ansiedad,
de nuestro ansioso calor que roza la libertad.
Y cuando montañas de escalofríos recorran nuestras mentes
y empapemos nuestro mirar
con la más esperada, por temida, de las tristezas
sé que oiremos a la impaciencia tartamudear a nuestra espalda
quizás, intentando sostener el peso de nuestra desilusión
entre palabras desgarradas que presumen de dignidad.
Será entonces cuando ese fúnebre adiós,
contemplando la opacidad de nuestro rostro,
al fin consiga cumplir su función.
Necesitaremos tres mil primaveras, empezando por ésta primera.
Hasta entonces, disfrutemos coleccionando primaveras,
tantas primaveras como deseos quepan
en nuestro desinhibido pulso,
tantas, como flores soporten
los fieros vientos de abril.
Y que el tiempo arrase con sus tres mil primaveras,
poco debería ya importar nuestro adiós.
Nadie nos recordará más allá de las próximas treinta.
Ni tú a mí, ni yo a ti.