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Réquiem para una palabra

Parece un artista de astracanada, una marioneta de vestimenta variopinto creada para hacer reír a los niños. Pero eso es sólo una apariencia, un disfraz, un creer, un tal vez. Su misión es otra. Está destinado a la penosa labor de cortar existencias. Sólo tiene que recibir la orden para que sus movimientos se transformen en una danza tristemente cómica; un siniestro ballet de espadas, con la diferencia que él blande en ambas manos extrañas guadañas segadoras de sonidos de vetustas palabras. Nadie ve su labor, pero el resultado no pasa inadvertido. Su acción obedece al destino inexorable de la evolución de esos seres, destino que está al mando de extraños jueces que dictan la sentencia y ordenan la aplicación del castigo con el puño apretado y el pulgar hacia abajo. Y en ese mismo momento él arremete con furia sobre sus asustadas víctimas hasta hacerlas polvo y olvido. Asume su labor con sapiencia y diligencia. No hay en él lugar a compasión; sabe lo que tiene que hacer porque toda su eterna vida la ha destinado a esa tarea y nunca ha fallado ni se ha arrepentido; es como una extensión, la más abyecta, de los jueces y sus dictámenes.
Espera la orden, siempre echado sobre el escritorio en el que los jueces discuten. Lo hace con una de sus piernas sobre la otra, apoyado en uno de sus codos y creando argollas multicolores con el humo que lanza al aire desde sus fosas nasales, su boca y sus oídos. Así demuestra su impaciencia durante la penosa espera del veredicto.
En la última reunión, que se convoca una vez al año, el presidente del jurado, hombre extremadamente gordo, que viste frac (todos los jueces de ese tribunal visten frac y son gordos), de pelo entrecano y poco ordenado (todos los jueces de ese tribunal tienen pelo cano y despeinado), con falsa ceremonia (todos los jueces de ese tribunal actúan con falsa ceremonia), se levantó de su asiento el que quedó notoriamente hundido; carraspeó y, golpeando un vaso con algo metálico, hizo el silencio. "Hemos llegado a una decisión" - dijo con voz castrada. El pito que nació estrepitoso de su garganta abultada de trémulos bofes que se mecían como dos extrañas nalgas, pronunció a la víctima, que temerosa adivinó, quizá, que ese sería su último despertar.
El arlequín, que ahora echaba humo por todas las cavidades de su delgado cuerpo y hasta por las tres puntas de su colorido gorro, se excitó al escuchar el nombre que escapaba como un grito agónico por entre los dientes amarillos de la autoridad. Sin bajarse del escritorio, cogió su varita guadaña y arremetió con su danza fúnebre, destrozando y haciendo desaparecer de la faz del aire a su víctima.

Todos saben de estos atroces pseudo ajusticiamientos, pero sólo uno que otro loco, o no tanto, logra identificar y alcanzar, seguramente en otra dimensión, un extraño cementerio en donde vagan esos espíritus desolados. Y esos locos, o no tanto, de vez en cuando los recuperan y los devuelven a nuestra realidad, y para ello no usan una extraña guadaña, ni un arma desconocida, sólo ocupan un lápiz y su imaginación para revivirlos en un poema, un cuento o una fábula.

Texto agregado el 17-05-2016, y leído por 127 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
18-05-2016 Precioso cuento. Enhorabuena! setzu
 
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