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Pese a sus esfuerzos el doctor Christansen Heinrich von Humbold, no podía dar con el pariente del calcetín rojo que aprisionaba en su diestra. Su preocupación primordial no era hallar esa maldita prenda que por razones desconocidas para él se le escabullía quizá por qué rincones, sino que por sus neuronas nadaba insistente el tema de la clase magistral que debía dictar dentro de pocas horas en la facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Chile. "La diversificación de la biomasa de moluscos y crustáceos en la zona austral de Chile y su peligro de extinción". Ese era el tema, así que, mientras divagaba sobre el destino de las concholepas concholepas (locos), de la venus antigua (almeja), del mytilus chilensis (chorito) o del odontocymbiola magallánico (caracol picuyo), en forma inconsciente, abría y cerraba cajones teniendo entre ceja y ceja, el rojo color de la carne del Pyura Chilensis (piure), que era muy parecido al del escurridizo espécimen que buscaba.

"El tiempo se acaba y pronto debo levar anclas y zarpar", pensaba nervioso durante la estéril búsqueda el doctor von Humboldt, nombre que él había arbitrariamente adoptado, porque era más afín a su tan adorada profesión. Frustrado por la tardanza y el fracaso de su búsqueda, atacaba cada vez con mayor violencia los cajones de la cómoda y otros muebles los que uno a uno iban quedando vacíos, con su interior esparcido por el suelo. En breves chispazos de reflexión, mientras buscaba al fugitivo, el doctor se detenía a pensar y sufría por lo que estaba haciendo. Veía los cajones destripados por una descomunal e insensata depredación producto de la mano humana. Comparaba aquellas ropas en el suelo con cadáveres de peces y moluscos que una vez vio en playas sureñas. Pero ahora era él el causante de la matanza, "por un miserable calcetín rojo", decía, casi enloquecido y a punto de abortar la persecución. Luego, ese sentimentalismo suyo, lo consideraba absurdo y lo rechazaba, porque también pensaba que todo era consecuencia de algo provocado por la naturaleza y era ella la que a su manera estaba en pleno proceso de defensa. Entonces, continuaba sin control alguno con su pesquisa, repitiendo una y otra vez: "sí, es la naturaleza la que se defiende, es la naturaleza la que se defiende", mientras desechaba un calzoncillo con forma de coral o una corbata con dibujos de "octopus y loligos gahis" (pulpos y calamares). "El calentamiento global, que está afectando la temperatura de las aguas irremediablemente hará colapsar la vida en el fondo marino", seguía con sus cavilaciones, y a falta de manos, porque tenía ya ambas ocupadas por otras prendas, el doctor escudriñaba con sus dientes el interior de otros cajones sin revisar de un viejo ropero. De pronto se vio apretando con sus mandíbulas varias prendas menores; calzoncillos, corbatas y hasta un calcetín de parecido color, que lamentablemente para la tranquilidad del facultativo, no era la pareja del que ahora atesoraba en uno de los bolsillos de su pantalón. "Este es violeta como la homolaspis plana" (jaiba mora), pensó y dejó caer todo lo pescado de su boca y de su manos, con resignación.

Previo a la búsqueda de sus calcetas, que tenían que ser las rojas por una cuestión simbólica y no de superstición, metódicamente, el doctor Humboldt habíase vestido como acostumbraba, vale decir, con parsimonia, siguiendo una especie de ritual estricto, casi religioso. Siempre ocupaba el mismo traje para asistir a esas clases magistrales. Por eso su porfía en encontrar precisamente ese color y esa prenda. Toda su ropa impecablemente reluciente bien estirada por el planchado, como a él le gustaba y se exigía.

Mas, ahora se sentía ridículo. Estaba descalzo, pero vestido con su terno de color gris, como el cuero de la manta birostis (mantarraya) que ya no estaba liso y sin arrugas como cuando se lo había puesto; su pajarita, adornada de pequeñas manchas semejantes a algas marinas de un bermejo oscuro, ya no guardaba esa línea horizontal perfecta, que según él creía le daba un aire y personalidad única; sus lentes, de grueso marco transparente como son los cuerpos de las medusas, que no lo protegían ni le ayudaban en nada y que el objetivo de usarlos era sólo buscar la imagen justa de un excelente conferencista, también estaban fuera de su lugar. Todo a consecuencia de la desenfrenada cacería de ese calcetín "que se ha mimetizado como pulpo, quizá con qué razón", se quejaba el doctor. "Seguro está frente a mis narices y no lo he visto", divagaba, decepcionado, y a punto de ahogar todos sus bríos en los dominios de Neptuno y por primera vez dejar su estricto y protocolar ritual y coger aquellos calcetines jaspeados como los athyonidium chilensis, pepino marino, que tenía como plan "B" bajo la almohada.

Veamos a nuestro afligido naturalista desde la altura para hacernos una imagen más acabada de él. Está sentado en una cama cuyas sábanas, frazadas y almohada se encuentran desordenadamente apiladas sobre la misma cama; el piso de la habitación colmado de papeles y prendas de vestir desparramadas por todos lados; la cajonería de su mobiliario abierta al máximo, como mandíbulas de muerto. Él, vestido con un terno severamente arrugado por el trajín de la búsqueda, descalzo y mostrando una desnudez blanquecina en sus delgados pies. Su pelo entrecano, que yace ahora apacible descansando sobre sus hombros, ya no es el ser vivo que momentos antes se asemejaba a un enorme loxechinuos albus (erizo), alterado por la ansiedad. Bajemos un poco, pongámonos frente a este atribulado académico y veamos su rostro: algo demacrado, claramente cansado, el ceño fruncido y extraviada su mirada.

Se puede ver a través de unos lentes ladeados sus ojos claros y entrecerrados sus párpados; y, en su cuello, atravesado un colorido corbatín con un extremo caído. En un bolsillo de su pantalón un calcetín rojo deja ver únicamente su lengua de mesodesma nodacium (macha), como si estuviera burlándose de él.

Nuestro doctor, en ese momento, se encuentra calzándose a duras penas y resignado por la derrota imprevista, las calcetas jaspeadas. En un muro, un reloj de forma de concha de shlamys patagónica (ostión del sur), repite insistente la alarma del zarpe.

De pronto se levanta y en ese momento se percata que durante su ansiosa y inconsciente búsqueda, también desparramó todas las hojas de su conferencia que antes estaban sobre un velador, cuidadosamente ordenadas en una carpeta color esmeralda como el del agua marina.

Ahora esos valiosos papeles se confunden con las ropas en el suelo, algunas destruidas o arrugadas. "Por primera vez en mi vida, llegaré atrasado a una de mis conferencias y sin vestir mis calcetines rojos", se quejaba, mientras se dio a la tarea de coger la mayor cantidad de papeles, presurosamente.

Texto agregado el 21-05-2016, y leído por 114 visitantes. (5 votos)


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