Necesitaba el mandala 
que trazaban tus versos, 
era menester de urgencia 
que atravesaras mi alma 
partiendo en dos el vacío de mi templo. 
 
La vida era una antesala del tiempo, 
jugábamos y nos dejábamos vencer 
por la fuerza de los pensamientos, 
amábamos los azules del cielo 
y sin embargo, 
nos resignamos al polvo gris 
de nuestros sueños. 
 
Estrujaba,  
como un acto de martirio, 
el corazón estremecido 
entre las ropas del desamparo; 
desnudaba el estío de mis pasiones 
bajo la sombra incesta de tu nombre 
y en el interior de un beso 
se precipitaba el mecer de las decepciones. 
 
Eras un pensamiento que dolía, 
¿habíamos agonizado de ausencias?, 
acaso, ¿fuimos el reflejo de nuestros demonios?, 
¿fue el pellejo abierto  
un pretexto para el mal de insomnio?,  
¿Lacerabas la inocencia perdida,  
sobre las penumbras plutónicas  
de nuestro dormitorio? 
 
El asco apropiado era un antídoto  
para despabilar y acentuar 
la reaparición del daño; 
las roturas de las palabras 
fueron un brote de reflexión temprana, 
para sacudir la bronca y escupirla 
íntegramente y sin mesuras.  
 
No deseaba un pedazo de libertad, 
la proclamé entera y digna 
porque a toda velocidad 
iba de caída con la vida 
y me entregué rendida 
a los misterios del mar  
y su melancolía. 
 
Las soledades que friccionaron mi destino, 
tiraron a matar  
a la frívola mediocridad de los vivos; 
tiraron sin piedad, 
hasta degenerar la patética monotonía  
de los resentidos. 
 
Te tiré a matar a vos, amor que no fuiste ni has sido, 
cuando me serví del valor  
para juntar los pedazos de mi orbe 
y marcharme; 
abstraerme, con el bálsamo de tu esencia  
descompuesto en la viscosa oscuridad de la tinta; 
integrarme, con mis dones quiméricos, 
a la vegetación perversa  
que dio luz a la apariencia de tu alma 
y trascendió a la tristeza 
por encima del ímpetu guerrero  
de la conciencia.  
 
 
 
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