Fui recibido con un jugo de membrillos que yo bebí creyendo que era de peras y que me mantuvo por varios días con mi estómago un tanto delicado. Se podría decir que ese fue el único inconveniente, no grave por cierto, de la agradable jornada.

Nunca pensé que iba a causar tanta alegría a ella y a su hijo mi imprevista visita a su hogar. En reiteradas ocasiones me había invitado, “a tomar un tecito y conversar de literatura”, decía, con voz clara y una acogedora sonrisa en sus labios. Yo, sin razones de peso me excusaba y posponía mi arribo a su casa.

Me decidí entonces ese día y partí caminando, con un mapa en mi mano, que ella misma me confeccionó, “para que no se pierda”, según me había dicho, y mi bolso negro al lomo, con dos libros en su interior para prestárselos. Lamentablemente a ese mapa faltó agregarle algunos detalles (yo para leer mapas soy lo mismo que un anciano para manejar un computador; con esto, quiero decir que, a lo mejor, el problema no era del mapa) por lo que una vez hube llegado al sector, urgente fue para el éxito de la visita, luego de haber dado varias vueltas a la redonda sin resultado alguno, consultar a residentes del lugar que ya me miraban con sospecha y con cara de no muy buenos amigos.

Afortunadamente su nombre lo tenía claro en mi memoria y gracias a ese detalle y no a otro, logré conseguir la información y alcanzar la reja de madera que separa a mi amiga de este mundo.

La conversación fluyó rápida y constante, hablamos de autores y de títulos; de pintores (ella pinta) y de música; revisamos viejas fotografías de familiares y amigos. Me mostró su casa y me habló de sus sueños y proyectos. No profundizamos ningún tema, no era el momento. No tenía sentido.

Le pasé los libros, los hojeó y uno le interesó… “este parece bueno” dijo, no emitiendo opinión alguna sobre el otro; los títulos eran “La hija del cardenal”, novela anticatólica de Félix Guzzoni, publicada en Italia a finales del siglo XIX; y el otro “Corazón de perro”, de Mijail Bulgakov, en donde el autor, con humor científico, satiriza al poder soviético.

Luego ella me mostró sus libros, apilados, sin orden alguno en un aparador, asegurándome que allí no había libros malos. “Tome este – me dijo - es muy bueno”, y me pasó un tomo de su colección del cuestionado C. Virgil Gueorghiu, autor rumano cuya obra magna “La hora 25”, fue llevada al cine por Henri Verneuil, con Anthony Quinn (Johann), Virna Lisi (Suzanna) y Serge Reggiani (Traian)

Nuestra conversación también versó sobre sus pinturas. Como yo me mostré muy interesado en el tema, me prestó un libro sobre pintores impresionistas.

Toda la jornada fue una verdadera joya para mí, una invaluable joya que agradecí a mi anfitriona, sinceramente.
¿La otra joya?... Varios libros que me regaló y que no estaban en el estante donde ella aseguraba que no había libros malos. Estos otros permanecían en una caja arrinconada en una pequeña bodega. Destaco dos títulos: “Costumbres chilenas”, de Román Vial (tomo primero), año 1889, primera edición; y, “Obras Completas”, de Federico Gana, 2ª edición. Año 1962. No están en muy buenas condiciones, pero ¡Qué importa!...
Cuando vea nuevamente a mi amiga, le preguntaré si sabía lo que ese día me regalaba… Espero que su respuesta sea sí… o si no lamentaré alejarme de ambos libros…