Uno, aunque no consolide en el papel o en alguna pantalla lo que está imaginando, siente que las palabras se quedan revoloteando sobre las huellas de ese barrio gris que tenemos dentro de la cabeza y allí, parecieran saltar y juguetear, tratando de hermanarse unas con otras para formar algo que se asemeje a una frase. Han pasado muchos meses y esas palabras no pronunciadas ni desplegadas en la virtualidad, ahora conforman una congregación difusa que algunas veces se filtran en bosquejos de pesadillas que luego se diluyen en oblongos ronquidos.

Y así, con mi testa repleta de verbos y frases difusas, he soñado que escribo, trazando con letra desprolija esas narraciones que acostumbro escribir, descabelladas, extrañas y sin un sentido claro. He sentido que me taladran el cráneo, esto más bien pareció ser un sueño o una crónica imaginada. Ha sido una muerte inducida, un goteo programado para enviarme a una acera de sombras. Un instrumento quirúrgico hurga dentro y a mí me han sacado de allí para que no sea testigo de esto. Supongo que el cirujano sacó tejido tras tejido, impregnándose sus guantes con mi sangre y, esto no es común, sacando hilera tras hilera de palabras que no son más que un hatijo incoherente, una guirnalda anóxica que pugna por expresarse. Son los cuentos que no he escrito, las reflexiones que se me quedaron enredadas entre las circunvoluciones y que hoy yacen sobre una bandeja, entre restos de tejido y sangre negruzca.

Han sido varios meses de silencio, aunque sobre mi cabeza continúen revoloteando palabras. No las he traspasado a la pantalla, por simple flojera, acaso sintiendo que algo falta dentro de mi cráneo, que por mi nariz salieron cadáveres de palabras y acaso sea eso lo que más me preocupe, que les hayan realizado una biopsia y que se descubriese que un cáncer implacable ha hecho pasto de ellas.

Y la idea ineluctable de la mortalidad y de la lápida para mi verbo irrenunciable es tanto o más devastadora que el propio final de mis días.