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Fumaba con su primo mientras veían hipnotizados las hojas de un árbol a contraluz, el humo les daba un contorno brillante y neblinoso. El sol blanco, aplacador sobre la pareja, era como un inmenso foco que los dotaba de ingeniosas ideas para la conversación que corría y corría, y, también, reflejaba la verde claridad del césped dando la sensación de estar una cúpula botánica. Las cenizas caían lentamente, «Y me miraba con unos ojos asesinos, pero muy triste. Quería que me alejara de ella para siempre y por siempre, aunque no entiendo el porqué. Comprendo que esté ocupada con sus estudios y eso, pero yo sí podía.», sobre la madera que escuchaba el “golpeo”, la inspiración del humo, del cigarro que los primos compartían. El de polo rojo sostenía una botella de gaseosa de cola, «No me sorprende, ella siempre fue así, una atorrante. Siempre te agarró de cojudo, siempre. Y me alegro por ti, por haberte librado de ella. En serio.», que torpemente trató de abrir y derramó un poco sobre el otro «¿Puedes tener más cuidado? No lavo esta camisa más que los fines de semana y apenas es martes.», este reaccionó con violencia y revisó su pecho. «Carajo, está manchada. La vas a tener que lavar, sino mi vieja me sacará la eme.»

Una señora menuda y huraña pasó caminando con pasos cortos y veloces, parecía una muñeca gigante y sus ojitos encendidos querían atrapar a los muchachos que desviaban la mirada a cada lado del banco. Los dos cómplices escondieron inútilmente el cigarro ardiente bajo el asiento, pues mientras se consumía entre el pasto, el olor caminaba desde el madero hasta el vigilante del parque que dormía babeando en su caseta al otro lado del mundo. Indignada la abuelita, con su bolsa de víveres, se fue murmurando maldiciones entre dientes. «¡Pero se notaba que me quería! Para comenzar ella fue la que me dijo para salir. Al cine, ¿lo recuerdas? Me quería con ella cada maldito minuto, cada momento. Y ahora me arrepiento de no habérselos dado». El de cabello corto comenzó a reírse como agonizante, gritando sin carcajadas. Abrió su mochila y sacó un cuaderno que apenas tenía apuntes. «Mira, te lo pongo así de simple.» El otro también comenzó a reírse, aunque este sin motivo aparente.

Mira, esto eres tú. Esta es mi casa. Son las seis de la mañana y estás cerquita, escondido en la panadería de la tía Zavala. Salgo yo, arreglándome el calzoncillo… Jajaja… para cumplir con el deber que la nación me ha encomendado: estudiar y servir a la patria como Dios manda. Luego te apareces de la nada, como mi libreta en las manos de mi vieja, y me llevas a conversar sobre esto. No sé qué vez será, pero ya cansa, primito. Mira, esto es lo que hago con tu flaca. La rayo, la rayo, la rayo.

A pesar de la incoherencia y de la ofensa, el enamorado estaba tranquilo, relajado, triste, pero dibujaba una sonrisa mientras fumaba del cigarro que estaba a la mitad. En el vapor que bailaba con el viento frente a los ojos de ambos. Uno olvidaba la ruptura y el otro recordaba lo mismo. Era la memoria que salía de uno y entraba al otro por sus narices, imagen que iba acompañada de un aroma delicioso que no les dañaba en lo más mínimo. “Juro que cuando me vea, se va a arrepentir de todo. Me voy a ver hermoso. Con una bella enamorada, un cabello perfecto, una sonrisa radiante”. «Yo la quiero y no creo para nada en tus jonqueturas. Ella me adora y me adorará aunque no la pueda ver.» Los dos comenzaron a reírse con estruendo, enfermizamente, llenando de carcajadas las grietas del suelo, las ventanas abiertas de todas las casas que rodeaban el parque. «¿No es “conjeturas”?» «Mi conjetura es que mi tía te va a sacar la mierda si te ve así.» «El que a fierro mata a fierro muere. Yo te quemo con mi tío para que te mande al ejército y te dejes de huevadas.»

Las sombras comenzaban a caminar por la acera que rodeaba la verde hierba trémula y los árboles encerraban en un remolino de susurros a los dos vagabundos que escuchaban unos campanazos retumbar sobre sus sienes. Los escolares irrumpieron el apremiante silencio de la naturaleza. El enjambre humano, apestoso de hormonas, salió disparado por los portales de la escuela, invadió la pista que limitaba con el parque y observaron sobre el hombro, unos hoscos, otros atónitos, a los parlanchines y risueños fumadores. Vieron nuestros rivales románticos a un par de colegialas, gemelas, pegadas como siamesas, ojos muy rasgados, tan claras que reflejaban los rayos amarillos del sol. Eran de claro origen chino o japonés o coreano, y las siguieron con la mirada hasta que se desvanecieron en el auto que pudo ser del padre asiático, o bien pudo ser una movilidad escolar. Más allá cuatro bultos forcejeaban, las mochilas caían y dos de ellos salieron a la carrera del lugar con billeteras en las manos. «Estaban realmente buenas esas dos. Nunca las había visto. Deben ser nuevas.» «¿Viste? ¿Cómo carajo es posible eso? ¡Estamos frente al colegio!» «Olvida eso. A mí también me robaron y no me quejo. Relájate y fuma.» El primo mayor vio a los ojos de su cómplice con un semblante paternal.

El cigarro se consumió por completo. La conversación también. Ahora solo quedaban dos estatuas de carne boquiabiertas. Sonreían y los párpados entrecerrados miraban el perdido horizonte del parque. El encendedor yacía en el suelo. No notaban el daño: no notaban que el colegio llamaba a la casa si el alumno faltaba a clases, no notaban la universidad sería severa con una falta aunque parezca exagerado, no notaban que ya estaban buscando a uno de ellos, no notaban el idilio compartido, las retinas rojizas, o llorosas, ni el tiempo que agonizaba junto con ellos. Solo rieron, rieron febrilmente hasta que el sol de blanco, de amarillo, fue ámbar.




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Texto agregado el 24-11-2016, y leído por 210 visitantes. (0 votos)


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