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Eras alto, muy alto, hasta donde no llega el oxigeno de tanta altura. A cada paso que dabas, te apunabas, y se notaba. Yo también era alto, pero no lo suficiente. Mi vuelo era razante, pero aun así volaba.
Caminabas encorvado; yo también. Me mirabas de reojo, y yo no decía nada. Ibas como de la mano con 4 o 5 o 6 amigos, más bajitos que vos, más terrenales.
Me gritabas, algo sobre una cara a la que le faltaba algo. Un diente, creo recordar. Te reías y esas orejas rebotaban como en 2 trampolines miniaturas. Mascullabas entre dientes perfectos una sonrisa idiota que te hacia lucir demasiado genial, genialmente estúpido.
Yo era dócil, si que lo era. Un cabrito asustado entre 4 o 5 o 6 burros indómitos, que rompían el pasto con sus coces, y que si les tocabas el culo de espaldas, te rompían la dignidad a patadas. Por eso callaba. Mis dientes, creo que gritabas por mis dientes, estaban perfectos.
Aunque no lo estaban. Resultaba ser que si se había caído uno, y se notaba. Yo sabía que se notaba, vos sabías que se notaba, y ella también. Pero ella no decía nada (nada de nada), y vos gritabas.
Y se te escuchaba, a pesar de que la proyección del sonido sea siempre para arriba, tu voz no tocaba el cielo, en ningún sentido, sólo los mortales te escuchábamos.
La letanía empezaba temprano, aunque ya era tarde y pensaba que podía escapar, una vez más, una vez menos, a la verborragia imbécil.
Seguía tus pasos, porque es más fácil refugiarse detrás del depredador, sobre todo cuando éste solo se guía de sus ojos y no de su olfato, cansado por toda la hediondez que junta los fines de semana, en una infatigable búsqueda de una salvación pestilente.
Por esto, iba detrás, a una distancia prudente, pretendiendo no volar, aunque volaba. Y otro imbécil, que caminaba (los peones no tienen alas), te gritaba y vos te dabas vuelta.
Entonces sucedía una de dos cosas: o me veías, o no me veías, a pesar de que volaba. Y me gritabas o me ignorabas, y hasta ahora dudo de cual de las dos dolía más.
Lo que si se, y vos lo sabes, porque todo el mundo lo sabe, es que llegó un día que ya no aguanté. A veces hasta me pregunto por qué esperé tanto tiempo. Ni siquiera se que fue, que hizo que el vaso rebalsara para este costado (porque podría haber sido para el otro lado, y no se que hubiese pasado), lo cierto es que no me arrepiento.
Arrepentirse es aceptarse equivocado. Y ese día no estaba equivocado. Y siempre voy a saber que no lo estuve.
Hay algo en los dientes blancos, perfectos, que generan admiración. Una sonrisa, un destello, y a pesar de que no son los responsables de una buena dicción, se ven bien en los discursos.
Siempre supe que no eras bueno con las palabras, excepto que fuesen para levantar minas o ajusticiar pelotudos. Y ahí entraban a brillar esos dientes gigantes, deslumbrantes. Era sabido que algún día alguien te iba a ajusticiar el futuro.
Cuándo empecé a tomar carrera, no lo sé. Solo se que ese día volaba más alto de lo común, como pasa con todos los días extraordinarios. Surcaba los cielos, y elevaba mi ser por encima de las nubes blancas.
Entonces te escuché. Uno con las cosas que le joden tiene una debilidad, y la mía era tu voz. Y más que tu voz, tus palabras.
Te vi tan, pero tan chico, tan pequeño para tantas palabras, y, desde lo alto, pude ver tus dientes. Esos malditos dientes que reían a carcajadas y eran mi envidia. Tan perfectos, tan blancos, tan tan que ya estaba a 10 metros de vos, y recién me di cuenta que lo blanco ya era rojo, cuando puse los pies en la tierra.

Texto agregado el 07-12-2016, y leído por 59 visitantes. (1 voto)


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