Acomodaste tu cabeza en mí y creí que sería un buen momento para que tuviéramos un dulce coloquio. Pero no, poco a poco, te fuiste relajando y así, suelta tu musculatura, te quedaste profundamente dormido, mientras que de tu boca semiabierta, un reguero de saliva hacía surco en mí.
Tú sabías perfectamente que yo jamás he discutido nada, eres mi amo y señor y sólo sé de tus manos enérgicas tocándome y dándome golpecitos juguetones en la panza. También sabes que allí nunca crecerá nada, no podré ser la depositaria de tu masculinidad ni la que te dará hijos. Pareciera no importarte, cruzas tan pocas veces palabras conmigo, que si algo me dijeras, desmayaría de espanto.

Nuestra relación es muy fría, poco o nada romántica, contemplo tus cabellos desparramados en mí y trato de hilarlos imaginariamente para hacer un puente que nos una en la intimidad. Soy de ideas extrañas, eso no lo sabes, sólo roncas y en cada uno de tus ronquidos, imagino épicas batallas de griegos aliados a los espartanos para combatir al imperio persa. Y las armas chocan y las roncas voces de los soldados se disipan y vuelvo a tus ronquidos. Pero, no nos escapemos del tema. Hoy estás mirando la televisión y tus ojos están bien abiertos. Claro, no digo nada, pero tengo raciocinio y eso intuyo que lo sabes. Hablan de política, y ese tema te atrae tanto como te apasiona. Y lanzas duros epítetos y de pronto, golpeas la cama y yo tiemblo.
Al final, siempre estoy yo para propiciarte el sueño. Y aventarme imaginariamente en tus abismos, en tus pesadillas y estar allí, siempre allí, bajo tu cabeza, insomne e inexpresiva. ¿Qué otra cosa puedes esperar de una blanda, tierna y silente almohada?