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El vagabundo caminaba a trastabillones, tras un par de tragos garrapiñados en un bar de mala muerte. Casi a tientas, achinando sus ojos para tratar de visualizar el entorno, profería palabras sin sentido.

En el fondo, él no se quejaba de nada. Desde muy joven había establecido una amistosa relación con las calles y estas, sólo le devolvían indiferencia. La filosofía del hombre era simple, en la calle no había buenas ni malas personas, sino múltiples tachos de basura y escombros que le eran propicios para encontrar restos de comida y alojamiento.

La gente, arriscaba su nariz cuando se topaba con él; se diría que nunca nadie se había detenido alguna vez para brindarle una sonrisa ni muchos menos para mirarlo a los ojos, acaso en un humanitario afán de saber que se ocultaba tras esa mirada algo extraviada.

Esa vez, se había internado en esas calles céntricas, en donde la impersonalidad se hacía patente, en medio de bocinazos, gritos de vendedores y vitrinas atestadas. El vagabundo sonreía con un gesto bobalicón en su magro rostro. Le gustaba sentir la brisa provocada por esas bellas mujeres que pasaban raudas, esquivándolo apenas. A veces soñaba que una de ellas se detenía, le besaba con pasión y él, por un acto de magia, se transformaba en un elegante varón. No se fascinaba tanto por ser ese galán, sino por tocar con sus manos a esas princesas de cuerpos perfectos. En rigor, era el sapo del cuento, que nunca se transformaría en un príncipe.
De pronto, al doblar una esquina, apareció delante de sus ojos un ser deforme, sentado en una especial silla de ruedas, que contemplaba el tráfago con un gesto de profunda tristeza. El vagabundo, condolido con ese pobre personaje, aún más desafortunado que él, hurgó en sus desfondados bolsillos y encontró allí una moneda de diez pesos. Estaba cierto que la caridad es una de las mayores virtudes que puede atesorar un hombre.
Caminó, pues, los pocos pasos que lo separaban del inválido y depositó la moneda en uno de sus bolsillos. Luego, le sonrió y prosiguió su errático camino. Stephen Hawking, sonrió a su vez, haciendo un alto en sus profundas divagaciones…











Texto agregado el 09-01-2017, y leído por 226 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
10-01-2017 Humana historia con un desenlace de verdad inesperado.Me encanta pensar que sucedió en la vida real.UN ABRAZO. gafer
10-01-2017 Es insuperable como te lo dice Sofiama. Van mis estrellas sorprendidas. ***** grilo
09-01-2017 Coincido con Sheisan. Un inesperado final. Ese “símil humano” es de oro. Sólo imagino la escena y la reacción del personaje tan “especial”. Y sí, amigo Guidos, la caridad es una de las mayores virtudes que puede poseer un hombre. Me encanta la historia Te felicito no sólo por la narrativa, sino por la gran lección humana que trasmite. Un abrazo refull, mi lindo amigo. SOFIAMA
09-01-2017 ohhhh que esta bueno este final.. totalmente inesperado y pulcro. Felicitaciones! sheisan
09-01-2017 Una historia muchas veces transitada del vagabundo en la calle. Muy bien llevada y escrita. El lector avanza con facilidad en su lectura. La originalidad del final es de verdad extraordinaria. 5* BarImperio
 
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