-¡Aléjate de mi vida! ¡Eres un ser abyecto! No quiero saber nada de ti.
El hombre salió de aquel lugar, profiriendo maldiciones:
-¡Regresaré! ¡Ya lo verás!
Irene le dio un portazo y luego se derrumbó en un sillón para llorar su amargura. Nunca nadie le había provocado tanta confusión y tanto dolor. Odiaba con todo su corazón a ese tipo y haría lo imposible por poner mucha distancia entre él y ella.
Remigio, herido en su amor propio, se juramentó a conquistar de una buena vez el corazón de esa esquiva mujer y buscó los medios para lograr su cometido. Antes que nada, el malvado personaje era supersticioso y obedeciendo a esta faceta de su personalidad, se dirigió a la casa de una conocida bruja que curaba males de amor y lograba el reencuentro de los seres más dispares.
Le atendió una joven atractiva, que le hizo sentarse frente a ella. Remigio le contó todo lo contable, que lo escabroso se lo guardó para sí. Nada dijo de las agresiones reiteradas ni de las constantes infidelidades que le valieron, al final, el odio más rotundo y visceral de parte de aquella buena mujer.
Doménica revolvió una paila que estaba repleta de cenizas, luego auscultó unas hojas de té y después, con voz extremadamente cálida, le dijo a Remigio:
-Ella no querrá separarse de ti. Te besará y te besará, con un deseo y placer incontrolables.
Remigio, feliz, salió de aquel lugar cancelándole a la chica el doble del valor de la consulta. Lo que él nunca supo, fue que al instante, apareció Tamara, la verdadera hechicera y reprendió a su hija Doménica, que en realidad no era bruja, por estar jugando con sus elementos de trabajo.
Aquella noche, Remigio sintió que su cuerpo se transformaba en algo gelatinoso.
Al día siguiente, Irene recibió una hermosa paleta de caramelo, la cual se devoraría con fruición. ¡Con lo que le gustaban a ella los dulces!
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