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Unos fuertes ladridos lo despertaron en la madrugada. Eran dos perros peleando por un pedazo de hueso sin carne. Cerró de nuevo los ojos, pero ya no pudo conciliar el sueño. Su cama de concreto y cartón se había enfriado a tal grado que le resultó imposible permanecer acostado. Decidió levantarse y buscar algo de comer. Se amarró su cobija de plástico a la espalda y comenzó a caminar con lentitud. A pesar de vivir tantos años en la calle, su semblante seguía siendo noble, sereno, de mirada limpia y sincera. El cabello largo y enmarañado y la barba crecida hasta el pecho, le daban un aspecto mesiánico, de profeta bíblico. "El yisus", le decían sus compañeros ocasionales de vagancia.

Mientras caminaba, su mente enfebrecida por el frío lo llevó a sus primeros años de vida. Su infancia fue difícil. No conoció a su madre. Su padre lo mantuvo algunos años, hasta que un día desapareció, dejándolo a su suerte. Vivió en varios orfanatos, donde nunca le faltó techo y comida. Durante esos años comenzó a interesarse por el misticismo. Leyó todo tipo de libros que despertaron su espiritualidad. Desde Herman Hesse hasta el libro tibetano de los muertos. Todo le parecía fascinante. Pero los que más le llamaban la atención eran aquellos que hablaban de la naturaleza como deidad. Isis, Tiamat, Afrodita, Gea, María, Pachamama, para él todas eran la misma, La Madre Tierra, la gran diosa madre de los mil nombres.

Antes de cumplir los dieciocho, se escapó del orfanato en turno y emprendió un largo viaje sin destino. De aventones, recorrió múltiples caminos. Durmió en la playa, en el bosque, en la selva, en el desierto y en las altas montañas del sur. Un día, después de un largo viaje psicodélico, despertó en la ciudad. Decidió quedarse un tiempo, fascinado por el bullicio interminable de las calles. Sintió una extraña atracción por la ciudad que lo apretaba. Nadie le prestaba atención, sin embargo, nunca se sentía solo. Comenzó a recorrer las calles, a vivir en ellas, sentía que la ciudad lo acogía en sus entrañas. Y así pasó los años, sobreviviendo en las calles llenas de basura, durmiendo en los rincones, comiendo entre los perros y vistiendo ropa vieja con olor a rata muerta.

Siguió caminando con dificultad y en silencio. Llegó al tiradero de un gran almacén. Ahí se acumulaban toda clase de desperdicios. Con un poco de suerte, se podía encontrar un buen trozo de pan, alguna fruta aplastada e incluso un poco de carne en buen estado. Decidió buscar en el contenedor de mayor tamaño. De pronto, palpó un extraño paquete, era una bolsa negra. La abrió y sintió que su corazón se detenía. Estaba llena de billetes, muchos billetes. No sabía qué hacer, sintió miedo, sus manos le temblaban. Por un momento pensó en irse y dejar la bolsa ahí, entre las ratas. Pero no pudo moverse, se quedó observando el paquete, sintiendo el papel entre sus manos. El ruido de unas voces a lo lejos lo sacó de su letargo. Tomó la bolsa, la metió en un costal de latas y se alejó con el paquete en su espalda. Regresó al lugar donde dormía, sacó el paquete, lo envolvió en periódico y lo metió en un morral desgastado. Se tendió sobre el cartón usando el morral como almohada. Trató de dormir, pero le fue imposible. Al amanecer se levantó, se colgó el morral y siguió con sus hábitos cotidianos. Pasaron los días y no se decidía a abrir el paquete. Sin embargo, a donde iba, siempre lo llevaba encima.

Una noche, mientras regresaba a su refugio, sintió que alguien lo seguía. Trató de caminar más rápido, pero su cuerpo ya no le respondía. De pronto, dos tipos salieron detrás de un poste obstruyéndole el paso. Trató de regresar, pero otros dos sujetos ya se encontraban detrás de él. Vestían chamarras de cuero, pantalones rasgados y botas estilo militar. Uno usaba una cresta con las puntas rojas, otro llevaba cadenas, estoperoles y la cabeza rapada, y los otros dos traían parches con distintos símbolos; pudo distinguir una esvástica, una cruz invertida y algunas calaveras con sus tibias cruzadas. Durante su vida, había conocido a gente de todo tipo, pero nunca pudo distinguir entre anarquistas, punks, anarcopunks, skinheads, anarcoskins, neonazis, metaleros o chavos banda. Todos le parecían hostiles y le daban temor. El primer golpe lo sintió en la nuca, lo hizo caer de rodillas, después una enorme bota golpeó su rostro. Sintió que le arrebataron todas las bolsas que traía, incluido el morral. Sólo le dio tiempo de enconcharse y cubrir su rostro, mientras recibía golpes de todos lados. Después de cansarse, los sujetos se alejaron corriendo y gritando todo tipo de ruidos incomprensibles. Él se quedó tendido sobre el asfalto, sangrando copiosamente, respirando con dificultad. Su agonía duró hasta el amanecer.

Texto agregado el 16-01-2017, y leído por 134 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-01-2017 Una historia cruda y violenta,no carente de veracidad en esta época sin ley y sin valores.UN ABRAZO. gafer
 
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