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Roberto Ramírez Bravo



Don Ronda era un hombre malo, muy malo.
Tal vez pasaba de los 50, y todo mundo lo odiaba. A los niños les tiraba piedra si los veía en el callejón jugando pelota, a los hombres les buscaba pleito a puñete limpio y no respetaba a las mujeres, con las que se gritaba maldiciones de un patio al otro. Los que llevaban la peor parte de su eterno malhumor eran su mujer y su hijo. Ella andaba por los 30 años, pero parecía tan vieja como Don Ronda, y el niño no tenía más de ocho, pero era tímido en extremo, gordito, de piel clara, y escurridizo. No hablaba con nadie, y una vez vimos cuando su padre lo amarró de un palo en la azotea de su casa toda la noche.
Nosotras éramos sus espías. Brenda y Adriana, mis hermanas mayores, y yo, podíamos ver desde un ángulo en la ventana de nuestro cuarto, lo que pasaba en la casa del vecino. Desde ahí lo mirábamos con su paso encorvado y su vocecita de gárgola regañando a todos. Era un monstruo, y le teníamos miedo. Quizá por eso a Brenda, que es la mayor de las tres, se le ocurrió la idea de hacer burlas, a escondidas, de aquel hombre. Eso fue un poco antes de que él muriera.
Volvíamos de la escuela con nuestras mochilas y lo primero que hacíamos, incluso antes de quitarnos el uniforme, era asomarnos por ese ángulo que dejaba una especie de rendija entre las dos casas, para ver si Don Ronda estaba haciendo otra maldad. Luego Brenda, que tenía una asombrosa habilidad con su voz, imitaba el habla del vecino, para regañarnos porque dejamos los cuadernos y los lápices regados en el piso, porque no arreglamos nuestra cama al levantarnos o porque veníamos sudorosas y apestosas de la calle.
-Ay, no, don Ronda, no nos mate, por favor.
Y mi hermana Brenda:
-Te voy a hacer pedacitos, chamaca…
Nos perseguía, y nosotras corríamos burlándonos del monstruo que en nuestro cuarto era solamente un mequetrefe al que nadie le tenía miedo.
Ese era nuestro secreto: si alguien le contaba al tipo las burlas que le hacíamos, seguramente buscaría pleito con nuestros padres, o con nuestros tíos que a veces iban a visitarnos.
Nuestro papá era fotógrafo y nos llevaba, sólo a una cada vez, a hacer las fotografías de los partidos de futbol en el estadio Jorge Campos o a los bautismos en la iglesia de Arroyo Seco, o a las bodas de medio día en el centro social Playa Seca, atrás de las polvaredas del bulevar, o a las terminaciones en la secundaria de Las Cruces o de Renacimiento.
Fue una vez que volvíamos de tomar fotos en un partido de futbol en La Venta cuando me enteré de la noticia. Mis hermanas ya me estaban esperando, con el aliento en suspenso.
-Se murió Don Ronda –dijo Brenda casi en un susurro.
-Así nomás –le agregó Adriana-: quedó muerto el buey, como una rana.
Era cierto que el hombre había enfermado en las últimas semanas o meses, y apenas podía levantarse de su vieja silla redonda, tejida con ese estilo que en Nueva York le llaman Silla Acapulco. Pero ese día, simplemente, murió.
Nadie fue al velorio. Los vecinos murmuraron y miraron desde lejos, con temor o pena de acercarse. Su mujer y su hijo esperaron a que lo sepultaran y se fueron, sin decir a dónde. La casa quedó abandonada y desde nuestra rendija en la ventana sólo se veía una azotea de concreto, y alguna ropa que quedó tendida al sol, olvidada hasta por el viento, que únicamente en raras ocasiones la movía.
A nosotras, que apenas sabíamos nada de la vida, ese final nos pareció triste aun para ser el que merecía un hombre tan malo. Así que nos dio remordimientos recordar cómo nos habíamos burlado del muerto, pues lo habíamos hecho incluso en los tiempos de su enfermedad, y fue otra vez Brenda quien tuvo la idea de reconciliarnos con él.
Desde nuestra rendija en la ventana atisbábamos hacia la casa vecina hasta que se evaporó por completo el olor de las flores nauseabundas y la prenda que estaba colgada desapareció. Tres semanas pasaron desde el deceso hasta que volvimos a hablar con él, a través de la voz de mi hermana.
-Don Ronda, discúlpenos, no queríamos burlarnos de usted.
Y Brenda, usando la voz del muerto:
-Está bien, niñas. No se preocupen.
Así comenzó nuestra segunda relación con Don Ronda, sólo que ahora con su fantasma, que hablaba a través de nuestra hermana.
-¿Y por qué le dicen Don Ronda, Don Ronda?
-Jajaja, porque yo siempre rondaba por el callejón, para vigilarlos a todos.
-Cuéntenos, Don Ronda, ¿cómo es donde vive ahora?
-No me gusta mucho, niñas, hace mucho calor…
-¿Le da miedo vivir allá?
-…
-¡No, no le preguntes eso!
-Bueno, Don Ronda, es hora de ir a dormir, hasta mañana. Que descanse… en paz.
Eso era el hombre ahora: un fantasma a quien procurábamos no molestar, que siempre tenía una respuesta y que no se enojaba, así que no nos dimos cuenta de cómo la muerte lo convirtió en una buena persona.
-Don Ronda, ya nos vamos a la escuela, pórtese bien, no fisgonee a los vecinos, no lo vayan a matar de un susto. Ay… perdón, usted ya está muerto.
Cuando alguna de nosotras se portaba mal, venía la amenaza: “te vamos a acusar con Don Ronda”.
Brenda era su consentida: sólo a través de ella se manifestaba, y nadie podía lograr una imitación tan clara de su forma de hablar y de sus gestos. Era como si hubieran sido el uno para la otra, por eso a veces le hacíamos burla y le decíamos que al final de cuentas, Don Ronda se había enamorado de ella.
A mi hermana no le agradaba ese juego, pero a veces se dejaba llevar, y permitía que el difunto se pusiera serio porque ella había coqueteado con un muchacho en la escuela.
Las cosas empezaron a cambiar cuando un día se despertó por la madrugada, gritando. Dijo que había soñado que Don Ronda le avisó que temblaría a las 3:33 y efectivamente a esa hora en el sueño había comenzado un temblor que destruyó viviendas y dejó muchas personas heridas o muertas, aunque ella no alcanzó a darse cuenta completamente, porque despertó.
Abrazadas como estábamos para consolarla, las tres hermanas miramos al mismo tiempo al reloj de pared, sin decir palabra. Eran las 3:30 de la madrugada. Eterno, el tic tac que en condiciones normales no se escuchaba, empezó a marcar como un martillo el tiempo que faltaba, y exactamente a las 3:33 comenzó el temblor. Nos encontró abrazadas, y no alcanzamos ni a movernos cuando todo terminó.
Los noticiarios al día siguiente dijeron que en Acapulco no hubo daños, pero en las costas, donde las viviendas son de adobe y techo de láminas, algunos pueblos quedaron casi destruidos. Una persona murió cuando se le vino encima un pedazo de cerro mientras dormía.
Pero nadie habló de la crisis que en nuestro pequeño cuarto se produjo. ¿Qué había sido aquello? ¿Alguien había traspasado el límite? ¿El Ronda real, el que maltrataba a su hijo y a su mujer, o nuestro Ronda, el amigable que nos contestaba preguntas y reía con nosotras a través de Brenda?
Quisimos interrogarlo, pero de eso no quiso hablar. El silencio duró unos tres días, hasta que a Brenda se le pasó el susto, y otra vez el fantasma volvió a comunicarse a través de ella, pero sólo bromeaba como siempre. Quizá sólo había sido un sueño, nos dijimos en secreto; quizá nuestra hermana tuvo la capacidad de anticipar lo que ocurriría y su mente creó la explicación de atribuirle a nuestro fantasma el prodigio.
Lo olvidamos nosotras también, y así pasaron los tres años de mi secundaria. Mis hermanas, como eran mayores que yo, habían entrado ya a la preparatoria y empezaron a tener otras preocupaciones: de novios, y cosas por el estilo. Pero Don Ronda no se fue. Siguió presente en todas nuestras conversaciones.
A la hora de la comida, Brenda le apartaba un lugar en la mesa, y nosotras le poníamos un plato y un vaso con agua por si quería comer o beber, lo que nunca hacía.
-Siéntese, Don Ronda.
Ante la silla vacía, contábamos cómo nos fue en la escuela, y sólo a veces el fantasma opinaba o nos daba un consejo. Un día Brenda contó que la asaltaron en un camión de pasajeros, y le dio tanto miedo, que casi no quería ni salir de casa.
-No me quiero ir sola –dijo mi hermana.
-No vas sola: Don Ronda va a ir contigo –le contestamos casi en coro.
Así que cuando Brenda iba en el camión, siempre el asiento de al lado estaba vacío; y en clases, junto a ella siempre había una butaca desocupada. Era Don Ronda, decíamos nosotras.
Una ocasión se peleó con una chamaca en la escuela y le partió los labios. La mamá, furiosa, fue a reclamarle, y retó a mi hermana a golpes. No lo hubiera hecho. La señora salió maltrecha y con el rostro lleno de moretones.
-¿Cómo le pudiste pegar a las dos? –le preguntamos.
Mi hermana era entonces una muchacha flaca y sin chiste; no era creíble que se hubiera enfrentado a golpes con otra muchacha y con una señora y a las dos las hubiera vencido, sin sacar ni un rasguño en la contienda.
Nos contó el secreto:
-Don Ronda me decía: pégale aquí, una patada allá, agáchate, muérdele el pie. El me guiaba y me echaba porras, y yo hacía lo que me decía, y ya, fue todo.
Don Ronda era fatal: siempre estaba con Brenda, cuidándola como si fuera su niñita, evitando que alguien se sentara a su lado. Por eso nunca nos explicamos cómo le hacía mi hermana para tener novios. Cuando se comprometió con Ernesto no podíamos creerlo. Tal vez el muerto no se puso celoso, pensamos. Es más, supimos que no se había puesto celoso, porque el día de la boda, nos contó a todas que se había comprado un traje oscuro, con corbata de pajarita.
-Me veo mortal –nos dijo, muerto de la risa.
En cambio, en Brenda algo había cambiado, porque desde su noviazgo empezó a rechazar las bromas con el difunto; incluso mostraba signos de tener miedo de continuar con lo que había empezado como un juego y se había prolongado durante años. Sólo que nosotras ya no necesitábamos su interlocución y seguíamos en contacto con él, hasta el día del casamiento.
En ese tiempo el muerto también nos daba otras muestras de su existencia. Una ocasión falleció un vecino, joven, asesinado en una reyerta de futbol, y en la víspera mi padre soñó al muchacho que lo llamaba y lo invitaba a acompañarlo. En el sueño, mi padre estaba dormido cuando oyó el llamado, y estuvo a punto de ir con él, de no ser porque Don Ronda apareció por el callejón y se llevó al joven. Al día siguiente otro vecino contó que tuvo exactamente el mismo sueño, pero él sí acompañó al muchacho muerto, y para la misma noche ese vecino había fallecido también.
A veces, las cosas en la casa cambiaban de lugar, y los cristales se estrellaban sin motivo, y a veces ni siquiera se rompían, sólo se oía el ruido. Era como si se tratase del fantasma de ese sonido. Un día mi perro se volvió loco y me atacó. Nosotras decíamos que era Don Ronda, que por alguna razón hacía esas cosas.
El día de su boda, Brenda era la novia más bonita que yo hubiera visto, y después de entonces no volví a ver a otra igual. La iglesia había sido adornada con muchas flores y con colgantes especiales para la celebración.
Don Ronda no había sido invitado, pero se apareció en la iglesia, de repente. Acompañó a mi padre al momento en que hacía entrega de la novia al novio, y se mantuvo discreto, donde nadie pudiera verlo.
Cuando el sacerdote preguntó a los enamorados si se aceptaban mutuamente, para consumar el matrimonio, Don Ronda hizo el único y último intento de intervenir.
-Di que no -dijo cuando le tocó a mi hermana responder.
Todas lo oímos con claridad, y Brenda tuvo un momento de vacilación, pero luego dijo que sí, con energía.
Los novios se besaron y la gente aplaudió. Cuando todo terminó, nuestro ex vecino dijo: “ahora te dejo con tu nuevo compañero, quien te acompañará y te cuidará; ya es hora de irme”.
Luego se alejó, cabizbajo, cansado.
Por descuido, iba a chocar con uno de los pilares de la iglesia, pero lo atravesó sin misericordia, y luego, por no ver dónde caminaba, se metió en una pared y salió al atrio. Después desapareció y volvió a aparecer en el mismo lugar, hasta que por último tomó camino en dirección a la calle solitaria y se perdió en el resplandor del atardecer. Ahí fue donde lo vimos por última vez.
Adriana y yo miramos la escena en silencio, y tuvimos ganas de llorar.

Texto agregado el 22-04-2017, y leído por 80 visitantes. (1 voto)


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