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Eran los años 1821 en la naciente republica, una que los criollos o blancos peruanos empiezan a organizar a un nuevo país, uno que surgía en Sudamérica, un pueblo libre de las cadenas y de la opresión española; una tierra a la que se le llamará: Republica Peruana, “Firme y Feliz por la Unión” fue su lema, que ahora ya ha quedado en el olvido.
Los nuevos ciudadanos de esta flamante nación no ven la gran diferencia, todo sigue igual, solo que hay nuevos gobernantes, con nueva bandera y nuevos impuestos. Ya no se grita: viva el rey de España, ahora se dan vivas al Perú, al libertador San Martin a quien se le vio mostrando desde un balcón en la plaza mayor de Lima, la nueva bandera, que ahora es roja y blanca y se dice que es el símbolo patrio desde ese día en adelante.
La guerra de independencia había comenzado y se obligaba a los cholos, aquellos indios, los peruanos originarios a que se unan al nuevo ejército, -deben pelear por la patria-, les gritan los blancos quienes montan a caballo, ellos lucen capa y espada, son como los chapetones españoles, solo que con un uniforme de color diferente, pero sus gritos y ordenes suenan lo mismo.
Agustino Llauqui es un audaz viajero que quiere mantenerse alejado de los pleitos y las contiendas, sus viajes solitarios desde su andino Cerro de Pasco hacia la aristocrática Lima son unas largas travesías, llenas de aventuras y anécdotas, de encuentros y experiencias, algunas alegres y felices pero otras insólitas y misteriosas.
Llauqui era como el cóndor andino, que va viajando por las tres regiones del Perú, va atravesando los picos más altos, hacia las heladas tierras de las punas y luego pasando hacia la selva amazónica y dar vuelta para bajar a la costa. Agustino viaja siempre con una piara de mulas y varios peones, lleva víveres de toda clase. El era aquel buen hombre que abastecía a los habitantes de los poblados más alejados, dando de comer a los pueblos hambrientos, a todos los alimentaba sin distinción alguna, allá arriba iba andando en compañía de sus peones, cabalgaba remontando colina tras colina, oyendo el ulular del viento que chocaba contra los cerros, soportando gélidas temperaturas en las alturas de los Apus, los dioses ancestrales, que vigilan a quienes osan cruzar sus territorios.
Nuestro vendedor caminante sabe de los peligros que le acechan en esos polvorientos y alejados caminos, los abigeos y salteadores no le son extraños en sus andanzas peregrinas, de ellos se sabe cuidar, lleva pistola y cuchillo, carabina y hondas tiene para defenderse, aunque cree en Tayta Dios, sabe de alguien con quien no se quiere cruzar, alguien que suele aparecer cuando ya no se vislumbra ninguna vida animal o vegetación alguna, ahí donde empieza el infernal abismo que los indios le llaman “pachp-shimen” boca de la tierra, es aquel que grita con voces estruendosas, sus bramidos se escuchan rugientes como ecos que hacen sentir al mas avezado como si la tierra temblara de miedo, este era el “Anima Condenada”.
Este atormentado espíritu, había sido condenado a estar encadenado a la montaña, maniatado con grandes y fuertes cadenas que estremecían los montes con los ruidos que producía al golpear los eslabones unas con otros en su afán de zafarse; el Anima estaba condenada a estar así sujetada por la eternidad y cada vez que un viajero se aproximaba a él, comenzaba a gritarle: “-mamay cuna, tayta cuna-” “mamacitas, papacitos”, -piedad tengan pues de mi, sáquenme de este sufrimiento y avisa a mi esposa y a mis hijitos, que estoy condenado-”.
Nadie en su sano juicio volteaba a verle, ni mucho menos acercarse antes los llantos incesantes del Ánima Condenada, que una y otra vez llamaba para que lo liberasen de su yugo eterno.
“-Ayayay mamacita, mamay cuna, Ayayay papacito, tayta cuna, ven por favor a liberarme-” Eran sus desaforados gritos que calaban los huesos de todos los viajeros, hasta las mulas y los caballos relinchaban de temor, sus alaridos se podían escuchar a muchas leguas entre los cerros. Nadie sabía quién era al fin, ni cual fue el terrible mal había cometido para sufrir esta agonía de por vida.
Pero el experimentado caminante que era don Agustino Llauqui, les deba arengas de valor a sus peones, alentándoles que bajen la mirada, que tapen sus oídos con algodón para que los gritos del Anima Condenada no los llene de pena y miedo sus corazones, era la única manera de evitar ser atraídos hacia la prisión del Anima y no caer en sus garras y ser poseído por la eternidad. Con cada paso que se alejaban más intensa era la suplica del condenado eterno y nuestro viajero le infundía aliento y valor a su gente para que no le presten atención a lo que imploraba ese fantasma de la puna, y ahí se quedaría vociferando, en esos caminos lejanos y solitarios, allá en el fondo de los andes, donde las leyendas cobran vida y los misterios se vuelven realidad.

Texto agregado el 18-05-2017, y leído por 158 visitantes. (1 voto)


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