Ni bien desperté, sonó el timbre de calle. Soñoliento y de mal humor descendí los escalones, era el cartero. Dejo en mis manos una carta con remitente de la capital; leí el nombre y sentí de repente volver al pasado, al ayer aun resiente de la memoria.
Un presagio de dolor se apoderó de mí, y una vez acomodado en mi maltratado sillón, fui abriendo despacito el sobre, desdoblé la hoja con parsimonia; en un texto breve decía solamente.
-Quiero y necesito verte.
Aquellas palabras las sentí escrita con dolor, con lágrimas. Sabia de ella, tan ajena de necesitar, tan orgullosa para atreverse a pedir ayuda.
Comencé a pensar en cómo y cuándo salir a encontrarla. Solo tenía el remitente. Repaso el mapa de la ciudad en mi memoria y en éste me situaba por Boedo, cerca del parque, "Caseros 1439 Dpto. 3".
Después de un largo pasillo, encontré la puerta del departamento 3. Un muro me separaba del interior, toqué varias veces el timbre. Después oí abrirse la puerta de adentro, en segundos daba vuelta la cerradura en la alta tapia que cercaba el lugar, esta se abrió y allí estaba ella.
Su frágil figura, en un pálido retrato, sostenían unos negros ojos tristes; el rostro desencajado de quien parecía lejana en una marea de ayeres que andaban pegado a mí. Ni bien estuvo frente a mí, se lanzó a mis brazos quedándose allí, dudé en abrazarla, luego, la retuve sintiéndola, había pasado tanto tiempo, tanta ausencia que sentí dolor por verla así. Desmarañado el pelo y en la desprolijidad de su ropa, dejaba verse en ella toda la soledad y dolor del mundo.
Me abstuve de decir palabras, unas ganas de llorar me ahogaban silenciando un grito que afloraba en mis labios y en mi corazón, reprochándole a Dios un castigo inmerecido.
Entré tras sus pasos observando el espacio miserable y fúnebre, lejos de un mundo que se había olvidado de ella. El desorden invadía cada rincón, desacomodadas cosas daban muestras de abandono y cansancio.
Me quedé solo, ella fue hasta la cocina, después, apareció con dos tacitas de café mientras yo seguía descifrando dudas y preguntas lejanas de responderse. Un desgano de tristeza y resignación la sostenían apenas andando la pequeña casa. Se dejó caer a mi lado, temblaba en sus manos blancas y huesudas la tacita del café, se dio cuenta de ello y la sostuvo con las dos manos.
Se acomodó de lado, cruzo torpemente sus piernas y se quedó mirándome, sentí que me recorría, que se adentraba en mí hurgando pensamientos, descifrando preguntas y alentándome a romper el silencio que dolía, poniendo lágrimas en sus ojos.
No quería mirarla, deseaba recordarla como antes, cuando aún tenía sueños, cuando luchaba a mi lado contagiando fuerzas poniéndole ganas a las utopías, embelleciendo la vida y abriendo expectativas de un mundo mejor. Sentí la necesidad de agarrar sus manos arrastrándome detrás de una pared, poniéndome al resguardo de la muerte y la intolerancia que andaba por las calles recolectando desdichadas almas, sepultando cuerpos maltrechos de odios y revanchas.
- ¿No me preguntas para que te llamé? - dijo tomando mi mano y alzando la vista esperando repuestas.
- No, no lo sé aun, espero que me lo digas.
Se acomodó más cerca de mí y sin dejar de mirarme, balbuceó primero, luego compuso su voz y fue más clara cuando me dijo.
-No puedo más, loco, es como si estuviera muriendo, no tengo más ganas de vivir. Me niego a recordar el pasado, duele. Vos sabes cómo es eso; y del presente, solo rescato el momento, ya no pienso, no tengo futuro, todo está aquí en este instante. Mi vida no trasciende más allá del hoy que se repite vacío de sueños. ¿Qué puedo hacer de mí?
Mientras la escuchaba, pensaba en otras palabras en otro tiempo; hoy, no era ella, la de antes, la que amé con la fuerza y la necesidad de pertenecernos sin pensar el próximo instante, ni en la muerte misma que nos cercaba. No era ella quien estaba allí, solo una sombra ocupaba su lugar, una abandonada sombra carente de luz para revertir la oscuridad que invadía hoy su alma desesperadas de respuestas.
Acaricié su rostro, humedecí de ternura sus labios en un beso de piedad y amor. Quería dolerme, sentir lo que ella siente para menguar su dolor, ese dolor que alguna vez fue de los dos.
No tenía manera de decir lo que pensaba en ese instante, tenía miedo de exponerla a la lástima, a herirla con palabras y preguntas. Sentí miedo del silencio que anudaba de cobardía los pensamientos y las palabras negadas a decir, presintiendo el temor de ser parte y culpa de su dolor. En fin, tenía miedo hasta de llorar y exponerme a delatar lo que me había propuesto olvidar; todo cuanto la había amado.
Fue hasta un viejo mueble atestado de cosas, trajo con ella álbumes de fotos, viejas y rotas revistas y algunos libros, Después, como un olvidado ejercicio, en un recurrente repaso del alma, en esa necesidad humana de recordar los fue exponiendo de a uno frente a mí.
Tenía en su boca palabras y preguntas en aceleradas respuestas a mi mudo interrogante por ellas. Me dejé llevar en sus manos y en sus ganas de reciclar memorias y recuerdos, con el propósito de poner cada cosa en su lugar y tiempo.
De un libro destartalado y sin tapas visibles, releyó en su interior un párrafo breve. "No hay nada más atroz que el olvido, se lleva en él hasta el dolor, dejándonos vacíos y sin pasado" una cita de Miguel Hernández, le ponía razón al momento diciendo todo cuanto sucedía,
De una en una, deteniéndose de vez en cuando, me mostraba ajadas fotos de un ayer no muy lejano y bello. Los escalones de la facultad nos mostraban abrazados sin pensar en nada. En otra, algo ya amarillenta con algunas sombras, podíamos vernos debajo de los árboles tomados de las rejas con cara de monos, asombrado ante la creación de Dios, jirafas y leones retratados con miedo, daban muestra de la magnitud del zoológico de Palermo. Bolsos y termos en las manos y con coquetos sombreros deambulábamos en otra foto, perpetuando el momento. La iglesia con su majestuosa fachada no situaba un ocho de diciembre en los predios de Lujan, nos veíamos plenos y felices.
Cuando daba por acabado el repaso por el álbum, la detuve; volví sobre sus tapas y las abrí, con dolor señalé una foto que ella había tratado de esconder. Podíamos vernos con flores en las manos discutiendo con los milicos que nos prohibían dejar flores sobre el asfalto donde una cruz amarilla señalaba el lugar en que fuera cobardemente muerto por manos de paramilitares, el negro Toledo, amigo, compañero y líder de barricadas y de soñadas libertades.
Puso sus manos en las mías, luego las mostró dejándolas ante mis ojos. Estiró largos los dedos y esperó de mí, algo, que según ella tendría que decir. Callé y me reservé cualquier comentario, Después fue ella que, ante mi silencio, agregó interrogándome.
- ¿No te acordás?
Con ternura y paciencia agregó.
-Es el anillo que compraste en las baratijas de un local de Once, el que me regalaste la noche que por primera vez me llevaste al cine. Estabas loco por ver Sacco y Vanzetti , la peli italiana, ¿sabes? aun la recuerdo cuando pienso en la muerte innecesaria.
Un mundo de imágenes y palabras danzaban en una brutal cadencia de nostalgia, llenas de amor, dolor y sueños. Una extraña reunión de duendes y desempolvados fantasma llegaban, trayendo reminiscencias olvidadas en de un pasado que permanecía marcado y latente para siempre en nuestro corazones.
No entendía bien el propósito de su llamada. Nos habíamos detenidos en la espesa bruma de los recuerdos, en el despropósito de recordar, solo para herirnos, para sabernos sobreviviente de un tiempo plagado de miserias.
Pero estábamos aquí, prestos a sentir, menos jóvenes, menos capaces de revertir el destino. Aun latíamos, sentíamos. Ya con eso era bastante para atrevernos a la solidaria razón de ser uno para el otro, mandato del amor que no se olvida y nos premiaba por haber sido lo que fuimos.
Caminó hasta las ventanas, abrió ampliamente las cortinas, la luz puso claridad al espacio y a los pensamientos que se adormecían esperando uno del otro. Me tomó de las manos y me llevó tras ella, no detuvimos en los bordes de la cama con pudor me señaló donde sentarme. Se quedó a mi lado en silencio esperando, deteniéndose en el tiempo, quizás eligiendo palabras, recolectando deseos en la frágil memoria de lo perdido. Estiró sus brazos, ofreció su cuerpo y la oí decirme cuando acercaba despacito sus labios resecos esperando rocíos de nuevas primaveras.
- ¡Abrázame loco, abrázame fuerte necesito sentirme!
Puse el corazón y el alma en mis manos y la apreté contra mí, disfrutando cada latido, en el respirar apresurado de un corazón ávido de sentir. Después, murmuró solo para que yo la oyera.
-Hace tanto que me duele esta soledad, que hoy creo, que ya vive en mí, es como un castigo que no creo merecer. ¿Qué fue lo que hicimos mal, en que nos equivocamos?
-Decime, loco, ¿cómo hallar, donde está el secreto para ser feliz?
No agregué nada a sus preguntas desesperadas por saber dónde está la felicidad. No había respuestas, no estaban en mí. Yo, al igual que ella, me formulaba las mismas preguntas con las mismas dudas e iguales miedos.
A pesar del tiempo en algo no habíamos cambiado. Perseguíamos iguales utopías, nos desesperaban los mismos dolores y los mismo interrogantes, los dos nos habíamos quedado a mitad del camino a la espera de algo, los dos no sabíamos qué y nos desvivíamos por saber las razones; y en un laberintos de entramadas encrucijadas, nos debatíamos entre ruinas y miserias, sin encontrar la salida, sin saber cómo hallar la luz.
Nos dejamos estar abrazados disfrutándonos a pesar de los pesares, negándonos a saber de ayeres y dolores.
Habíamos vuelto por el mismo lugar, espacio y tiempo para dejar atrás, en el reciclado de lo ausente, el equipaje que nos negábamos a llevar en este viaje. En este soñado viaje de un nuevo intentar para saber que aún se podía ser feliz.
Llegó, con la última luz, la noche, encontrándonos adormecidos de paz; en el placer redimido de dos cuerpos suspendidos en el tiempo, contentándonos en las simples cosas, arrumacos y caricias, silencios y murmullos en las audibles voces del corazón. Percibiéndonos en la piel estrangulada de caricias y las boca rotas y rojas de besos, y en el tibio y pasivo incendio del alma. Solo para concebir el amor en un largo y prolongado abrazo, en donde se resume la vida en la plenitud de amar.
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