Era negro. No "negrito" o "moreno", eufemismos utilizados por algunos hipócritas. Tenía su cabello casi tan oscuro como la noche en penumbra; esos ojos que recordaban a dos gotas de agua sucia; y esa nariz y esa boca, dos montañas en aquel terreno llano y oscuro.
Su nombre era Franco, un niño pequeño... pequeño... pequeño y negro. No como su hermano, Nicolás: él ni era negro y ni sus cabellos ni sus ojos ni nada lo eran. Su tez era blanca, sus cabellos castaños y sus ojos claros. En resumen, el sueño de todo padre, cualquier madre, y mujer, posiblemente. "Será todo un conquistador cuando crezca", solían los estúpidos vecinos.
Sin embargo, si uno acertaba a mirar con detenimiento encontraba un ojo más grande que el otro y una nariz enorme y chueca y la boca deforme. En dos palabras, era feo. Por lo que no sabía qué cosa le veían los ineptos de los vecinos para decir tales incoherencias. Y cuando veían a Franco- él si era gracioso- sólo decían... No, no decían nada. Se limitaban a sonreír y a seguir elogiando a Nicolás.
En fin, yo era amigo de los padres. Era 28 de julio y hacían un almuerzo. Bien porque me dio por pasar a saludar o bien porque tenía intención de perderme el discurso del presidente, asistí a la reunión.
Como de costumbre, no conocía a los invitados. Por lo que me limité a ver como jugaban los niños y sus amiguitos, riendo y jugando.
A la hora de abrir sus regalos, a Nicolás le regalaron un carro rojo a control remoto, uno de esos juegos de cubos para armar cualquier cosa, una camisita de marca, etc.
Pero me sorprendí al ver los regalos del hermano. Un carro de madera, un rompecabezas, una chompa tejida a mano, etc.
Era una lástima la hipocrecía de la gente, sin duda. Por mis parte les dí un billete de diez soles a cada uno. "Niños de seis años ya tendrían que comprarse cosas", pensé.
No quisiera demorarme en detalles pero el almuerzo estuvo a pedir de boca. Estuve conversando un momento con el padre, y antes de dejar el festían llamé a Franco aparte y le extendí otro billete. "No por blanco se es bonito", le murmuré, sonriendo.
Pasaron los años, y supe poco de Franco o Nicolás, hasta ayer.
Hace años que trabajo para la revista menos vendida de la ciudad. Unos terroristas tomaron la embajada Estadounidense y unos once rehenes- todos norteamericanos- y me acerqué a ver cómo podía escribir un artículo.
No estuve más de un minuto. Sólo leí aquellas letras en la pared de la embajada, y me fui con un lijero ardor en el estómago, tal vez culpabilidad:
"No por blanco se es bonito".