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A la pava con agua, llena hasta la mitad de su capacidad la anida flameante, muda, una llama celeste.
Gas patagónico en combustión.
Sobre la hornalla.
Encima del silencio. Encima del ruido del viento en la ventana. Un lamento agudo.
Luego, (al rato) como de la nada.
Emite su chillido anunciador, alcahuete. El clamor que sale por el pico.
La queja.
El líquido ya estará a punto para el mate. Las miro fijamente (a la pava, y a la llamita celeste del gas).
Pienso, la dejo un momento más. Calculando la temperatura que perderá el traspaso (de la pava al termo).
Ese momento que irá en el aire. Cuando viaja desnuda. Cuando es un chorro volando.
Tedioso (se me hace) el momento, al tener conciencia de él. De la espera. Apenas pasa.
Ahora sí, ya está.
Vierto el agua caliente desde el pico de la pava en el termo, sin respirar. El vapor emerge, escapa soplando, con un ruido a liquido subiendo, por la boca espejada.
La transparencia sube, adivinándose.

Si solo me hubieras dejado en el recuerdo algo para odiarte, para que así, al fin y al cabo, no me emocionara ningún pensamiento dirigido a tu ausencia.
En este lugar en que me encuentro, mi lugar definitivo.


La temperatura está resguardada. Segura. Para eso es el termo.
La pava queda muda. Enfriándose. Hasta la próxima.
La hornalla igual, no habla.
Me auto cebo (estoy solo, comienzo la rueda y la termino conmigo) el mate, desde el termo a la calabacita.
Me agrada el ritual. La soledad de la ceremonia.
Un lento y seguro chorro moja la yerba. Justo al lado de la bombilla. Ella, la yerba, sube con espuma blanca hasta llegar al borde (del mate).
Resaltan pequeñas burbujas.
Sube.
La música le gana al silencio, calmosamente, iniciando el punteo de Los delirios del mariscal.
También sube. Y destroza al silencio.
El agua está más caliente que mi gusto. Lo presiento en la mano, en los sensores de los dedos.
Pienso. Se lavará pronto.
Aún no lo sentí en la boca. Pero ya lo se.

Que forma debemos buscarle al absurdo, para anunciar lo que gestó el encuentro. Busquemos palabras sin tristeza, despojadas totalmente de amargura.
Agreguemos el encanto.
Que lo hubo, sin recelos, y del bueno.
Que engaño o que verdades agregar al constante combate con las horas, a las voces y ladridos que suenan fuera de este cuarto, tras la ventana.
En el mundo.
Viajar, sintiendo el agotador delirio de interminables y monótonas estepas rionegrinas. Cerros enfundados de matorrales espinosos y excrecencias basálticas.
Todo igual, en un pasar frenético. Y el viento.
Viajar, en las páginas. En las letras, que van apareciendo.


Continúo con el ritual. La auto cebadura (sigo solo), eremita. Insociable.
El mate se llena, hinchando la yerba, desde su cuerpo panzón, secreto, hacia su boca estrecha.
El chorro parece no moverse.
Crucis a full, pone la música de fondo a una tarde de invierno. Rematando.

Ya no me caven dudas, el tiempo es falso curandero.

Me distraigo en la pantalla, y rebalsa. Chorrea, gotea el cuaderno de apuntes, de frases, de recuerdos, de teléfonos, de ideas.
Intento secar, rápidamente. Hacer algo.
Disperso liquido en el papel.
Queda una mancha, tenue estigma verde, sobre letras despatarradas en lápiz. Sí, en lápiz de grafito.
Con una goma en la otra punta, mordida.

¿Cuantas personas hay que amar para ser feliz?

Una. (Escribo)

El papel se hace una bola, en la mano. Un papel que se arruga, en la presión del puño cerrado.
Y, una mirada soñolienta en torno. A la penumbra de mi espacio. Doméstico.
El exterior, la vida sudamericana, sigue en los ladridos. La escena no cambia, el día es de silencio, de frío, de ventanas cerradas.
Es la hora en que la gente se amontona en los bares y hay cierta belleza en esta escena.
Quizá la imponga el sol, al irse.
Los niños vuelven de la mano de sus madres, abrigados.
Soñando llegar.

Cebo, decido, el último. Ahora sí, ya esta lavado.
Navegan los palitos. Y la yerba está helada. Demasía de tiempo, entre cebadura y cebadura.
Abstraído.
Lo trago, sin gusto. Saboreo el líquido de la infusión en la boca. Gélido.
Hasta el ruido. De no hay más.

Sin conciencia de la bola de papel en la mano.
Arrugada la hoja escrita.
En parte distraído, obedeciendo un impulso inesperado, la acerco a la llama del fósforo.
La llamarada, la luz que genera el fuego al crecer, aclara mis objetos, mis libros ordenados, los dibujos, como el disparo de un flash fotográfico.
Ilumina.
Un segundo, o más. Congelando la imagen, que no dura.
Dejándola luego retorcerse dentro del cenicero. Como un gusano quemante, ígneo.
Calcinarse.
Hacerse humo, y morir solo cenizas.

Y aquí estoy. Donde ni siquiera los ricos son felices. Donde nada mejora, a pesar del esfuerzo.
Ahora en la calle pasa un viejo contra el viento, le tiemblan las manos al juntar las solapas del abrigo en el cuello.
Por donde vagaran sus pensamientos.
Ya camina como un muerto. De pronto se detiene, queda como clavado en mitad de un paso.
Algo ocurre.

Luego de años de búsqueda.
De inauditos esfuerzos emocionales, de prolongados interrogatorios, de interminables horas de reflexión.
Mientras la humanidad enloquece día a día. Insalvable. Violentamente en su peregrinar.
En su pulular maldito.
Mientras suenan las bocinas en el tránsito. Aturdiendo. Mientras miles de hombres mueren en guerras que creemos lejanas.
Mientras dos jóvenes se besan, salvajes. Indiscretos. En un parque público, sin tener en cuenta a la especie humana misma.
Un anciano. Sabio por su edad, y sus talentos.
Logra comprender
Aclarar.
Solo por unos instantes despreciables, como si se hubiera asomado a un desbarrancadero.
Y se hubiera alejado luego, súbitamente. Dando un salto hacia atrás.

La clave del amor.

Es un segundo, y el fenómeno ocurre en el silencio de sus pensamientos.
Mientras camina.
Y aunque el anciano desmerezca el momento, siente que llega a la perfección de la gloria.
Y como agua entre los dedos. Como una ráfaga. Igual que su aparición imprevista, el momento de perfección.
La clave.
Se disipa. Se va.
Desaparece.


El viejo, luego del momento de parálisis en su andar. Continúa enfrentado el viento helado.
El viento sur.
Tiene una sonrisa dibujada en sus arrugas.
Inicia una pequeña carrera que culmina en un saltito, elevando un brazo con el puño cerrado. Como festejando un gol. Y sigue, hasta doblar en la esquina.
No estoy tan mal. Mejor me preparo otros mates.

Texto agregado el 13-07-2017, y leído por 106 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-07-2017 La descripción del mate, excelente, pero aún no comprendo lo del viejo. Clorinda
 
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