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Me pasa que con el paso de los años algunas vivencias felices de la infancia y la juventud se han vuelto una especie de “zonas de confort”, de sitios seguros, opiáceos, que de algún modo funcionan como reguladores del estrés y la ansiedad. Vuelvo y los revivo con nostalgia y gratitud.
Uno de estos paisajes pretéritos de mi memoria, que hoy siento necesidad de compartir, es el corto período en que tuve la oportunidad de conocer y admirar a Angelo California, del clan gitano de los California.
En ese entonces- y hablo de veinte y algo de años atrás- yo trabajaba en un Programa Social en Los Alamos, provincia de Arauco, un pueblo de identidad híbrida , amalgamado por campesinos, obreros forestales y otras cuantas ocupaciones de subsistencia.
Mi oficina se encontraba en la parte de arriba de una casa de madera de segundo piso, a la cual se llegaba desde la calle por una empinada, larga y delgada escalera rechinante.
Una mañana, en la cotidianidad desabrida y agradable de los pueblos de paso, se escucharon unos pasos subiendo, deteniéndose cada tantos escalones, hasta que por la puerta se asomó una carita sucia con ojos bien abiertos, como escudriñando si el resto de su cuerpo podía entrar también. Le dije “hola”, y él lo tomó como una invitación.
Se acercó a mi escritorio, manos en los bolsillos, contorneándose un poco, como queriendo mostrar dominio de la situación. Me impresionó desde el principio: su figura menuda (dijo tener 8 años) proyectaba cierta gallardía inusual para alguien tan joven, su ropa sucia y desgastada no menguaba su estampa y su pelo enmarañado daba cuenta de una rebeldía precoz. Preguntó fuerte y con inconfundible acento romané:
-¿Qué hay aquí?
- Una oficina
-¿Cómo te llamas?
-Mariana…
Se tomó otro tiempo para inspeccionar el espacio y sin pedir permiso se fue ver que había en las otras oficinas del piso. Entró donde estaba mi compañera de trabajo e hizo el mismo interrogatorio. Ella quedó igualmente impresionada y solo contestó.
Después de este breve dialogo dijo:
-Me tengo que ir, pero voy a volver.
Y así fue. En los días que siguieron, Angelo California nos visitó casi a diario, visitas habitualmente clandestinas ya que el abogado jefe de la oficina no aprobaba en absoluto la presencia de este “chiquillo sospechoso”. Solía llegar a medio día, cerca del almuerzo. Le preguntábamos : ¿Qué almorzaste hoy, Angelo? y él respondía fuerte y claro: té con pan. Era una respuesta frecuente…y nos oprimía el corazón.
Se sentía en confianza, éramos sus amigas. Nos contó sobre sus viajes, sobre lo que le gustaba y sobre lo que no aceptaba. Nos inventó fantasías épicas que nosotras fingíamos creer solo por ver el brillo de sus ojos al sentirse héroe y porque amábamos oír esa voz que parecía la de un cantor flamenco en miniatura.
Un día Angelo me acompañó a ver un niñito muy pequeño que habían encontrado en la calle, perdido, y que yo debía llevar a los Carabineros. Él, sin que yo se lo pidiera, lo tomó de la mano como si hubiera sido su propio hermano, a mi juicio, un gesto protector que daba cuenta de lo duro de su vida nómade, de su historia de tribu expatriada y se su fidelidad al clan.
El niño pequeño, que lloraba y estaba algo asustado, comenzó a darle de patadas con todas sus fuerzas, pero Angelo no lo soltó, ni se defendió.
- ¡Pero Angelo!- le dije- ¿por qué dejas que te pegue?? ¡Defiéndete!
- No puedo- dijo, aguantando el dolor de los golpes- es más chico que yo.
Me pregunté como un niño de 8 años podía mostrar tanta nobleza; acaso los estrictos códigos de ética aprendidos dentro de su familia, acaso las circunstancias de hambre y frío que había vivido en su corta vida en una carpa que recorría el país de norte a sur según la estación del año o acaso a una legítima e innegable herencia de antiguos príncipes zíngaros.
Sin duda, la rudeza de su infancia, su forma de ver el mundo y lo que pude apreciar del estilo de vida de su pueblo lo hacían un niño muy diferente a todos los que había conocido hasta entonces y como no he conocido otro hasta el día de hoy.
Cada vez que nos visitaba nos decía que su familia estaba lista para partir, que el campamento pronto se levantaría para seguir su camino y se despedía diciendo que tal vez no volvería, pero al día siguiente estaba de nuevo en la oficina como si la despedida anterior nunca hubiera existido. Sin embargo, un día subió las escaleras como un zafarrancho.
-¡nos vamos!- dijo y algo en mi corazón se rompió- ¡chao!
Y eso fue todo. Sin discursos, sin detalles, sin “volveré”.
Sé que quiso decir algo más, sé que quiso abrazarnos como tal vez no lo hubiese hecho con su madre, pero no lo hizo. Se fue, corriendo, como para que no lo fueran a dejar olvidado.
Angelo California habita en mi memoria como un niño mágico, siempre lo será.
A veces me pregunto dónde estará hoy, a sus casi 30 años, creo.
¿Estará comerciando autos usados? ¿fabricando pailas de cobre? ¿con hijos? ¿en otro país?, ¿feliz?....
Pondré este relato aquí porque, quien sabe…puede que por el amplio ciber espacio alguien por ahí, el amigo del amigo del amigo de alguien lo conozca y bueno, podría darle mis saludos.

PD: Sí, ya lo busqué en Facebook y no tiene cuenta

Texto agregado el 26-08-2017, y leído por 86 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-01-2018 bonito relato hombrenuevo
 
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