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DEUTERONOMIO CINCO DIEZ Y SEIS
(2005)

Ana María salió con prisa de su trabajo pues tenía que hacer unas compras para llevar a su casa y comenzaba a lloviznar. Trabajaba como secretaria en esa empresa desde hacía tres años y era el tipo de persona que cumplían sus funciones medianamente bien, pero que pasaba desapercibida para los demás empleados. Todos sabían que siempre había alguien que cumplía las obligaciones de ese puesto, pero como si ella fuera invisible y las cosas se hicieran solas por arte de magia, pues muchos de sus compañeros ni siquiera conocían su nombre.
Entró al supermercado y compró las cosas que necesitaba, pensando que cuando llegara a su casa, de seguro su mamá le reñiría por malgastar el dinero en cosas innecesarias, pero no le importaba, ya estaba acostumbrada a la cantaleta de su madre y aunque en realidad las compras que hacía habitualmente no eran tan necesarias, eran una forma de mostrarle a su mamá que no le importaba lo que ella dijera y mantener así viva una eterna rencilla, además de la ilusión de que era la protagonista de su propia vida.
No podía entender por qué razón su mamá continuamente la criticaba y no le daba la oportunidad de ser ella misma si al fin y al cabo era una persona adulta, económicamente independiente que trabajaba para cubrir sus gustos y necesidades en medio de la pobreza en que vivían, pero su mamá no podía dejar de verla como a una niña.
Cuando Ana María entró a su casa, llevaba la idea de ir directamente a su cuarto y guardar los cosméticos que había comprado para evitar que su madre los viera y tratar así de evitar una discusión innecesaria. Pensaba que después de haber discutido toda su vida con su mamá, la posición más inteligente era tratar de no darle la oportunidad o el pretexto para iniciar un conflicto y que ese era su mejor aporte para intentar mantener una relación llevadera con ella y esa idea le procuraba la tranquilidad de no sentirse víctima de sus emociones y sucumbir ante la menor provocación, pero casi simultáneamente se le circuitaba algún fusible en el cerebro, para usar la terminología con que su madre la agredía cuando discutían y una voz en su interior la retaba para que no fuera tonta, que no escondiera sus cosméticos, que no había nada de malo en que gastara el dinero que ella misma se ganaba, comprando las cosas que le gustaban y que era un comportamiento infantil, tratar de esconder como si se tratara de algo malo, lo que en realidad no lo era. No podía entender por qué razón su mamá siempre estaba criticando todo lo que ella hacía y nunca le daba la razón para reconocer cualquier cosa que hubiera hecho con algún mérito y estimulada por esa nueva idea dejó la bolsa del supermercado sobre su cama, en donde era fácilmente visible.
En el mismo momento en que Ana María salió del cuarto y entró al baño, su mamá abrió la puerta del dormitorio para preguntarle a su hija por qué había llegado de la calle y no había entrado a la cocina para saludarla y lo primero que vio fue la bolsa sobre la cama y como era natural no pudo resistir la tentación de curiosear qué contenía.
Con un gesto de desaprobación sacó el primer frasco que tocó y mientras lo observaba pensó en por qué razón su hija sería así de insensata, tenía cuatro frascos nuevos de los mismos productos en su peinadora y había comprado otro más y Victoria reflexionó que más daba la impresión de que su hija gastaba de esa manera irracional el dinero, solo para llevarle la contraria a ella, pero pensó que sería mejor no decirle nada para evitar una discusión. Sentía que su hija se comportaba frente al dinero de una forma inmadura y que todo lo que ganaba se lo gastaba irreflexivamente y que de esa forma nunca llegaría a tener nada. Pensaba en esto cuando Ana María entró al cuarto y la encontró parada con el frasco en la mano, las dos se sorprendieron y lo único que se le ocurrió a Ana María preguntarle a su mamá fue que si ya le estaba registrando. Que debía tener un poco de respeto por su privacidad y no meterle la mano entre sus compras y que además no le debía importar si ella se gastaba su dinero en lo que fuera.
Victoria se sintió sorprendida y con la andanada que le acababa de soltar su hija, lo único que atinó a responderle, mientras regresaba el frasco a la bolsa y se dirigía hacia la puerta fue: «La mona aunque se vista de seda... » en una clara alusión de que no era una muchacha bonita y que por más cosméticos que se pusiera nunca llegaría a serlo y salió deprisa sin darle oportunidad a su hija de que le replicara.
Victoria no podía concebir que una persona se gastara todo el dinero que se ganaba y no ahorrara algo ni previera para cualquier imprevisto que se le pudiera presentar en el futuro y siempre se lo reprochaba a Ana María, pero ese día prefirió callar. Pensaba que en general había sido una buena madre, solo que su hija no lo entendía así, que todo iría mucho mejor si tan solo ella la escuchara y obedeciera las indicaciones que le daba, que todo lo hacía por su bien y que lo único que pretendía era decirle cómo llevar de una manera ordenada su vida.
Ana María por su parte pensaba que el dinero se había hecho para gastarlo y no podía aceptar que la retribución que las personas recibían por su trabajo, no les sirviera para satisfacer sus necesidades y le parecía absurdo que se pasaran la vida ahorrando pensando en el futuro, hasta cuando les llegara el día de la muerte, cuando ya no les serviría para nada y no se cansaba de criticar a quienes atesoraban el dinero, en un evidente reproche a su mamá que toda la vida fue muy parca en el gasto y que de grano en grano había logrado sacarla a ella y a su hermano adelante y comprar la modesta casa en que vivían.
Ahora que se sentía económicamente independiente trataba de prodigarse todos los gustos que de niña sus padres no pudieron satisfacer.
El problema del dinero era solo uno de tantos pretextos que siempre surgían entre ellas para enfrentarlas y ponerlas a discutir. Cualquier cosa que hacía la una, incondicionalmente era criticada por la otra alimentando ese recíproco rechazo que las dos sentían y que en muchas ocasiones llevó a Ana María a preguntarse por qué razón su madre la odiaría e incluso a gritárselo en una agria discusión que habían sostenido algún tiempo atrás. No lograba entender la razón por la cual a pesar de pelear tanto con su mamá y de saber que lo más inteligente sería dejarla, como ya lo había hecho su hermano, no podía romper ese lazo de dependencia que la ataba a ella. Era como si en alguna parte muy en el fondo de su alma, disfrutara de esa mala relación.
Ana María era de carácter introvertido y tímido y con mucha frecuencia se deprimía pensando que todo en su vida le salía mal, desde niña cuando murió su padre se sintió muy sola y sin respaldo y nunca tuvo una persona en quien confiar. No tenía amigos y nunca se le conoció un novio. En el trabajo la ignoraban y para muchos de sus compañeros era invisible. Sentía que vivía una vida miserable y esa noche tomó la decisión de ir a hablar con el ministro de su iglesia.
Un poco más tarde se cruzó con su mamá en la cocina y Victoria no perdió la oportunidad de volverle a reprochar su torpeza al gastar de esa manera el dinero, comprando cosas que no solo no necesitaba sino que además tenía cuatro frascos iguales y no tardó en iniciarse una nueva discusión. Cuando Ana María no encontró cómo más atacar a su mamá le gritó que por su forma de ser era que su hermano se había casado tan joven, para poder salir de la casa y librarse de una mamá intolerable. Ese fue un golpe bajo para Victoria que por fin guardó silencio y se entró llorando a su cuarto, pero antes de cerrar la puerta le dijo a Ana María que ojalá encontrara un hombre que se la llevara también a ella para ver si así la dejaban al fin vivir tranquila.
Pese a la preocupación que tenía Ana María antes de la entrevista, esta transcurrió con mucha cordialidad y gracias a la afabilidad del ministro, terminó convirtiéndose en una conversación muy amena. En principio él la escuchó con mucha atención hasta permitirle que se desahogara, lo que le permitió a Ana María desfogar el resentimiento que por años había ido acumulando, a la vez que poco a poco irse sintiendo más cómoda. Le contó todas las desventuras que había sufrido desde niña al lado de su madre y la forma inmisericorde en que la trataba, dando la impresión de que fuera una enemiga en lugar de una madre.
Le narró con algunos detalles las que ella consideraba torturas psicológicas a que la había sometido desde muy pequeña, dañándole por completo su autoestima y habiéndola llevado a sentirse como un mal ser humano, incapaz de despertar un sentimiento de afecto en ninguna otra persona, desposeída de fortuna e imposibilitada para alcanzar la felicidad. Llegó a confesarle al ministro que estaba convencida de que moriría virgen pues no se sentía con capacidad para provocar la menor pasión en un hombre, además de que estaba conciente que no era una mujer bella.
Cuando el ministro le preguntó cuál creía que había sido el mayor daño que su madre le había infringido, no dudó en contarle que de niña por algún tiempo su madre le había hecho creer que ella no era su hija, que era una niña de la calle que la había recogido por lástima para evitar que se hiciera a la vida callejera y terminara prostituida y que siempre que le hacía ese reproche terminaba echándola de la casa y cómo ella había sufrido mucho por esa causa, hasta que un día descubrió por casualidad una copia de se registro civil de nacimiento, con el que pudo confirmar que efectivamente si era hija de su madre. Le contó cómo había corrido con el papel en la mano y los ojos llenos de lágrimas para gritarle a su mamá que era una mentirosa pero que ya la había desenmascarado.
Después de que Ana María terminó de contarle su historia al ministro, este le hizo una pequeña exposición de lo que representaba la responsabilidad de ser padre y le explicó que la mayoría de las personas creían erróneamente que la responsabilidad de serlo se limitaba a ofrecer un buen ejemplo a sus hijos, inculcarles valores morales, brindarles educación, proporcionarles las condiciones para que tuvieran una vida saludable y prodigarles todas las cosas materiales que necesitaban en la medida de sus capacidades, para su sano desarrollo físico e intelectual, pero que no era así de fácil y continuó preguntándole si ella recordaba los mandamientos de Moisés.
Con un poco de duda Ana María asintió con la cabeza mientras el ministro agregaba que de toda la ley que Dios había mandado para los hombres, solo le había dado un mandamiento que contenía una promesa y le preguntó si ella sabía cuál era. Ante la respuesta negativa de Ana María, el ministro tomó su Biblia y buscó con agilidad pasando rápidamente las páginas y cuando se detuvo hizo un breve seguimiento del texto señalándolo con el dedo índice hasta encontrar lo que requería y leyó: «Honra a tu padre y a tu madre, como Dios te ha mandado, para que sean prolongados tus días y para que te vaya bien sobre la tierra que Jehová tu Dios te da» y continuó explicándole mientras cerraba de nuevo la Biblia que ese era el único mandamiento que contenía una promesa de Dios, mediante la cual le garantizaba al hombre que le iría bien en la vida a quien honrara a su padre y a su madre, pero que muy pocas personas entendían que esa era una promesa de Dios para quienes cumplieran el mandamiento.
Ana María lo interrumpió diciéndole que cumplir con ese mandamiento era una responsabilidad de los hijos para con los padres y que no entendía por qué él había dicho que era una responsabilidad de los padres hacia los hijos y el ministro continuó diciéndole que era cierto que los hijos tenían la responsabilidad de honrar a su padre y a su madre, pero que era responsabilidad de los padres facilitar una buena relación con sus hijos que les permitiera a estos cumplir con el mandamiento.
Ante la cara de sorpresa que estaba poniendo Ana María el ministro siguió explicándole que en condiciones normales un padre que mantiene una buena relación con su hijo, facilita las condiciones para que este pueda cumplir a cabalidad el mandamiento, pero que en el caso contrario, como era la situación de ella, la madre obstruía el flujo de una buena relación dando como resultado que por el rechazo que se formaba entre las dos, ella no pudiera cumplir como era debido con el mandamiento. Que en efecto era ella quien no cumplía con el mandamiento, pero que era la madre la responsable de que así fuera y por ende de que su hija no pudiera ser beneficiaria de la promesa. Agregó que eran los padres que dificultaban la relación con sus hijos, los que los privaban a estos de poder recibir la promesa de que les fuera bien en la vida.
Ana María concluyó que entonces por culpa de muchos padres era que no les iba bien en la vida a sus hijos y el ministro ratificó que desafortunadamente el mandamiento no decía nada respecto a la responsabilidad de los padres en este sentido, aunque en otra parte de la Biblia los llamaba a reflexión pidiéndoles que no provocaran ira en sus hijos. Pero también le dijo a Ana María que no toda la responsabilidad recaía en los padres, pues muchos hijos rechazaban a sus padres y no los honraban, pese a que estos no les daban motivos.
Los dos guardaron silencio por unos instantes hasta que Ana María volvió a preguntar si no existía alguna alternativa para que a personas en una situación similar a la suya no se les privara de los beneficios de la promesa y el ministro les respondió que si, que muchos hijos hacían caso omiso a las provocaciones de sus padres y sin importarles lo que ellos les hicieran o les dijeran, siempre los honraban y los respetaban, haciéndose acreedores al galardón y que ella misma debía reflexionar sobre esa posibilidad ya que si perdonaba y aceptaba a su madre tal y como era y dejaba de contender con ella, recibiría la promesa de Dios.
Ana María salió de la iglesia con un enredo de pensamientos en su mente y con más interrogantes de los que llevaba cuando entró, dándole vueltas a la idea de que pese a que el mentado mandamiento no lo mencionaba explícitamente, era claro que dejaba implícita una corresponsabilidad de los padres.
Le habría gustado tener algún amigo con quien conversar en esos momentos, pero no lo tenía y entonces se acordó de René, que vivía en un pequeño cuarto no muy lejos de allí y debía estar por llegar de su trabajo.
Caminó con entusiasmo por unos diez minutos y pronto llegó a la casa en donde René y su esposa rentaban una habitación. Encontró la puerta con candado pero decidió esperarlos. Cuando René la vio parada en el corredor, enfrente de su cuarto, se sobresaltó porque no era usual que su hermana los visitara y lo primero que le preguntó fue si le había pasado algo a Victoria, como solía decirle a su mamá desde muy chico cuando perdió la costumbre de llamarla mamá.
Ana María lo tranquilizó diciéndole con una leve sonrisa que nada que no pudiera curar una buena pelea. Entraron y se sentaron en la cama mientras la esposa de René se fue a cocinar a una pequeña cocina que compartía con otras inquilinas de la casa. Inmediatamente Ana María le contó a su hermano todo lo que estuvo conversando con el ministro y lo que para ella era nuevo respecto al cuarto mandamiento y su influencia en la vida diaria. René escuchó con mucha atención lo que le contó Ana María y pronto comenzó a sacar conclusiones respecto a lo que le había narrado su hermana, diciendo que eso explicaba por qué a pesar de todos sus esfuerzos él y su esposa no podían levantar cabeza. Trabajaban mucho, no tenían todavía hijos y a pesar de ser juiciosos y no gastar ni un centavo mal gastado, no conseguían salir adelante, el dinero nunca les alcanzaba, si pagaban unas cosas no alcanzaba para otras y siempre estaban atrasados y a medida que se le iban haciendo claras las cosas, sonreía como si hubiera encontrado la piedra filosofal.
Le dijo a Ana María que eso explicaba por qué siempre que tenía cualquier proyecto con el que pretendía hacer algún dinero extra, aunque aparentemente fuera muy seguro que se diera y todo estuviera listo, siempre a ultima hora se dañaba, como acababa de ocurrirle con el ascenso que le habían ofrecido recientemente en el trabajo y que en el ultimo momento se lo dieron a un compañero suyo.
Para entonces ya había regresado al cuarto la esposa de René quien prestó mucha atención a lo que conversaban su cuñada y su esposo. René le dijo a su hermana que era curioso, pero que a pesar de todos los problemas económicos por los que atravesaban y sin importar lo profundo de la crisis, de cualquier manera siempre la superaban de una u otra forma y que nunca se habían tenido que ir a dormir con el estómago vacío ni habían tenido que caminar al trabajo o a cualquier otra parte porque no tuvieran dinero para el bus.
De repente lo interrumpió su esposa, quien había puesto mucha atención a la conversación de los dos hermanos, para hacer una aclaración y dijo que lo que pasaba era que aunque René tuviera una pésima relación con la mamá, mantenía una excelente con los suegros, que en muchos casos habían empezado a suplir la imagen materna de su esposo y que como ella si tenía la suerte de mantener una buena relación con sus padres, cumplir con el mandamiento para ella era algo muy fácil y placentero.
Explicó que ella entendía que como ahora eran un solo cuerpo con su esposo, que las cosas del uno le afectaban al otro y viceversa de tal manera que las desventajas de que René no recibiera la promesa por no cumplir con el mandamiento la afectaban también directamente a ella, pero que los beneficios a que ella tenía derecho porque si lo cumplía, también lo beneficiaban a él, lo que los ponía en una especie de equilibrio de la vida que estaban viviendo. Siguieron conversando por largo rato a cerca del nuevo descubrimiento que Ana María les había compartido y a tratar de analizar la situación de algunas personas que conocían y de la relación que mantenían con sus respectivos padres y con asombro comprobar que en cada caso, los resultados mostraban que en efecto la promesa del mandamiento se cumplía al pie de la letra.
Cuando ya era muy tarde, Ana María se despidió y se arriesgó a caminar sola a esa hora con rumbo a su casa. Pensó en todo lo que le había ocurrido aquel día y empezó a navegar entre dos corrientes opuestas, la una de su mente intelectual que le dictaba que tenía todos los elementos para redireccionar su relación con su madre y tratar de volver vivible una vida que hasta entonces no lo había sido y lo principal, hacerse acreedora de la promesa que hasta ese día no había recibido y la otra de su mente emocional que le recordaba a cada momento todos los atropellos a que la había sometido su mamá y que le mostraba que con resignación debía alejarse de ella y perder la esperanza y olvidarse de la promesa.
Meditó bastante mientras caminaba y sentía que estaba justo en la mayor encrucijada que se le había presentado en el sendero de su vida. Se vio enfrente de esa encrucijada con la necesidad de optar por uno de los dos caminos que se le presentaban y sin saber cuál era el correcto para continuar el rumbo de su existencia, pero sabía que para que la vida continuara tenía que elegir alguno. En esas reflexiones llegó a su casa. Tan pronto entró, fue directamente al cuarto de su mamá, la despertó al prender la luz y le pidió que se levantara, que tenía que entablar con ella la conversación más importante de sus vidas.

En esta ocasión Ana María llegó con más tranquilidad que la vez anterior a la iglesia y se dirigió a la oficina del ministro, quien se encontraba estudiando cuando ella le interrumpió con el leve toque en la puerta. La invitó a sentarse y de inmediato Ana María, sin poder contener la emoción le dijo que había ido para darle las gracias, que su conversación anterior había transformado su vida de una manera dramática al enseñarle la verdad más grande que hubiera podido haber conocido jamás. Agregó que no podía entender cómo algo que le habían enseñado desde niña, podía encerrar una sabiduría que para ella siempre estuvo vedada y ese desconocimiento la mantuvo al filo de la perdición eterna.
El ministro la escuchó con atención y cuando Ana María hizo una pausa le respondió que era verdad que Dios había dejado muchas enseñanzas para sus hijos, pero que lo había hecho de una manera que solo podía ser entendida cuando él lo revelara y no antes y que solo después de revelado uno se podía preguntar, al igual que ella lo hacía, el por qué algo tan claro no lo había podido entender desde un principio y que la única explicación era que de esa manera había sido la voluntad de Dios. También le dijo que no era exacto que esa fuera la verdad más grande que conocería. Que ese día entendería una verdad mucho más importante. Ana María lo miró con un poco de perplejidad y de inmediato le replicó que cómo podría haber una verdad más importante que la que ya había conocido a lo que el ministro respondió con una sonrisa benévola, diciéndole que la enseñanza que encerraba el cuarto mandamiento no era otra cosa que una herramienta mediante la cual las personas que lo cumplían se podían asegurar durante el paso por la vida una existencia bienaventurada y de esa manera se les facilitara el reinar en vida, pero que era tan efímera como la vida misma y que ese día conocería una revelación que tenía que ver con la vida eterna.
Esas últimas palabras retumbaron como un címbalo en la cabeza de Ana María que no podía dar crédito a lo que estaba escuchando mientras el ministro agregaba que no era cierto lo que minutos antes ella había afirmado que hubiera estado en algún momento de su vida al filo de la perdición eterna.
Ana María frunció el gesto en señal de no comprender y el ministro siguió diciéndole que así era. Que a lo largo de los últimos dos mil años todos los sistemas religiosos de la tierra habían mantenido en cautiverio a sus feligresías con el engaño de que las acciones malas en la vida les podían hacer perder la salvación eterna. Agregó que no se trataba de una maldad deliberada por parte de las religiones ya que Dios mismo se había valido de ellas para que así fuera, pero que en realidad el sacrificio que Dios había hecho hace dos mil años, de inmolarse a sí mismo para nuestra salvación, no podía tener condicionamientos. Recalcó que era absurdo pensar que cualquier mala acción que el hombre hiciera, por más terrible que fuera, pudiera ser más poderosa que la voluntad de Dios de redimirnos. Que de ser así, con cada mala acción que cada hombre comete cada día, estaríamos invalidando el sacrificio de la cruz, lo que querría decir que las acciones de nosotros podrían ser más poderosas que Dios omnipotente, lo cual sería una incoherencia.
Le explicó a Ana María que a lo largo del nuevo testamento el Apóstol Pablo explicaba claramente esto pero que los hombres no lo habían visto antes porque todavía Dios no lo había revelado. Le dijo ue no temiera nada, que su salvación estaba garantizada y que sus acciones lo único que podían hacer era privarle de reinar en vida, pero en nada podían influir en lo que Dios mismo ya había determinado para su espíritu. Que fuera en paz.
Ana María se sintió liberada de la carga más grande que durante toda la vida la acompaño y al caminar hacia la puerta lo hizo con la sensación de que sus pies no tocaban la tierra y a partir de ese día su vida se transformó totalmente y nunca volvió a ser lo que hasta ese día había sido.

Texto agregado el 21-09-2017, y leído por 169 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
22-09-2017 ¡Qué belleza ERRE! Te has retratado de cuerpo entero. En lugar de perder el tiempo jodiendo al compañero contando cuántas veces repite una palabra, andá, movete, ayudá a tus compatriotas en las labores de rescate, como lo estamos haciendo NOSOTROS, EXTRANJEROS, que nos duele la tragedia de tu gente. Y luego, vení, abrí la bocota y contanos: “compañeros, tengo el orgullo de decirles que ayudé a retirar cuatro ladrillos y barrí metro y medio de de escombros”. poemss
21-09-2017 Tienes 164 "la" y ¡306 "qué"! Son muchísimos. Sufres de 'laismo' y 'queismo'. Si eliminas algunos quedará mejor tu escrito. También escribiste muchas veces el nombre de la protagonista, igual también podrías quitar algunas. hay párrafos en los que es evidente que sigues hablando de ella pero lo vuelves a aclarar, esas son las que podrías quitar. eRRe
 
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