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Nadie nos promete un jardín de rosas, pero tenemos la tierra entera para cultivarlo.

Conocí a Muriel en otoño en una escuela junto al mar.

La única escuela de un pueblo costero en el interior de este inmenso país.
Escuela sin teléfono, agua corriente, electricidad, dentro de un lugar aislado, habitado tan solo por doscientas almas, no más.
El pesquero que hacía de transporte, se detuvo en un improvisado muelle de madera desvencijado por el tiempo.
La arena de la playa era limpia, y clara la luz del atardecer cuando reflectaba contra la escollera.

A poco tiempo de llegar, descubrí su mundo.

Vivía con su abuela, una mujer con manos de tierra y labios de niña en una choza humilde, enclavada entre los dispersos médanos.

Pequeña estatura, ojos grandes, alargados, cabellos castaños, cálida sonrisa; cada rasgo de su rostro era un canto a la vida, ese tipo de mujer de la que uno se enamora con la primer mirada.

Cuando los cabellos se le venían sobre los ojos se ruborizaba, graciosamente los apartaba a un lado, pero no se llevaba la mano directamente a la frente; en vez de ello, los hacia ondear con un soplo de sus labios, como la brisa abre los pétalos de una flor, con ese solo gesto los acomodaba nuevamente.

Particularmente especial era Muriel.

No todos debemos ser iguales, pensar de igual modo, obrar o tener similar aspecto.

Al nacer, era una muñeca color rosado, tímida, diminuta, que lloraba como todos los niños.
Tal vez ser diferente, le hacía ver sombras que la amedrentaban, o percibía sonidos que le resultaban extraños, y que los otros bebés no veían o escuchaban.

Al ir creciendo pasaba muchas tardes, cerca del mar, parecía conversar con las olas.
Dicen, que cuando algunos de los sentidos se atenúan, crecen y se agudizan otros. Se templa la audición, se alcanza una percepción mayor sobre las personas y las cosas, se ama de manera diferente.

Inquieta, trémula, soñadora, romántica, palpitante, así era ella.

Podríamos narrar que una barrera invisible le hacía vivir un mundo, en cierta manera desconocido para la mayoría.
Un cosmos pintado de gris delfín, blanco de titanio, verde oliva, carmín, borravino, tierra tostada, azul ultramar; colores tan fascinantes, que la abstraían, le seducían de tal manera que le impedían reparar su entorno cuando le miraban o hablaban.

Otros opinaban que percibía la melodía de los peces; esa cadencia especial que se produce entre los habitantes del mar, tan delicada y sutil que solo algunos escogidos pueden discernir.

En ocasiones entonaba una melodía que la llenaba de emoción, al terminar su arrullo, sus pupilas destellaban con el rocío sutil de una lagrima.

Claro, existía también otra Muriel.

Esa que, cuando soplaba el viento en las tardes tormentosas de invierno, desde la ventana observaba el puerto, las aguas, el promontorio que llevaba al muelle, el camino de la escollera iluminado de a ratos por la centelleante y misteriosa luz del viejo faro y en tanto observaba el paisaje, acunaba una muñeca y susurraba....

"Dicen que soy diferente, ¿que querrán expresar?"

Muchas cosas aprendí al estar con ella.

Algunas cosas existían que Muriel no podía comprender y otras, que las personas no entendían al tratarse de Muriel.

Muriel fue una mujer, delicada y exquisita.
Y digo fué, pues la mayoría de los seres que nacen con particularidades especiales, tanto para el amor, la ternura, el delicado universo interior, no quedan mucho tiempo dando vueltas aquí en la tierra, en general son llevados a surcar otros cielos, otros mares.

Existen veces, en que no sabemos discernir entre realidad o magia.
Son esos instantes en que nos envuelve el fulgor que rodea a criaturas especiales y no nos permiten distinguir a tiempo.

Al igual que la gota de rocío que no repara, al mojar por contados segundos el pétalo de una flor, que esta posada sobre una suave textura y un aroma exquisito.
Efímero es, el instante del amor, como lo es el de la gota de rocío y se nos escapa sin darnos cuenta.

No advertimos cuidar ese instante que quizá no se repita, con dedicación, con el esmero y amor suficiente como para disfrutar de su particular belleza y sutil alegría.

Muriel fue un instante de tiempo que me regaló la creación toda.

Una mujer distinta, tan frágil y sensible, como bella.

Hoy, el tiempo me enseñó, que nadie regala un jardín de rosas a nuestra medida y necesidad, pero si, nos entrega la tierra entera para cultivar nuestra rosa.

(*) Dedicado a Muriel y a todos los que con sus capacidades diferentes, nos emseñan a vivir cada instante de una particular manera

Texto agregado el 25-03-2018, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-03-2018 Hermosa historia y reflexión. Un abrazo, sheisan
 
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