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Dios murió hace 20 años. Ellos lo mataron. Ellos lo crearon a su imagen y semejanza. Ellos eran Dios.

I
Rompió la última cuerda de una Gibson y salió corriendo de ese asqueroso baño de un bar en Nueva York. Al empujar la pesada puerta trasera sintió el reflexivo golpe de la ventisca más fuerte en los últimos cuarenta años: él no pertenecía ahí. Caminó por el puente de Brooklyn pensando la ruta que inconscientemente trazó para llegar a ese hediondo pub. El vómito le recorría el esófago a la misma velocidad que la cocaína corría por sus venas. Sintió el impulso de saltar al agua helada, pero no sabía si aquellas aguas eran digna de recibir a un muerto de esa calaña o a la inversa. Quería salir de ahí, eso era un hecho. No le importaba si lo hacía en un avión, deportado, o con un agente de migración cuidándole la espalda ante las puertas de la frontera con México o en una camioneta del Forense. Las arcadas lo obligaron a detenerse al borde del barandal y vomitar la poca comida que había ingerido. En ese preciso instante, por primera vez, sintió pena por haber matado a Dios.

II
No conozco a ese tipo. O, bueno, no sé. En realidad lo veía todos los días. Debíamos llegar una serie de acuerdos que impedían una masacre a diario. Creo que nunca logramos respetar esos acuerdos como tal; siempre terminábamos apuntándonos con un arma. O sea, no era un arma de verdad, pero nos tranquilizaba creer que el otro podía morir por esa pistola imaginaria. Tratábamos de hacer algo donde cupiera la globalización de nuestras ideas, o, por lo menos, algo que no nos hiciera jalar ese gatillo imaginario del que te hablo. Sin embargo, esos últimos meses en el estudio no se trataban de conjuntar ideas, sino sólo tratar de no jalar el gatillo.

III
Corriste de la Arena aquella lluviosa noche de diciembre. Sí, llovía en diciembre. Quizá era una señal de quién-sabe-dónde-o-qué pidiéndote no correr tras el escenario y ocultarte en una carpa hasta las cuatro de la mañana, porque creías que a esa hora toda la gente que extasiaste y defraudaste al tocar ese último acorde ya se había ido, sin saber que la única persona que esperabas que se fuera eras tú. Durante muchos años encontraste tu refugio construido a base de partituras, cuerdas, plumillas, cigarros y alguna que otra mujer; no quisiera ser duro contigo, y menos ahora que tu vida pende de un hilo, pero nunca figuraste un plan b en caso de que tu pequeño refugio se derrumbara, como tu vida se derrumba mientras ese revólver hace chocar tu cara contra los ladrillos. No debiste esconderte en esa carpa, como ya te dije, hasta que te convenciste de que nadie te vería, o viera lo que habías hecho. Pero, ¿qué habías hecho? Espero que el ladrillo sea un buen aliciente para formular tu respuesta.

Texto agregado el 27-03-2018, y leído por 16 visitantes. (0 votos)


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