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Suspender la gravedad. Por lo menos un instante suspender el tiempo. Piensa. Pausarlo en el presente. Colgarse un poco, aunque sea sólo para ver el mundo desde una perspectiva diferente. Mundo del revés. Mundo patasarriba. Se dice. Balancearse al sol como un columpio. Girar a lo loco como un trompo, como una calesita.

Soltar el peso. Soltar el peso y respirar. Soltar el peso respirar y confiar para que el vuelo sea pleno. Placentero y vivaz. Soltar el cuerpo. Respirar. Y saltar con todo el ser -abierto- hacia el vacío. Saltar -como si tuviera alas- con los brazos abiertos al viento. Dar un giro mortal. Y llegar con las manos a tiempo de agarrarse. Justito.

Y quedarse así. Dejarse colgar. Sonriendo. Y después.

Volver a treparse. Cada vez más alto.

***
Ella guarda bien adentro esa sensación intensa, interna, incomparable. Esa adrenalina vertiginosa, ese qué-sé-yo en la barriga, esa corriente como un rayo fulminante recorriéndole el cuerpo entero en un segundo. Ella guarda para sí esa sensación. Como un tesoro oculto. Quizás. Como un presagio.

***
Sueña con un bosque milenario, majestuoso, de árboles gigantes y sinuosos senderos. Sueña una frondosidad imposible, una vivacidad electrizante. Sueña que camina día y noche a través de la maleza. Que ve sus pies -descalzos- avanzando en pasos ágiles, ligeros. Como si levitara. De piedra en piedra, dando pequeños saltos entre raíces y enredaderas. Cada vez más rápido parece que camina, apenas que si toca el suelo. Los árboles se le acercan a toda velocidad, vienen a su encuentro, como al choque, y sólo la esquivan en el último momento.

Sueña que corre frenéticamente entre las plantas -ya no ve sus pies, ni los siente, pero sabe que es así, que está corriendo, y que resuena en su corazón el retumbar de una estampida - y es como si de repente ella toda fuera una ráfaga de fragancias luminosas, un relámpago de esporas nomás, un vendaval de polen y primavera.

Los espíritus del bosque la observan al pasar. Le regalan una sonrisa cómplice. Pero ella no los ve.

Todavía.

***
Despierta. Mejor dicho, se levanta. Aún no está totalmente despierta, aún le retumban en la cabeza los retazos de algún sueño que no logra descifrar. Piensa. Repasa en su cabeza la lista de quehaceres de este día. Refunfuña. Se despereza. Bebe agua. Lo de siempre.

Se viste. Se alimenta. Se prepara para un nuevo día. Alegría. Se repite. Sólo alegría. Cierra la puerta y mira vagamente al cielo. Una nube pasajera.

De repente. Así porque sí. En el medio de la calle. Siente como un remolino creciéndole por dentro, un torbellino que la sacude desde el centro con más fuerza cada vez, como una tormenta incipiente de emoción desconocida. De hecho, no se parece a nada que hubiera sentido antes. Fue un segundo. Un fogonazo. Una visión. Un camino abierto como venas, como nervaduras. Unos árboles inmensos, hermosos. Un río de cristal, una montaña luminosa. Y es como si de pronto se incendiara, como si se desatara dentro de ella un diluvio universal, un terremoto del ser.

Un temblor le recorrió el cuerpo como un escalofrío y se dijo –casi que gritando- tengo que viajar. Tengo que viajar.

***
Colgarse en los árboles, en las columnas, las vigas del techo. Balancearse en las ramas, trepar por la cuerda, colgarse en la tela. Hamacarse. Mirar el cielo, las hojas al viento, volver al suelo, juntar impulso y trepar de nuevo. Una y otra vez.

Tantos días empecinándose contra la gravedad inminente. Entrenándose en el goce entretenido y el dolor –del crecimiento, de la expansión-, entre el esfuerzo y la fluidez. Intentando alcanzar el pleno vuelo, atinando al punto de equilibrio, al vaivén del péndulo infinito, sólo respirar, sostener la postura, relajadamente, como se sostiene la tensión del hilo que permite el planeo de una cometa.

Acrobático juego pasión. Posibilidad de posibilidades. Progresiva concientización del cuerpo -aligerar el peso y despegarse-. Despertar la confianza total en el instante preciso. Arriesgar. Es decir, aventurarse.

Colgarse siempre que se pueda. Pensamiento recurrente que de tener un diario, un cuaderno, una agenda, seguro en este instante escribiría: No olvidarme nunca. Colgarme siempre que se pueda.

Pero ella no es mucho de anotar las cosas. Más bien. Es de vivirlas.

***
El remolino en el ojo de la tormenta. Una ventana que se abre de repente. El viento que sopla –dentro y fuera- y se arrebata. De pronto se desata un vendaval en su cabeza. Y ella piensa por enésima vez en la mochila.

Cargar tres bártulos y algún juguete –al fin y al cabo sólo se trata de vivir la vida como un juego- se dice. Cargar lo justo y necesario. El mundo siempre estará ahí para brindarnos lo que precisemos –le dijo un día un extranjero con un acento tan extraño como optimista, y ella pensó ojalá-. Ojalá que así sea piensa también ahora. La mochila ya está pronta, yo estoy pronta, y también lo está la carretera.

Y así se fue. Confiante, sonriente. Persiguiendo al horizonte.

***
Despierta. Abre los ojos cuando el sol apenas ha sobrepasado la silueta contorneada de los cerros y se ha filtrado tenuemente por el mosquitero de su carpa. Abre el cierre, sale al mundo. Y éste le parece mágico, por lo menos maravilloso.

No puede creer lo que está viendo. Tanta es la belleza de detalles, de destellos que le calan fuerte las retinas. Habían llegado de noche, luna nueva y la linterna parpadeante, casi sin pilas. Había armado la carpa a tientas prácticamente, tirado el bolso para adentro y ella misma se había tirado de una forma parecida, desvaneciéndose antes de darse cuenta. Estaba contenta de llegar sí. Y también exhausta.

Pero ahora, con el sol en plena cara, con el clamor de los pajaritos y otros bicohos entonando una sutil y silvestre sinfonía, se siente especial, como si hubiera despertado. Por primera vez en su vida.

Da una vuelta en los alrededores, junta unas ramitas, hace un fuego para preparar el desayuno. Y se sienta tranquilamente a sentirse parte del paisaje. Hasta que sus amigos se levanten y estén prontos para la aventura.

***
Caminar y seguir caminando. A pesar de las espinas, los abrojos y otras asperezas, caminar. A través de valles y montañas, por intrincados laberintos de senderos entre bosques y cascadas, deambular. Sin brújula ni mapa. Confiando a la intuición encontrar el camino correcto. O, en el peor de los casos, encontrar al menos el camino de regreso. Y por ahora funciona. Una a una van reconociendo las señales, las referencias que un viejito les había dado en el último poblado por el que pasaron.

Según las instrucciones estarían cerca ya, casi llegando. Faltaría sólo bajar la última ladera y encontrarían –si es que aquel hombre estaba en lo cierto- la famosa Laguna Espiral, rodeada de la igualmente célebre –por lo menos en las cercanías de aquel paradero remoto, prácticamente desconocido mundo afuera- Floresta Encantada. Mítico lugar –para los pocos moradores originarios de la región- y fuente de diversos milagros ocurridos, tan increíbles como inverosímiles –para los aún menos habitantes que llegaron no se sabe de dónde alguna vez y se quedaron-.
Y de hecho, así fue. Nomás bajar la pendiente, se dan de frente con una arboleda tumultuosa, que al cruzarla los deja directamente a los márgenes de unas aguas tan cristalinas como heladas.

Todos parecen coincidir sobre cierto remolino contorsionándose en el centro. Muy muy sutil. Claro está. Ella dice que sí, pero no lo ha visto, ni le importa. Toda su atención de pronto queda prendida en una imagen. Un árbol enorme, florecido, diferente, brillando al sol allá a lo lejos.

Mientras deciden si la espiral gira en sentido horario o al contrario, ella aprovecha para esparcirse un rato, sin mucho preámbulo, más bien desapareciendo al instante, Siguiendo una especie de impulso imposible de refrenar.

***
En seguida se encuentra inmersa en la maleza. Un sendero dudoso, casi cerrado. Pero ella insiste. Embiste con sus botas, avanza implacable. Se abre camino como sea, es como si buceara en un mar de hojas y ramas, densos arrecifes de enredaderas y troncos caídos. Se abre paso decidida a llegar hasta la cima de aquel árbol –que todavía reluce fresco en sus pupilas-.

Anda al trote –pero en verdad es como si galopara-. Acelera más y más, está que corre por el monte esquivando obstáculos, a los saltos, colgándose de alguna que otra liana al pasar. Pura diversión adrenalínica. Y una sensación incierta de misterio conocido, de déjà vu difuminado pero poderoso.

De pronto ahí en frente un tronco enorme, megalítico, mastodonte. Su corteza como arrugas en el rostro del más viejo de los inmortales. Sabias. Profundas. Y al mirar hacia arriba descubre una copa altísima, frondosa, cubierta por aquellas mismas flores coloridas. Y un nuevo aroma repentino predominando, envolviéndola toda como una seda.

Un temblor le recorrió el cuerpo como un escalofrío. El corazón dio un salto, un sacudón. Respiró profundo y –sin pensarlo mucho- está buscando ahora la forma más sencilla de treparse. Tres segundos y una liana después, ella está encaramada en la horqueta principal, mirando hacia arriba -sus ojitos brillando- y en su mente trazando la ruta más eficaz hasta el punto más alto.

Luego es simple. Trepar como sabe, confiar el agarre, mantener el foco, escalar, en fin. Unos pocos minutos y ya casi en la cima. El último esfuerzo y entonces.

Se quedó sin palabras para describir lo que veía.

***
En el instante preciso en el que asoma su cabeza por encima de las hojas, una nueva perspectiva de aquel sitio se le abre como un abanico amplio, un vasto campo abierto de visión, inaudito, fascinante. –A ella se le cruza la palabra alucinación-.

La laguna resplandeciente allá a lo lejos –ahora sí ve claramente un remolino enroscándose en su centro- y si no los ve, por lo menos se imagina que aquellas manchitas diminutas como hormigas allá abajo son -sin duda alguna- sus amigos. Y entonces les grita. Y es un grito eufórico, vital, rebosante de alegría.

Las manchitas no se inmutan. Pero a ella no le importa demasiado, está encantada con la vista de las copas de los árboles aledaños, ese cúmulo de ramas se le antojan nubes. Y siente como si volara en un cielo de clorofila.

De pronto siente algo distinto. Como una presencia a sus espaldas. Y entonces se da vuelta bruscamente y se encuentra con unos seres –no sabe de qué otra forma llamarles- que la observan en silencio –cada uno desde una rama diferente- con una mirada amigable, una sonrisa leve, complaciente. Y ella no sabe porqué, pero también está sonriendo.

***
Así como aparecieron se esfumaron. Apenas un parpadeo y ya no están. No dijeron nada. No hablaron. Pero ella entendió todo – se dice- ha sido como un pacto secreto, una revelación silenciosa. Y empieza a bajar de rama en rama, de tronco en tronco.

Tiene que volver con sus amigos antes que éstos se preocupen demasiado. A esta altura obviamente ya se estarán preguntando dónde carajos me he metido –piensa- mientras salta de la liana al suelo y emprende nuevamente al galope el camino de regreso.

Cuanto más se acerca a la laguna -parece que los amigos se han animado a darse un chapuzón- más incierto le parece aquel encuentro que acaba de tener, cada vez más difuso, irreal. Finalmente decide no pronunciar palabra alguna al respecto. En fin, ha sido sólo eso, un pacto misterioso. Un secreto.

Ya en la arena, los amigos la ven llegar y la saludan a distancia. Ella responde chiflando, levantando las manos y bailando. Y entonces claro. Que ya es hora de volver. Se dicen. Que todavía queda muchísimo por andar. Sí, pero qué hermoso, que valió la pena. Etcétera.

Y mientras vuelven caminando, cansados y felices, en silencio. Ella murmura apenas para sí. Volveré. No sé cuándo. No sé cómo. Pero juro que volveré.

Texto agregado el 22-04-2018, y leído por 74 visitantes. (2 votos)


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