Le sonreí complacido estrechando con fuerza su mano. Respondió de igual manera.
Un excepcional acuerdo comercial se ponía en marcha. Sabíamos que nos perjudicábamos mutuamente en algunos ítems, así como a terceras personas y al fisco, pero terminábamos ganando astronómicas sumas de dinero.
Una parte considerable sería apartada a algunas de nuestras cuentas en paraísos fiscales vía testaferros.
Nuestras mujeres e hijos seguirían codeándose con gente muy especial. Cada vez más especial.
Nos sentíamos en la crema del pastel, probado y degustado por pocos.
Estiramos el momento cuanto más pudimos, haciendo que el apretón sonara a gratitud, y a gesto varonil.
Cuando comenzábamos a desentrelazar las manos, un ruido grave, potente e inesperado irrumpió con desprolijidad haciendo que la música funcional sonara desagradable.
Lo que siguió a continuación fue una cascada de golpes, ruidos, derrumbes, gritos, más golpes, más ruidos, y más derrumbes.
Luego de un tiempo que pareció una eternidad, me encontraba sumergido en una oscuridad total, desesperado por respirar, inmerso en una nube de polvo.
- Aaaaagh… - alcancé a escuchar cerca de mí.
Quise responder pero tosí por un buen rato escupiendo lo que había en mi garganta. Casi me ahogo en el intento, pero finalmente logré inspirar con desesperación. Una corriente de aire algo más limpio comenzaba a infiltrarse por entre las ruinas.
- ¿Quién eres? – volví a toser - ¿Aún estás allí?
Un nuevo derrumbe se produjo, y algo grande golpeó y chirreó por unos largos segundos. Probablemente fuera la caja del ascensor del edificio.
Aún reinaba una oscuridad total. Habrían pasado unos treinta minutos, y cada vez eran menos frecuentes los pequeños nuevos derrumbes.
A medida que el silencio crecía, eran más claros los pedidos de auxilio. Algunos lloraban de dolor. Otros de miedo.
Probé mover mis extremidades. Sabía que me encontraba atrapado, pero no sentía dolor muy intenso, aunque aún era difícil contar con aire fresco para respirar. La brisa que minutos antes se había acercado con efecto benefactor, había cesado con algún nuevo reacomodamiento de escombros.
Algo me rodeaba como si fuera una caja o algo así. Y tenía las manos cansadas de aferrarme a lo que parecían dos gruesos barrotes.
Decidí soltarlos despacio mientras comprobaba que no me caía. Luego tanteé con mis dedos la estructura. La reconocí. Mi suntuoso escritorio hecho de acero inoxidable me había salvado tal vez de morir decapitado, por haberme aferrado a sus patas cuando sentí que el piso alfombrado de mi oficina cedía bajo mis pies.
Mis pupilas terminaban de acomodarse a la oscuridad total, y comenzaba a ver algo a mi alrededor.
Era un escenario trágico. Horrible.
Terminé de girar mi cabeza hacia mi izquierda, y lo vi.
Me estremecí enormemente.
Aquél hombre altivo y orgulloso, con el que habíamos estrechado manos, me observaba ahora con gesto de desesperación. Tuve que voltear por un momento, porque la escena me superaba.
- Está vivo, Alzamendi – le dije con intención de animarlo.
- Si a esto le llamas aghhh…, estar vivo – dijo lastimosamente.
No supe qué más decir. Estiré mi brazo con mucho esfuerzo para aferrar su mano.
Fue una mala idea. Gritó con una fuerza que creí ya no le quedaba. Comprendí que su mano estaba quebrada.
Le solté asustado pidiéndole perdón, pero me dijo:
- No me sueltes ahora. Eres todo lo que tengo.
Su respuesta me sorprendió sobremanera. Tomé conciencia de su estado, y me invadió una sensación de espanto.
Sus ojos se cerraron despacio. Constaté que dormía. Eso me permitió relajarme y esperar.
Vino a mi recuerdo un momento de mi infancia.
Mi abuela sosteniendo mi brazo maltrecho por cruzar un alambrado, soplando suavemente en mi herida luego de ponerme alcohol.
Fue la segunda vez en media hora, que me emocionaba.
Un nuevo chirrido de metales cortó mi pensamiento. Algo muy pesado caía sobre nosotros.
Era la caja del ascensor.
Se detuvo finalmente, golpeando el escritorio, y la cabeza de Alzamendi.
Creo que el ruido me alertó para separarme un poco. No fui golpeado, aunque algo me produjo un corte en mi pierna.
En cambio mi socio se despertó conmocionado, con su cabeza abierta y sangrante. Ya no tenía fuerzas para expresar su dolor.
Aún así, alcanzó a decirme:
- No sigas con esta mierda.
Me quedé sorprendido. Intenté comprender de qué me hablaba.
De pronto, unos mazazos dados contra una pared lindera abrieron un hueco grande y el aire y la luz fueron entrando de a poco.
La mano de un bombero se extendió para ayudarme a salir.
Mientras me cargaban en una camilla, resonaban en mi mente las palabras de Alzamendi.
Ya dentro de la ambulancia rumbo al hospital, el médico me preguntó mientras atendía las heridas de mi pierna:
- ¿Cómo se siente mi amigo?
- No sé, confundido.
- Es comprensible, con semejante derrumbe.
Quise explicarle que no me refería a eso, pero callé. Tal vez no comprendería.
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Marcelo Arrizabalaga.
Buenos Aires, 15 de Mayo del 2018.
https://www.youtube.com/watch?v=hm1NLO1ba6s |